Monday, February 27, 2006

Egoteca

Nació en Tijuana, Baja California, el 1 de julio de 1941.
Estudió derecho y filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México y periodismo en Macalester College (Saint Paul, Minnesota, EU) en 1967.
En 1969 fue corresponsal en Washington de la Agencia Mexicana de Noticias.
Entre 1977 y 1988 trabajó como reportero en el semanario Proceso.
Su novela La clave Morse fue publicada por la editorial Alfaguara.
Su antología de textos críticos sobre Juan Rulfo, La ficción de la memoria, apareció en 2003 bajo el sello de la editorial Era.
En el año 2000 ganó el Premio de Narrativa Colima, otorgado por el INBA y la Universidad de Colima, por su novela Transpeninsular.
En 1977 fundó la editorial La Máquina de Escribir.
En 1994 participó del Sistema Nacional de Creadores y en 1995 obtuvo la beca J. S. Guggenheim.
Ha traducido teatro de Harold Pinter, David Mamet y Leonardo Sciascia.
Escribe en la revista Milenio y en diarios del noroeste de México una columna semanal, más literaria que política: La hora del lobo.



Obra publicada
Novela:
Todo lo de las focas, Ed. Joaquín Mortiz, 1983, dentro del volumen Tijuanenses.
Pretexta o el cronista enmascarado. Fondo de Cultura Económica, 1979.
Transpeninsular. Joaquín Mortiz, 2000.
La clave Morse. Alfaguara, 2001.

Cuento:
Tijuanenses. Alfaguara, 1997. Tijuana. Stories on the border. The University of California Press, Berkeley. Traducción de Debra Castillo. Contiene Todo lo de las focas y cinco cuentos, entre ellos “Los Brothers”.

Antología:
El imperio del adiós. Aldus y CNCA, 2002. Antología de su prosa (cuentos y novelas).
La ficción de la memoria. Juan Rulfo ante la crítica. Era, 2003.

Ensayo:
La memoria de Sciascia. Fondo de Cultura Económica, 1989.
Post scriptum triste. Ediciones del Equilibrista, 1994.
La invención del poder. Aguilar, 1994.
Máscara negra. Joaquín Mortiz, 1995.
Conversaciones con escritores. Conaculta, 2004.

Entrevista:
La máquina de escribir [entrevistas con FC] por Hernán Becerra Pino. Ediciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Cecut, Tijuana, 1997.

* * *

La clave Morse
El hijo cuenta la historia de su padre, un viejo telegrafista. Treinta años después de la muerte de los padres, los tres hijos se ponen a hablar de ellos y descubren que cada uno tuvo una percepción distinta de cada uno. Más que la historia de un oficio en extinción, el de telegrafista, La clave Morse establece el escenario que la memoria reconstruye o inventa desde el juicio implacable de los hijos. Las mismas experiencias —nunca comentadas porque las vivieron juntos— resultan a la vuelta de los años distintas para cada quien: la invención del padre en cada una de las fantasías filiales.


Transpeninsular
El tema es la búsqueda del escritor perdido. Se trata de un trayecto por la península de Baja California y, por el pasado amoroso del narrador personaje, se va dando una superposición de geografías, la de las penínsulas de Baja California y de Italia. Es la historia de Fernando Jordán, un antropólogo y periodista que en los años 50 “descubre” las pinturas rupestres de Baja California y muere en 1956 en La Paz, a los 36 años, aparentemente por suicidio o asesinado.





Todo lo de las focas
Es una novela que sucede en la Tijuana adolescente del narrador personaje, una Tijuana de la memoria, hacia los años 50. El tono es beckettiano y melancólico. Gran parte de las escenas transcurren en una atmósfera enrarecida, delirante, esquizoide. El adolescente se enamora de una mujer norteamericana que llega al aeropuerto de Tijuana en una avioneta amarilla, y que finalmente concentra a todas las mujeres en la vida del narrador: la madre, las hermanas, la primera novia, la mujer. Seres sin definición precisa, intermedios, a medias, anfibios y aéreos, los protagonistas asumen la dilatación del tiempo y el purgatorio de su personalidad fronteriza.
Esta novela fue traducida al inglés dentro del volumen Tijuana. Stories on the border, por The University of California Press, Berkeley. Traducción de Debra Castillo.


Pretexta o el cronista enmascarado
Es la historia de un periodista, Bruno Medina, a quien una oficina del gobierno le encarga la falsa biografía, un libelo, del profesor Álvaro Ocaranza, con el fin de deturparlo. La novela recoge el ambiente de persecución política que se dio en México y otros países de América Latina a finales de los años 60. El drama se exacerba cuando el escritor fantasma, autor del libro anónino, siente que su relación con el profesor Ocaranza se trastoca en una identificación que descompone todo su ser y la vive como una traición al padre. Está también allí el tema de las relaciones entre la prensa y el poder.
Toda la patraña se vuelve para Bruno un problema de identidades, pirandelliano, una traición al simbólico padre y un vituperio del maestro, una forma de autodestrucción vital y literaria, una impotencia para vivir la vida con coraje, entusiasmo, pasión y riesgo. Su sexualidad, su soledad sexual, se desquicia, inútil y empantanada en una angustia onanista. Para su mayor desgracia, toma forma en su imaginación paranoica la posibilidad de que a la postre se le investigue por medio de un método lingüístico de estiloestadística. Conoce el terror cuando descubre que ese método (de policía literaria) en efecto existe y será su aniquilación moral, mental, irreversible, al poner en evidencia el proyecto que nunca había sospechado: el libelo de su propia vida.


La memoria de Sciascia
Es un análisis ameno e introductorio de todas las obras del escritor siciliano Leonardo Sciascia. Se trata de una reflexión sobre la mafia, la sicilianidad, la hispanidad, y las cosas que tenemos en común españoles, mexicanos y sicilianos: el Santo Oficio de la Inquisición, por ejemplo. Versa asimismo sobre la “sicilianización del mundo”, Sicilia como metáfora del mundo actual, y la desaparición del Estado. Contiene además una crónica de viaje por Sicilia y una entrevista con Sciascia.
Para Claude Ambroise, el especialista en Sciascia más importante, “la mejor presentación de la obra de Sciascia es un libro en lengua española, escrito por un mexicano (Federico Campbell, La memoria de Sciascia) que, sin pedantería, pero con precisión y pasión, delínea el contenido de la investigación sciasciana. La pertenencia de Campbell al mundo de la hispanidad le permite dar mayor espesor al aspecto español del escritor siciliano: el crítico mexicano reactiva el diálogo Sciascia-Borges e inserta, actualizándolas en un contexto latinoamericano, las reflexiones sobre la Inquisición y la injusticia”. (Leonardo Sciascia. Opere 1984-1989. A cura di Claude Ambroise. Classici Bompiani, Milano, 1991.)


Máscara negra (crimen y poder)
La sospecha de que la novela policiaca no sólo tiene como tema el de la justicia y la legitimidad política, sino también un universo en donde el poder se funde con el crimen, lleva al autor a tejer una meditación sobre el poder policiaco y la inexistencia del Estado. Ensayos sobre novela policiaca y crímenes reales.



