Monday, February 06, 2006

Tijuana la horrible

Un trazo de teodolito, una línea imaginaria y jurídica, tendida desde la conjunción del río Gila y el Colorado hasta una legua marina al sur de San Diego, vino a determinar en 1848 —con los tratados de Guadalupe Hidalgo– la existencia de Tijuana como entidad mexicana.
Lo que no había sucedido espontáneamente —que se cercenara por el sur el valle de San Diego al que pertenecían de manera natural las hondonadas de Tijuana— hubo de cumplirse por la geografía política: los tratados resultantes de la guerra con Estados Unidos impusieron por el norte un corte al territorio nacional y la aldea de Tijuana, como una manchita, empezó a existir en el mapa. Durante toda la segunda mitad del siglo XIX no pasó de ser un par de casas y banquetas de madera, unos corrales y unas “calles” de lodo, y una garita aduanal para registrar el paso de las caravanas a Ensenada, pero al promediar el siglo XX ya contaba con 500 almas.
A partir de entonces la ciudad fronteriza empezó a incorporarse al inconsciente colectivo y a lo largo de los años se convirtió en una leyenda: la ciudad perdida, la antesala del infierno, la morada del pecado, la Babilonia mexicana, la Sodoma y Gomorra “que está del otro lado”, la urbe del vicio y de la droga, el asiento de burdeles y casinos. Y justamente sobre la historia de esta representación imaginaria se ocupa el escritor tijuanense Humberto Félix Berumen en un estupendo y exhaustivo estudio titulado Tijuana la horrible. Entre la historia y el mito, publicado al alimón por el Colegio de la Frontera Norte y la Librería El Día, que administra desde hace muchos años Alfonso López, en la propia vilipendiada ciudad de la “leyenda negra”.
Humberto Félix Berumen va estudiando pormenorizadamente de qué manera los seres humanos necesitan de los mitos y las creencias para sobrellevar su existencia en este mundo y encontrarle un sentido a sus vidas. Su idea es comprender cómo se fue construyendo la representación imaginaria de Tijuana, sus naturaleza y sus atributos sociales más reconocidos. Se demora también en las obras literarias que han textualizado de manera explícita el mito de Tijuana y en las obras cinematográficas (mexicanas y hollywoodenses) que han abonado el lugar común.
Tijuana aparece entrevista como el gran prostíbulo, la inmensa cloaca infestada de tugurios, el pozo de la inmundicia, la corrupción o la violencia sin freno: el símbolo por antonomasia de la inmoralidad y el desenfreno.
Para el crítico tijuanense Tijuana no ha sido todavía escrita. Es una referencia textual, una palabra, una mención indirecta que no va más allá de la imagen estereotipada, una alusión. Es un emblema, una metáfora lexicalizada. No ha sido una entidad viva ni para la literatura mexicana ni para la extranjera. No siquiera es un lugar común, "Por eso no sabemos cómo es el alma de Tijuana."
La tematización de Tijuana en la literatura narrativa pasa invariablemente por la repetición del mito de las ciudades de perversión y lujuria.

Raymond Chandler, El lago adiós.
Dashiell Hammett, "La herradura dorada".
Oakley Hall, Corpus of Joe Bailey.
José Revueltas, Los motivos de Caín
Lawrence Ferlinghetti, The Mexican Night
Manuel Puig, Recuerdo de Tijuana
Joseph Wambaugh, Líneas y sombras
Ross McDonald, Dinero negro
Álvaro Mutis, Diario de Lecumberri
Sergio Galindo, La justicia de enero
Parménidez García Saldaña, Pasto verde
Sergio Pitol, El desfile del amor
Rafael Bernal, El complot mongol
Arturo Azuela, Manifestación de silencios
Mempo Giardinelli, Santo oficio la memoria
James Ellroy, Tijuana mon amour, La dalia negra y Requiem for Brown.




A pesar de su título, que no disimula en el fondo una gran ternura, Tijuana la horrible —que rinde homenaje a Lima la horrible, de Sebastián Salazar Bondy, publicado por nuestra editorial mexicana Era en 1964— es un libro que fluctúa entre el ensayo literario, la historia, la antropología social y la sociología de Pierre Bourdieu. Nadie sin un amor fundamental sería capaz de dedicar más de diez años y más de 400 páginas a una investigación sobre una ciudad que ha merecido toda clase de vituperios y maldiciones.
El mito, por lo demás, o la “leyenda negra”, a pesar de funcionar como estereotipos injustos muchas veces derivados del racismo o del prejuicio, siempre tiene un sustento histórico verificable. Entre 1920 y 1933 Tijuana se armó como ciudad gracias a que en Estados Unidos imperaba la ley seca, la enmienda Volstead que no sólo vedaba la fabricación y el consumo de licor sino también los juegos de azar, las peleas de box y las carreras de caballos. Todo esto sumado al hecho de que en California cundía una campaña puritana y moralizante en contra del “vicio” y los placeres mundanos. Los estadounidenses podían preservar su buena conciencia gracias a que acá, de este lado, nacía una ciudad destinada al turismo y a la oferta de juegos, alcohol, opio y prostitutas.
Uno de sus postulados más sorprendentes, pero mejor documentados, es la aseveración de que en realidad Tijuana fue fundada por gángsters. Porque la verdad es que el caserío, la aldea que no llegaba a pueblo hacia l916 —cuando se construyó su primer hipódromo a la vera de río— tuvo sus primeros casinos y cabarets gracias a la inversión de capital norteamericano. Marvin Allen, Frank Beyer y Carl Withington, fundaron la ABW Corporation y pusieron la primera piedra de casinos como el Foreign Club, el Montecarlo y el Molino Rojo, que sólo daban trabajo a empleados estadounidenses. “Vivíamos como extranjeros en nuestro propio país”, llegó a decir Francisco Rodríguez, el Bocabrava, un líder de los trabajadores gastronómicos.
Más tarde, en 1927, en un negocio redondo del gobernador Abelardo Rodríguez, llegaron con una fuerte inyección de capital los tahúres James Croffton, Baron Long y Writ Bowman, y construyeron el casino de Agua Caliente junto a unos manantiales de aguas termales. “Los constructores de Tijuana fueron en realidad los gángsters norteamericanos… influyeron para crear la infraestructura y los servicios necesarios para atender la demanda de los turistas que hacían el viaje hasta Tijuana”, escribe Félix Berumen. Luego entonces fueron ellos, y no los escasos mexicanos empleados, los que ocasionaron la leyenda negra. Despoblada, a la deriva gubernamental en gran parte, Tijuana carecía de comunicación terrestre con el resto del país y de un mínimo de control por parte del gobierno federal. De hecho, los poderes locales estaban en manos de los negociantes que se llevaban las ganancias a los bancos de San Diego.
Así, el desarrollo de una ranchería perdida del noroeste mexicano —que ahora anda en un millón y medio de habitantes— no se explica sin la inversión de capital extranjero proveniente de la delincuencia estadounidense de los bulliciosos años 20.

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