Post scriptum triste
Se trata de un diario literario que adopta como modelo el Journal de Jules Renard o el Diario romano de Vitaliano Brancati: un diario en público. Su tema es el de la impotencia literaria: ¿por qué un escritor realizado deja de escribir y opta por el silencio? Hay una melancolía posterior al acto de concluir una obra, como sugiere el epígrafe del libro: Post coitum omne animal triste.

La invención del poder
Puede entenderse la invención del poder en el sentido en que se dice “el invento del paraguas”, pero también, y sobre todo, como la capacidad que el poder tiene de prefabricación y de inventiva. Es decir, el poder como productor de realidades y ficciones: manos de hierro y tigres de papel, a lo largo de una circularidad no menos teórica que práctica, pues el poder inventa pero al mismo tiempo es inventado.


La máquina de escribir
El volumen, a cargo de Hernán Becerra Pino, antologa veintitrés de las mejores entrevistas que a lo largo de su trabajo literario le han hecho al escritor tijuanense. Entre las obsesiones literarias del entrevistado destacan la aviación, la experiencia del vuelo, la transitoriedad del periodismo, la impotencia literaria, los equívocos de la memoria, el fantasma del padre, la pasión por Italia y la Baja California, la criminalidad del poder y una “Tijuana escrita a mano”.


La ficción de la memoria: Juan Rulfo ante la crítica
Selección y prólogo de Federico Campbell. Antología de cincuenta años de crítica sobre la obra literaria de Juan Rulfo.

Tuesday, February 14, 2006

La verdad sospechosa

¡Y no hay pruebas en contra que
valgan cuando se quiere creer!

—Luigi Pirandello,
Como tú me quieras


Por muy exhaustivas y aparentemente escrupulosas que hayan sido las investigaciones especiales de la PGR sobre el caso Colosio —ofrecidas a la opinión pública en cinco volúmenes que se pueden solicitar a la misma PGR—, de todas maneras quedó flotando la duda entre los mexicanos menos ingenuos. Y es que cuando una comunidad se propone creer en algo —que Salinas mandó matar a Colosio, por ejemplo— no hay manera de sacarla de su creencia. Y las creencias, como se sabe, son más difíciles de cambiar que las ideas o las ideologías.
“Las creencias no se discuten”, dice un viejo republicano en Soldados de Salamina, la novela de Javier Cercas.
Cuando Luigi Pirandello escribió una obra de teatro en los años 30, Como tú me quieras, que en el cine tuvo como protagonista a Greta Garbo, tomó de la realidad el caso Bruneri-Canella. Hacia finales de 1927 apareció en Turín un cierto Mario Bruneri, de oficio tipógrafo, y se hizo pasar por el profesor Giulio Canella, declarado “desaparecido” en la batalla de Nitzopole (Macedonia) en 1916. Estaban los jueces a punto de extinguir formalmente su existencia civil, cuando de pronto la viuda Giulia Canella encaró al tipógrafo y dijo que, efectivamente, era su esposo. (¿Le gustó, se parecía a él ya más madurito?) La corte de Casación pronunció la sentencia definitiva e inapelable del caso en 1930, pero de todas maneras, a pesar de que Bruneri era un timador, la gente siguió creyendo que era el auténtico marido de doña Giulia desaparecido en combate. No hubo manera de sacar ni a la viuda ni a la mayoría de la población italiana de los años 20 de esta “convicción”, acaso porque deseaban, necesitaban tenerla.
En cuanto al caso Colosio, las diversas hipótesis criminológicas —con todo la maleabilidad o manipulabilidad que tiene la materia del delito— no han convencido a la mayoría, aunque la teoría del “asesino solitario” no es mala. O, al menos, es tan buena como todas las otras. Aunque no tan imaginativa y literaria como la que supone la preexistencia de dos complots que se empalmaron: uno de los políticos que entonces se aprovechaban del poder y otro, el de Aburto que actuó como el llanero solitario y se les adelantó.
De hecho, como en casi todos los crímenes, la del demente que no mide la consecuencias de sus actos es una de las más plausibles: todo asesinato es una locura, aunque en el asesinato político —que puede ser uno de los más intelectuales e intencionales— no es improbable que haya método. Nadie es capaz de prever lo que puede acontecer en los laberintos de la mente humana y bajo esa premisa, todo es posible, sobre todo en países como México donde los peritajes criminológicos, muy particularmente los psiquiátricos, son al gusto del cliente: con la misma subjetividad (y dadas las ambigüedades y sutilezas que convergen entre las nociones de normalidad y anormalidad) se puede afirmar que una persona está loca o no.
La misma inconsciencia respecto a los efectos de un acto delictivo por parte de su autor —la muerte probable, la cárcel segura— no es sino un indicio de rompimiento con la realidad, un indicador de orden psicótico. Pero la verdad es que no se ha podido establecer de qué manera está organizado el discurso de Aburto, si su personalidad corresponde, sociológicamente, a ese fenómeno de la inmigración tijuanense —como notaba el profesor Rubén Vizcaíno Valencia— que comporta un desquiciamiento cultural, entre el hambre y la maquila, entre la ilusión estadounidense y la miseria local, o si su caso –el de Aburto— es más bien el de una personalidad fronteriza en un sentido más psiquiátrico que geográfico-político, un estado intermedio entre la salud y la locura (borderline states, les llaman), con sus intervalos lúcidos y muchos y prolongados tiempos de serenidad, de pericia, de teatralidad y de malicia.
El caso es demasiado complejo como para dejarlo exclusivamente a la sola imaginación de los abogados penalistas —muy brillantes todos ellos, muy competentes— que fueron invitados a formar parte de las “comisiones”. Hay un prejuicio cultural —hijo del autoritarismo científico— que quiere suponer que sólo los penalistas pueden conocer del delito y de los vericuetos por los que circunvoluciona una mente asesina. Pero con esa superstición las cosas suelen amorcillarse.
Habría que tener la humildad de escuchar a la madre de la verdad, es decir, a la historia: casi todos los magnicidas han sido jóvenes. Gabrilo Princeps tenía 19 años cuando mató al archiduque austrohúngaro en Sarajevo en 1914. Oswald no cumplía aún los 25 cuando —dicen— asesinó a Kennedy. Aburto sumaba 23 años de vida en el momento en que ultimó al sonorense en un escenario muy parecido al del homicidio de Robert Kennedy, cometido por Shiram Shiram, que no llegaba a los 30 años. El asesino material de Francisco Ruiz Massieu, sin ser un magnicida técnicamente hablando, apenas contaba con 29 años, edad a la que todavía muchos llevan su adolescencia a cuestas.
Jean Giono, le gran escritor francés, cuando escribe el prólogo a El Príncipe, de Maquiavelo, en las ediciones de La Pléiade, infiere a partir del texto del florentino la racionalidad del asesinato político: por qué se decide, qué efectos calculados tiene, de qué manera opera como una inversión de capital político que provoca todos los reacomodos, o sea, que predispone toda una nueva composición de poder. Este tipo de meditaciones podría estar en la mente de nuestros penalistas si se salieran un momento, al menos por curiosidad, de la camisa de fuerza que puede ser su celosa especialización o el temor a la verdad
Con toda la suspicacia que se tenga, con toda la natural desconfianza en las diferentes pandillas políticas, no se ha podido abonar una mejor hipótesis que la del asesino independiente. Por sospechoso que sea Salinas, por todo lo que da su personaje y su biografía más remota, es un hecho que no se ha sabido mucho más de lo asentado en actas. Y en México, ya se hubiera sabido algo en diez años. Siempre se sabe.
Y no es que la gente de Tijuana sea muy chismosa, pero sí es muy comunicativa: los descendientes de la Tijuana interna, las viejas familias, los nativos, viven entre vasos comunicantes que sólo se dan en los pueblos chicos. Hablan mucho entre sí los tijuanenses cuando esperan en sus carros más de una hora para pasar la línea rumbo al otro lado. Se cuentan todo. Por ociosidad, por aburrimiento, por su propensión placentera al chisme. Todo mundo se conoce. Va uno a pagar el agua y el empleado de la caja resulta haber sido compañero de la primaria o alumno de su mamá. Y en esa lógica comunitaria, uno puedo conocer al Chato o al Toliro que han trabajado toda la vida como agentes de la judicial y siempre cuentan cómo estuvo el abarrote. Siempre se sabe, a la larga. Se van atando cabos.
Y del caso Colosio no se ha sabido nada en esa esfera íntima de la comunicación tijuanense (algo ya se hubiera sabido), así como sí se saben pelos y señales de cómo estuvo que mataron a Héctor Félix Miranda los pistoleros de Jorge Hank Rhon, que por cierto gozó de la impunidad sexenal que le concedió Carlos Salinas de Gortari. Quién sabe. Dios dirá. El caso es que desde que los colaboradores de Salinas y sus hermanos dejaron el poder, terminó en México ese estilo de asesinato político.

Memorias de box y lucha

Hace unas noches vi en un canal una pelea del Púas, Rubén Olivares: la del 24 de noviembre de 1974 en Los Ángeles, contra Alexis Argüello. El pugilista mexicano perdió el título pluma por knock out, pero dio una de las batallas más dignas y admirables del boxeo mexicano. Su combatividad fue la de un guerrero, un caballero águila, en ese campo simbólico de la guerra en que se han convertido el box y el futbol. Me conmovió mucho la persistencia y la valentía de Rubén y pensé en el origen y el destino de estos luchadores por la vida que se forjan en las calles de la gran Tenochtitlan. Rubén perdió pero salvó la casta de los mexicanos.
Tal vez con la edad tiende uno a volverse sentimental. Dicen que cuando se empieza a fijar en los árboles ya se está volviendo viejo. A mí me asombran los yucatecos de Hermosillo, los laureles de la India de Yucatán y La Paz, los eucapiltos, los liquidámbars, los truenos de la colonia Condesa (alfombradas sus calles de jacarandas lila), y los pirules de Tijuana. También cambia uno en relación al box. Hoy en día ya no soporto una pelea, por mucho que la enfríe la imagen televisiva y no sienta uno, como en ring side, las salpicaduras de sangre. No lo aguanto porque me parece una carnicería y un ejercicio del sadismo y la crueldad. Por eso entiendo que El País, el periódico español, tenga vedada en sus páginas cualquier información o fotografía sobre ese tráfico de juventudes y de apuestas entre mafiosos en que se ha metamorfoseado el pugilato. Pero antes, en la memoria del boxeo, es en cierto modo algo distinto lo que sucede. Tal vez la edad del Púas sea la misma de muchos mexicanos de mi generación y, como su sucede en relación con los actores (Brando, De Niro, Pacino, Keitel, Finney) uno va dejando de ser joven junto con ellos. Y por tanto no puede uno evitar cierta simpatía y cariño por esos congéneres que nos espejean.
No a todo el mundo le gusta el box y ni los toros. Pero, como explican los andaluces, hay algo estético y estremecedor en las faenas de la plaza (aunque muchos sólo asistan para ver a qué horas cuernan al torero). También en el ring. ¿Cómo olvidar la maestría de un boxeador como Salvador Sánchez, la perseverancia y el rostro desfigurado de Daniel Zaragoza, la máscara que le ha esculpido el combate por la sobrevivencia? Me parecen seres mucho más respetables e íntegros que los políticos.
En Tijuana, hacia los primeros años de los 50, leíamos la revista Box y Lucha (y también hojeábamos u ojeábamos el Vea y el Vodevil, los fotograbados de nuestra iniciación erótica, todavía a medio vestir las muchachas, sugerentes, lejos de la ginecología en que han devenido ahora las publicaciones de mujeres desnudas). Y con Box y Lucha me puse a recortar enmascarados y a confeccionar un álbum con papel de estraza que me regalaba Ernesto Valenzuela, propietario de la tienda El Yaqui allí en la cuadra. Nunca imaginé que allí empezaría mi vocación de editor, con la que me he ganado muchas veces la vida (en Mundo Médico, en la imprenta Madero, en Siempre! y en Proceso, donde hice 22 libros).
El caso es que una vez, como a los 13 años, empecé tirar guante contra una pera loca que me regaló mi tío Felipe Naranjo, esposo de mi tía Chava, y unas guanteletas para darle al costal de arena que tenía yo colgado de una higuera detrás de la casa. Luego me volví un fanático del Santo de y de Black Shadow, a quien, ya desenmascarado, lo conocí en persona en la plaza de toros de Tijuana y me dio un autógrafo: Alejandro Cruz, que ponía en vertical su rúbrica.
Una de esas noches del verano sobre el trópico de Cáncer me hice de una máscara del Santo. Construimos un ring de aserrín y una lona en la casa de los Valenzuela, por detrás del callejón. Y se anunció mi lucha contra el Ito Martínez. No aparecía yo y el Ito ya estaba en su esquina. Se estaba impacientando la gente porque suponían que había yo huido del compromiso. Pero es que estaba dejando pasar unos minutos para crear expectación. De pronto me subí por una barda del callejón y me lancé enmascarado y con una capa de toalla larga grisplateada, como las que usaba el Santo. Levanté los brazos e hice mi aparición en el ring por la vía aérea. Mis hermanas no sabían si reírse o
llorar. El caso es que me quité la capa y me enfrenté al Ito Martínez. Me puso una tunda que me retiró para siempre de los cuadriláteros. Me movió la máscara y empecé a ahogarme. Luego me dio en el pecho con unas patadas voladoras y caí, como Rubén Olivares, con el hueco bucal de la máscara rasgándome la nariz ensangrentada. Pedí a gritos que me trajeran unas tijeras para cortar la máscara por detrás y permitirme respirar otra vez.

Play ball en la Puerta Blanca

A Raymundo Zonta, in memoriam

A no ser por los play offs de las Liga de la Costa que se disputan los Naranjeros de Hermosillo y los Mayos de Navojoa en estos días, parece en el DF y en el sureste fuera de temporada ponerse a hablar de beisbol, pero el libro de Eugenio Carrasco, Play ball en la Puerta Blanca, me ha puesto a pensar en el profesor Zonta.
Era un hombre extremadamente serio, triste, que caminaba cabizbajo. Era hijo de otro beisbolista de origen siciliano, Stefano Zonta. Nosotros teníamos catorce años y nos daba clases de educación física –salto triple, cien metros— en la pista del galgódromo del casino de Agua Caliente, hacia 1953, donde tenía su asiento la secundaria de la Poli. No hablaba, mucho menos con unos chamacos ignorantes del pasado, pero sabíamos que gozaba de cierto prestigio deportivo. Fantaseábamos con que había estado en las Olimpíadas en los años de Joaquín Capilla y Alberto Isaac.
Esta historia del beisbol en Tijuana tiene su gran momento en los años 40, recién terminada la Guerra. El nivel de los peloteros no era bajo: los Potros de Tijuana jugaban en una liga internacional. Primero la Sunset y luego la Liga Arizona-México. En la página 100 del libro del Gene Carrasco, que de niño fue batboy de los Potros, destaca la fotografía de un muchacho de unos 26 años cuyo pie, abajo a la izquierda, dice: “Raymundo Zonta, Mr. Homerun, el primer pelotero profesional de alto poder en Tijuana. 1950.”
Viste el uniforme gris de los Potros, de pantalones anchotes y holgadas mangas, y sonríe bajo la visera de una cachucha guinda en la tercera base del estadio de la Puerta Blanca.
La imagen me vino a redondear la gloria juvenil del melancólico profe, del que sólo supe después que se había sacado la lotería, se había casado y murió de un infarto antes de los cuarenta años. Cuentan que se paseaba en un buick convertible por el bulevar Agua Caliente.
Eran los tiempos en que aún no se toleraba jugar a peloteros negros en Estados Unidos. De ahí que de pronto comparecieran entre los Potros beisbolistas excluidos de las ligas mayores. Sólo hasta 1950 Jackie Robinson hizo historia al entrar de tercera base –y no de segunda, como escribe Carlos Slim en Letras Libres— con los Dodgers de Brooklyn.
Y esta revelación de la memoria palimpséstica me remitió al romanticismo infantil de la palabra escrita asociada al beisbol. Los cuentos de Daniel Sada (“Cualquier altibajo”), Sergio Ramírez (en Clave de sol, “Juego perfecto”), Gerardo de la Torre y José Agustín (Cerca del fuego, “Juego perfecto”), se emparientan con los más célebres de Ring Lardner, sobre todo con “Horseshoes” (suertudo, chripo), que es una obra maestra sobre la rivalidad entre unos amigos del mismo pueblo de Michigan. (En su traducción al español, Campeón, la editorial barcelonesa Montesinos quitó este cuento porque los españoles y los argentinos no entienden de beisbol.)
En las zonas beisboleras, como en el valle del Mayo o en la región del Caribe, la jerga del juego entra en el lenguaje de la vida cotidiana (“le robaron las señales”, “está en tercera base”, “se voló la barda”, “llegó de pisa y corre”) y los adultos empatan el juego con su infancia y la relación con los tiempos de sus hijos chavalitos. Y no se diga en Estados Unidos, donde abundan las metáforas: “El rico nació en tercera base, pero cree que metió un triple.”
También en los sueños se ilumina el campo de pelota: uno siente que abanica la brisa o que mete un hit, que se barre safe en segunda o que se le cae la bola. La símbología del triunfo o del fracaso es evidente.
En las novelas de Paul Auster y Don
DeLillo el beisbol es un tema obligado: toda la primera tirada de Underworld, de Don DeLillo, tiene como leit motiv una pelota de beis. En La invención de la soledad y Mr Vértigo, Paul Auster recuerda el estadio Polo Ground (donde jugaban los Gigantes de NY). y a los Gigantes de Nueva York. Hay una escena en la que su padre va a comprarle al niño un guante pero se pelea furioso con el vendedor y no lo compra. Su hijo vive una tragedia.
Pero tal vez las líneas de beisbol más estremecedoras de la novela norteamericana estén en The Catcher in the Rye, de J. D. Salinger. El joven Holden Caulfield escribe una composición literaria sobre el guante de su hermanito de trece años para hacerle la tarea a un compañero:
“Era un guante para la mano derecha porque mi hermano era zurdo. Lo bonito es que tenía poemas escritos en tinta verde en los dedos y la cesta del guante. Allie los escribió para tener algo que leer cuando esperaba en la soledad del jardín central y nadie estaba al bat. Ahora Allie está muerto. Murió de leucemia el 18 de julio de 1946.”

La toma de Tijuana

Como es una creencia, y sobre
las creencias no se discute…
—Javier Cercas, Soldados de Salamina



Históricamente se ha demostrado que la toma de Tijuana el 9 de mayo de 1911 no fue obra de “filibusteros” que pretendían apoderarse de la Baja California para anexarla a Estados Unidos sino de un grupo de 220 revolucionarios dirigidos por Ricardo Flores Magón desde Los Ángeles al proponer una opción política armada tan viable como la de Pascual Orozco o la de Francisco I. Madero. Sin embargo, el pasado 10 de marzo Tijuana fue declarada oficialmente “ciudad heroica” por el Congreso del Estado de Baja California en honor y en memoria del grupo de defensores —voluntarios y soldados porfiristas acantonados en la plaza— que combatieron y expulsaron el 22 de junio de 1911 a los invasores “anexionistas”. La iniciativa —presentada por la Sociedad de Historia de Tijuana— fue aprobada primero por el cabildo tijuanense y después por el congreso estatal.
A casi cien años de los acontecimientos de 1911 —que, por lo demás, según el historiador Lawrence Taylor, reforzó el sentimiento de nacionalismo e identidad cultural entre los habitantes de la región, tan deshabitada y alejada del centro federal— la polémica entre la historia oral y la historiografía documental sigue en pie. No pocos siguen creyendo que se trató de una invasión extranjera y otros que no. Entre estos últimos se encuentran historiadores profesionales como Jacinto Barrera Bassols, Aidé Grijalva, Lawrence Taylor, Roselia Bonifaz de Hernández, David Piñera Ramírez y, sobre todo, Pablo L. Martínez (Historia de Baja California, en edición reciente de la Universidad Autónoma de Baja California), y el estadounidense Lowell L. Blaisdell (La revolución del desierto. Baja California, 1911. Edición de la SEP y la UABC, 1993).
El sitio duró cuarenta y cuatro días: del 9 de mayo al 22 de junio de 1911.
Los 220 hombres de a caballo tomaron la aldea, colocaron una bandera roja en el centro, saquearon las tiendas, se apostaron en sus techos de madera, y como en una película de Griffith se dejaron contemplar por los curiosos que en las colinas de San Ysidro se aglomeraban con sus taburetes y sus canastas de bocadillos y cervezas para contemplar desde allá, a veces con binoculares, el espectáculo vivo de la guerra. Varias escaramuzas se entablaron entre la línea internacional, la calle Olvera (hoy avenida Revolución) y la esquina de la calle Segunda y el callejón Argüello. Hubo escaramuzas y finalmente una batalla: la de Agua Caliente, en la que los magonistas fueron derrotados y expulsados, los sobrevivientes, a Estados Unidos.
La presencia en el teatro de los acontecimientos de ciertos agentes provocadores, como el comediante norteamericano Dick Ferris, fue la que propició el malentendido de que los “filibusteros” se proponían crear una república independiente de México en Baja California o bien un nuevo estado que se anexaría (siguiendo la experiencia texana) a la Unión Americana. La sospecha cundió porque en el pasado hubo varios intentos anexionistas y porque también, junto a la de los insurrectos, la bandera estadounidense llegó a ondear sobre el pueblo.
Los personajes sobresalientes de la toma de Tijuana son:
Jack Mosby, militante político.
Caryl Ap Rhys Pryce, técnico militar, inglés, probable soldado de fortuna, excombatiende en la guerra de los Boers en Sudáfrica.
Joe Hill, cantante escandinavo, a quien Joan Baez compuso una balada.
Dick Ferriz, actor profesional.
La confusión y los equívocos que aún subsisten pueden también deberse a una impostura histórica. Hubo un intento consumado de falsificación de la historia —a partir de una creencia— en Baja California heroica, de Enrique Aldrete, y en otro libro encargado por el coronel Esteban Cantú a Rómulo Velasco Ceballos: ¿Se apoderará Estados Unidos de Baja California? La invasión filibustera de 1911.
Hacia 1920, año en que se publicó el libro de Velasco Ceballos, los defensores de Tijuana pasaron la factura de su patriotismo: fueron considerados héroes de la Patria, condecorados por el Congreso de la Unión, y beneficiados con un reparto de tierras para veteranos de la Revolución en el valle de Mexicali.
En Panorama histórico de Baja California, publicado por la UABC en 1984, el historiador David Piñera Ramírez llega a la conclusión de que el movimiento de 1911 tuvo un sentido revolucionario de orientación anarquista: “No se puede calificar de filibusteros a los floresmagonistas, ni atribuirles que estuvieron en connivencia con el gobierno de Estados Unidos, o con particulares norteamericanos, para anexar Baja California a dicho país.”
Explica que los Flores Magón perdieron el control del movimiento, lo que propició que se infiltraran aventureros o “soldados de fortuna”, como Caryl Rhys Pryce y Dick Ferris, que sí constituyeron un peligro para la integridad del territorio nacional. Y añade, salomónico, lo siguiente:
“Quienes combatieron a los floresmagonistas, al advertir que entre estos figuraba una considerable número de extranjeros, tuvieron la convicción de que peleaban en defensa de la Patria, por lo que merecen nuestro respeto.”
Así, la historia oral a veces se va imponiendo como verdad histórica sin haber llegado a serla, porque procede y se tiende a través de fantasías y creencias. Y nada hay que cambie a la gente cuando se propone creer.

Tijuana en al corazón

No es lo mismo ver con unos ojos de quince años que con unos de sesenta y cuatro. La mirada de la gente mayor puede parecer más serena y aguda, pero la contemplación de los jóvenes que andan entre los doce y los quince años (la etapa de la escuela secundaria) casi siempre resulta más fresca, imaginativa y espontánea. Sus respuestas simples son una cápsula de información simbólica pero también una semilla: la visión que habrá de fructificar en los años sucesivos al empalmarse en el futuro la fantasía infantil con la realidad efectiva de las cosas.
Por eso yo en lo más íntimo (nací en Tijuana en 1941, así que imagínense mi edad) me siento como punto de referencia simplemente —y no por otra cosa— por el transcurso del tiempo que me permite comparar las impresiones de mi infancia con las de los jóvenes del siglo XXI.
Hacia 1956 Tijuana era no un pueblo ni mucho menos una ranchería pero sí una ciudad pequeña, de unos 60 mil habitantes. No era difícil tener el mapa completo de la ciudad en la cabeza: el centro y el rumbo de la Puerta Blanca, donde estaba el panteón y el campo de los Potros; las colonias de los cerros, la Libertad, la Independencia, la Morelos. Y hacia el Este, recorriendo el boulevard uno avanzaba hacia la presa Rodríguez y Tecate, pero antes de llegar al confín de Tijuana uno podía distinguir muy bien el centro escolar donde estuvo antes el Casino de Agua Caliente —convertido en escuela desde 1939— y las inmediaciones del Hipódromo haca el sur.
La Tijuana que ustedes viven es inabarcable. El gran conglomerado —la mayor parte de Tijuana con sus casi dos millones de habitantes— se desplaza del centro a la periferia y en dirección Suroeste y ya no se encuentra tanto en el centro histórico del primer trazo urbanístico. No puede crecer la ciudad hacia el norte porque allí está la línea. No se ensancha hacia el Oeste porque por allí triunfa el vasto océano, pero la mancha urbana se encamina hacia el Suroeste, hacia Tecate y el Valle de Las Palmas, alrededor del cerro Colorado y El Florido que acoge ahora a cerca del 70 por ciento de la población.
La primera composición de lugar que se hacen ustedes —a los trece, catorce años— tiene el valor del golpe de vista o la primera impresión. Pueden acertar en sus apreciaciones: ver la línea divisoria como un cruce de caminos, distinguir la pulcra supercarretera del otro lado y el descuido urbano de las calles que, del lado mexicano, se disparan hacia los cerros. O pueden ustedes, desde la subjetividad más natural, equivocase y confundir la ciudad de Tijuana con el país, México, o el estado, Baja California. Lo cierto es que siempre es un acá a diferencia del allá que se barrunta como una ilusión o como un monstruo intimidatorio y sin rostro.
Alguien dice: “Tijuana es una poesía y es de color rojo perverso, por tanto muerto que hay.” Basta la alusión a la sangre para señalar el lado oscuro y doloroso de la comunidad.
Casi todos ustedes reconocen el terruño y la primera expresión es el afecto: el cariño por la ciudad y hasta el celo ante los juicios ajenos y los estereotipos que desde afuera se elaboran sobre la ciudad de la “leyenda negra”, del narcotráfico y de una criminalidad sorda y anónima que no tiene freno e instaura su beligerancia en cualquier rumbo, al azar.
La querencia, el amor al pueblo, la declaración de fidelidad, comparecen antes que cualquiera otra estimación, por negra que sea:
“Es mi lugar de origen, donde hay mucha drogadicción, corrupción, vandalismo y alcoholismo, porque ves a algún lugar en la calle y ves niños, adolescentes y adultos drogándose, bebiendo, haciendo corrupción con los policías y los cholos robando cosas.”
Desde otro punto de vista, Tijuana “es la tierra que me vio nacer, es pasión de vivir cada día… Tijuana son campos abiertos al resplandecer del día, a Tijuana la llevo dentro de mi corazón…”.
Desde este mismo lado de la generosidad, “Tijuana es el refugio de todas las personas que vienen de México”.
¿Qué significa ser tijuanense? No importa si se nació o no en la ciudad. Uno es del lugar en que vive y ha elegido o en el que va a morir. Uno es del lugar donde lo quieren.
“No nací aquí. Yo vengo de un lugar más rural. Aquí en Tijuana hay mucha gente, autos, edificios, la vida es menos tranquila.”
Pero también es cierto que en las más elementales opiniones que expresan todos ustedes tampoco es posible —luego de refrendar el amor y la ternura por la ciudad e incluso por el barrio- disimular el miedo: la percepción de que algo en el ambiente presupone la violencia indiscriminada que a cualquiera le puede tocar. Ese terror no es diferente al que sentía yo antes de los catorce años cuando iba solo al cine Bujazán o al Zaragoza y no veía tranquilo la película. Tanto dentro del cine como en las calles amagaba siempre la presencia de los pachucos. Y uno no podía defenderse. Tenía que pertenecer a algún club o a una pandilla.
También, por otra parte, teníamos la fantasía de que “al otro lado” la vida era más digna de ser vivida, que allí sí se respetaba a la gente, que los policías no abusaban. Lo mismo dicen algunos de ustedes: “Me gustaría vivir en el otro lado porque allá puedes salir solo a la calle de noche y no te pasa nada.” Ya entonces vivíamos la zona de Tijuana y la de San Ysidro y Chula Vista y San Diego como un solo territorio, sin contar la frontera, como nuestro espacio en el que no contaban las demarcaciones políticas. Oíamos indistintamente el hit parade de las radiodifusoras del sur de California tanto como la tambora de las estaciones tijuanenses. Nuestras guerras fueron la Segunda Mundial, la de Corea y, años más tarde, la de Vietnam. A ustedes les tocó ser contemporáneos de la guerra del Golfo y de la invasión de Irak.
Por otra parte, la opinión más generalizada —entre ustedes, me parece— es que la muerte puede estar a la vuelta de la esquina o provenir, encarnada en los sicarios del barrio Logan, del otro lado. Porque esta observación no sólo se comparte con los amiguitos del barrio o del salón escolar; también se va abonando con las imágenes televisivas de los noticieros. Porque nunca como ahora —no era así en los años 50— había tal presencia de la televisión en los hogares. Si ahora las nuevas generaciones, como la de ustedes, viven con naturalidad la expansión planetaria de internet, en los años 50 y 60 todavía le encontrábamos un sentido al telégrafo y a los periódicos impresos.
“Hay menores que cometen delitos como los adultos”, piensan unos y, en su concepción natural de la justicia, no saben si debe castigarse por igual a un adulto que a un menor. Sin embargo, siento que en el fondo de su alma prevalece una noción fundamental de la justicia: no hacerle el mal a nadie.
“Para mí la justicia es no cometer fraudes y no abusar de otras personas.”
Para unos los drogadictos son “criminales o enfermos”, pero para otros “sólo lo hacen por diversión; o tal vez porque no tienen otra forma de calmar su dolor. No son criminales porque ellos mismos se están matando.”
¿Y la frontera qué es? ¿Cómo la ven? Es una zona intermedia o de intermediación.
“Para mí la frontera es como un suicidio. Requieres cruzar para el otro lado y a los días llega un recado diciéndote que tu familiar está muerto.”
En mis primeros años la frontera era la línea: la garita y los agentes, el paso a San Ysidro. Todo pavimentado. Sin embargo, veo que también asocian ustedes la frontera con la muerte; siento que para ustedes la frontera es el desierto. ¿Por qué, si los cerros visibles en el otro lado no tienen la aridez del desierto?
La frontera es algo que divide, a los dos países, a las dos ciudades, a los seres humanos. La frontera es un tajo, una cortada, una herida, una cicatriz (según dijera alguna vez Carlos Fuentes). También es una esperanza y una fuga. La frontera es la atracción por lo desconocido y una aventura. Sólo los más intrépidos la rebasan.
“Tal vez sea necesaria la frontera para evitar el paso de los terroristas, porque desde el 11 de septiembre del año 2001 esto ya no es lo mismo.”
Entre aquellos de ustedes de un poco de más edad
—de tercero de secundaria, por ejemplo, entre los trece y los quince años— me parece que el modo de sentir y pensar la ciudad empieza a ser más elaborado. Abundan en detalles. Se demoran en ideas más abstractas y sugieren, por ejemplo, que “sin el sentido de la frontera no podríamos entendernos; no podríamos ni siquiera hablar"”
La frontera nos define por contraste, y la relación yo-ellos se fija con total claridad desde un principio. No por el hecho de vivir en Tijuana se aprende inglés automáticamente. Hay que estudiarlo en la escuela particular o a solas, de manera autodidacta. Y vienen después conceptos más redondeados:
“La pulcra autopista que conduce de San Diego a la frontera se convierte al pasarla en la polvareda de la avenida Revolución. Por eso es una frontera urbana. Si ampliamos su visión. El desierto de Sonora no se diferencia del desierto de California.”
Muchas de sus creencias se forman en la mesa familiar, en el patio de recreo, en el aula, en la calle y en la televisión. También los mitos: la fantasía que de generación en generación se transmite por la historia oral: el mito de que “es la ciudad más visitada del mundo”, cuando sólo es la línea divisoria más cruzada del mundo. No se puede catalogar como turista a un trabajador de la colonia Libertad que todas las mañanas, a las cinco, cinco veces a la semana, cruza hacia el otro lado y regresa por la misma garita a las seis de la tarde. O el improbable mito de la “tía Tijuana” que compite, por su origen histórico, con el nombre indígena de un poblado: Tijuán.
Extrañamente, no hablan ustedes del mar. Como si vivieran muy alejados del Pacífico. Parecen vivir tierra adentro: ensimismados en el drama pero también en la devoción que significa acompañar a Tijuana en un tramo de su historia.







Arte y voces
Cada mirada es un mundo y para unos estudiantes como ustedes las pintas en los espacios públicos, especialmente las que se reconocen como graffiti, son una agresión visual al transeúnte y a toda la ciudad. Para otros son un grito de protesta legítimo y para otros más son la expresión de una sensibilidad artística.
Para unos los graffiti aparecen de pronto en la mañana, decorando o manchando las bardas o las paredes de los edificios; son una expresión plástica libre y espontánea. Para otros en cambio, no son sino mensajes en clave y de guerra, demarcación de territorios, “rayones” que adoptan la forma de la tipografía chola y recogen afrentas entre pandillas o juramentos de venganza. Se asocian, pues, con la delincuencia.
Esta concepción negativa —más que la que reconoce en los rápidos dibujos y en las estilizadas letras un deseo o una necesidad de manifestar una emoción o una
idea— es la que predomina entre los más jóvenes que ven en los graffiti un gesto del “vandalismo”, la ilegalidad y el desafío a los ciudadanos.


Mi casa en la frontera
Se dice que en la infancia cualquier ciudad es el paraíso. Sin embargo, la mirada de los jóvenes no se engaña a sí misma ni engaña a los demás; abarca las cosas y malas, con todos sus matices. Esa mirada puede también ser muy crítica.
Los propios puntos de vista sobre la vida en la frontera pueden confrontarse con los demás miembros de la familia. Allí, en la mesa familiar o en el cuarto de la televisión, se va aclarando una cierta sensación de la ciudad. No en todos los hogares predomina la tranquilidad, la armonía. Muchas casas hay tensiones y disgustos, pero el trabajo en la vida cotidiana, en el ir y volver de todos los días, reconfirma la necesidad del convivir en grupo.
La ciudad y la frontera parecen, en la visión de los jóvenes, palabras intercambiables. Son una y la misma cosa.
La frontera no parece ser la mera línea divisoria, la alambrada, el bloque de concreto custodiado por agentes. La frontera es el desierto de Sonora y Arizona, los cadáveres picoteados por lo pájaros, los garrafones de plástico vacíos y la muerte por sol.
Vivir o sobrevivir en la frontera representa vivir en el umbral, entre una cultura latina y una anglosajona, entre dos o más credos religiosos, entre la opulencia y la escasez. Entre la noche y el día, entre la lucidez y la locura.


De todos y de cada uno
No pueden ustedes utilizar categorías como “bonito” o “feo” cuando se trata de calificar al terruño. Predomina la querencia sobre el barrio, la escuela, el cine de la colonia, el campo de beisbol. Porque ninguno de ustedes ve a Tijuana desde afuera. Viven en Tijuana como dentro de su propia piel. Tijuana es la casa, la calle, el patio de recreo, el tránsito automovilístico ensordecedor. Tijuana es la escapada hacia la playa por la carretera a Rosarito, el sábado, el domingo, o en los días de verano. Pero Tijuana también son los amigos, los camaradas del barrio en los que se resguarda el adolescente solitario para su defensa y para su sobrevivencia entre las pandillas extrañas. Tijuana es la mesa familiar, la leche tibia, el calor de la cama, la madre. Eso: Tijuana es la madre protectora y exigente.
Aquí les tocó vivir. Y desde aquí se organiza su mirada. Desde aquí empiezan ustedes en esta vida y en este mundo a hacer su primera composición de lugar. Su asombro. Su interpretación de la vida. Desde aquí —en este punto del planeta, sobre el paralelo 32— empiezan a plantearse las primeras preguntas.


Parte de un rompecabezas
La violencia en Tijuana suele ser un elemento de zozobra en la vida diaria de la ciudad. No es posible no verla ni sentirla. Allí está, latente y previsible. Si no pocos entre ustedes captan la ciudad como un rompecabezas es porque en el fondo intuyen que hay innumerables Tijuanas, a veces tantas como la mente que las reconstruye e inventa. Cada Tijuana depende del estrato social y de la edad que tenga el observador.
El sentimiento de solidaridad les viene a ustedes de la compasión, del deseo de no juzgar ni condenar a nadie. Ciertamente tienen una conciencia del peligro, pero también la convicción de que no toda la gente es perversa. No falta quien vea en los drogadictos un impulso hacia la autodestrucción o una forma de evadir una realidad insoportable. Aquí se pone de manifiesto un sentido de la tolerancia y el respeto.
Ni infierno ni paraíso, Tijuana suscita pasiones e ilusiones, que se traducen en frases lapidarias.
La percepción que tienen ustedes de la frontera es muchas veces de injusticia. La indignación y la impotencia promueven asimismo la fantasía de que “al otro lado” no hay corrupción, los policías son insobornables, y que se puede dormir con las puertas abiertas. No es raro que estas creencias choquen con el muro de la realidad y que también se evidencie que “al otro lado” puede imperar la violencia y el crimen. Tanto como acá.
“La justicia es un valor que consiste en darle a cada quien lo que merece.”
Como “es una de las ciudades más visitadas del mundo, se dan muchísimas situaciones de injusticia”.
Tal vez la asimilación del desierto a la frontera provenga de los mensajes televisivos o de las primeras páginas de los periódicos. Debido a la proliferación de los medios audiovisuales (la radio, la televisión) ustedes, estudiantes de secundaria, se saben también habitantes del planeta (parte de los más de 6 mil millones de terrícolas) y entienden la situación de Tijuana en el contexto internacional. Tijuana no puede aislarse, por ejemplo, de los peligros que comporta el terrorismo contemporáneo, el drama de la emigración, la violencia del narcotráfico y la insensibilidad de los políticos.


Hacia el futuro
La palabra impresa permanece, como si fuera grabada en lanchas de bronce. Por eso las ilusiones plasmadas por ustedes en este libro permitirán ver si adivinan en lo esencial el porvenir.
Cuando yo tenía 14 años, en 1955, podía abarcar con la mirada la ciudad de las colinas o de las colonias como la Libertad, la Independencia, la Morelos. Pero en ese entonces la ciudad no se desbordaba más allá de los cerros y el aeropuerto. La teníamos en la cabeza como un mapa mental muy bien dibujado y nunca imaginábamos que al remontar el siglo XXI nuestra Tijuana pequeña, pueblerina, de no más de 60 mil habitantes, llegaría a ser una megalópolis de 2 millones de tijuanenses.
Cuando me fui a Hermosillo en 1957 a estudiar la prepa, me llamó la atención el que los hermosillenses no se estuvieran preguntando a cada rato cómo y qué era su ciudad. Esta propensión a la historia propia y a la pregunta sobre la ciudad es una tendencia muy particular de los tijuanenses. Tal vez porque la ciudad se compuso con mexicanos de todas las regiones: una fusión enriquecida con todas las culturas. Por eso a veces Tijuana parece (en algunos de sus barrios) tapatía o michoacana (en sus fondas y en su cocina) o bien sonorense o sinaloense. Tijuana es la fundición sentimental y lingüística del Noroeste.
Hay en muchos de sus opiniones una esperanza: la ilusión siempre de viajar, de salir a otros mundos y completar la aventura de la vida. Punto de partida, Tijuana es el lugar del planeta Tierra donde se opta por la vida y se consigue la seguridad indispensable para navegar hacia el futuro desconocido. El tijuanense siempre está preguntándose ¿quién soy?, ¿qué es Tijuana?, ¿cómo nos ven los otros?

Tijuana en la niebla

Tomo la carretera a Rosarito:
campos amarillos de mostaza silvestre,
mar de fondo, chasises oxidados y
carrocerías de un naranja rugoso y mate.
¿Cuántas veces he tomado esa carretera?
¿Cuándo he salido de ella? La carretera
de Rosarito sólo es el nombre entre el
mar y yo. Acabar con la memoria es
innecesario.

—Luis Cortés Bargalló


Es necesario haber nacido en la región tijuanense para no olvidar nunca que en la costa bajacaliforniana, a ciertas horas del amanecer o en cuanto se hace de noche, el océano Pacífico suelta su niebla, “un alma que huye y toma cualquier forma”, como acota Luis Cortés Bargalló en uno de sus poemas. También en las partes bajas de Tijuana, entre sus calles y avenidas “discurre la niebla”, un “ruido blanco” que, por el transitar a ciegas, vuelve londinense el bulevard Agua Caliente.
El poeta (nacido en Tijuana en 1952) coincide con un lector que conoce sus territorios, los médanos, los acantilados, los “campos amarillos de mostaza silvestre” a los lados de la carretera de Rosarito: “chasises oxidados y carrocerías de un naranja rugoso y mate”. Cuando rememora, el niño que fue y ya no es y que desapareció sin morirse, agradece la devastación del antiguo casino en ruinas: la casa materna, los búngalos de Agua Caliente en los que habitaban sus padres, profesores del instituto allí instalado. Porque nació y creció en espacios, jardines, palmas datileras que fueron de un casino, ahora en ruinas. ¿Qué se sentirá crecer, jugar, saltar entre los parques, ir a la escuela, zambullirse en la piscina de un casino de híbrida arquitectura californiana y andaluza?
“Cuando regreso a Tijuana me planto entre los escombros de la vieja casa familiar junto al Minarete.”
Estas líneas de los primeros libros, de La soledad del polo (1990), por ejemplo, muestran que el poeta todavía intenta entender su experiencia del mundo en términos más o menos racionales, a través de los “sentimientos que atribuimos a las palabras, y el tipo y grado de emoción que deben apropiadamente ser motivados por ese entendimiento”, como dice Yvor Winters.
Sin embargo hay un salto no demasiado brusco, una transición entre 1990, fecha de La soledad del polo, y 1996, año de El margen indomable, en el que el misterio va tendiendo su capa; la proposición, la imagen y los destellos se vuelven menos explícitos. El poeta —o mejor dicho: la voz, suya y de los otros—, poco a poco se va conteniendo y se limita a nombrar: se encomienda al mero señalamiento y, no pocas veces, a la enumeración de los nombres que le son propios o que propios le son a la naturaleza que lo circunda y que él convoca a través de los sentidos: la bruma, el frío recorrido de la playa en el invierno, la hierba empapada y las rocas donde rompe el mar y establece su margen.
El nombramiento de los lugares va apuntando su propio cabojate a lo largo del litoral y bastan los nombres en sí mismos, sin acompañantes significativos, para tener su propio valor: Popotla, La Paloma, Baja Malibú, Rancho Santini, San Antonio del Mar, Los Médanos, La Misión, Salsipuedes, La Bufadora, Maneadero. Por el modo en que suenan, las palabras evocan los sentidos que al lector se le antojen. Y parecen responder, por lo demás, a la visión del otro lado, desde alta o mediana mar, que desde la escotilla de un buque francés anotara Malcolm Lowry en su cuaderno de viajes Por el canal de Panamá:
“¡Acantalidados! La costa de Baja California, gigantescos pináculos; imágenes de aridez y desolación sobre las que el corazón se arroja y desgarra eternamente.”

Luis Cortés Bargalló es autor asimismo de Terrario (1979), El circo silencioso (1985) y de la antología Baja California, piedra de serpiente. Prosa y poesía, siglos XVII-XX (1993). Con otros poetas de su generación fue fundador de la revista El Zaguán (1975-1977). Y ha sido traductor de la poesía de Gary Snyder, William Carlos Williams, John Haines, Marianne Moore y de poemas indígenas de América del Norte.
La espuma, polvo líquido, a cada instante refrenda su condición de frontera divagante. Tanto el umbral como el intersticio asoman en la poesía de Luis Cortés Bargalló, tanto como el nombramiento —nombrar las cosas, dice el poeta francés Francis Ponge—, sin verbos narrativos ni secuencias.
El título mismo, Al margen indomable, alude a esa condición fronteriza de la naturaleza: los elementos del agua y del fuego, del aire y del agualluvia, que el poema apresa en el linde. Parecería, como observaba el poeta español Carlos Barral, que el mar tiene más que ver con el tiempo que con el espacio. Está allí aparentemente eterno, o al menos más perdurable que nosotros, mientras los buques petroleros se anclan en línea antes de descargar el combustible que se derramará como electricidad desde la planta de Rosarito. Un mundo, una percepción, una memoria, una poesía del umbral. Una entrada en la casa que edifican las costillas de la ballena seca.

Monday, February 06, 2006

Nuestra Ítaca





No hay tierra nueva, amigo mío,
ni mar nuevo, pues la ciudad te
seguirá. Por sus mismas calles
andarás interminablemente, sus
mismos suburbios que van de la
juventud a la vejez, y en la
misma casa acabarás lleno de canas.

—Constantino Cavafis, La ciudad
[Traducción anónima.]


No hallarás otra tierra ni otra mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios
llegará tu vejez;
En la misma casa encanecerás.

—Constantino Cavafis, La ciudad
[Traducción de José María Álvarez.]



No encontrarás nuevos países
no descubrirás nuevos mares.
La ciudad te seguirá.
Errarás por las mismas calles,
envejecerás en los mismos barrios
y tu cabello encanecerá con
las mismas casas.

—Constantino Cavafis, La ciudad
[Traducción de Juan Carvajal.]


No encontrarás otro país ni otras playas,
llevarás por doquier y a cuestas tu ciudad;
caminarás las mismas calles,
envejecerás en los mismos suburbios,
encanecerás en las mismas casas.

—Constantino Cavafis, La ciudad
[Traducción de Cayetano Cantú]


Hay un fondo clásico en el regreso a casa. Ulises vuelve a casa. Regresa a Ítaca y sólo un perro lo reconoce. Pero está de regreso y el tiempo ha pasado. Por eso basta escribir sobre el tema clásico del regreso a casa, como el del hijo pródigo, para sentir que ya, inevitablemente, se está haciendo literatura.
Desde que la gente tiene conciencia literaria y especula sobre la creación artística y la vida de los escritores (o de los pintores o los escultores) se ha planteado si tiene algún sentido que el autor se quede en casa (como Emanuel Kant que nunca salió de Koenigsberg) o se vaya.
No parece haber ningún juicio de valor en esta aseveración, acaso ociosa. No lo hace ni mejor ni peor el que un escritor se vaya o se quede de por vida en su pueblo o incluso en su barrio, en la misma calle que lo vio nacer. No es ni bueno ni malo.
Lo que sucede es que lo más frecuente es que el escritor abandone la casa materna: el terruño, el hogar, la casa primigenia. Gabriel García Márquez se fue de Aracataca a recorrer el mundo antes de fatigar las máquinas de escribir en un periódico de Cartagena. Se fue a París y luego a Nueva York pues el periodismo era para él un aprendizaje de las letras, un laboratorio literario. Mario Vargas Llosa se fue para no volver de su ciudad natal, Arequipa, en el Perú. No sólo se fue a Lima, donde tecleó sus primeras fábulas, para las revistas literarias o para la radio. Se fue a París y buscó un destino como el de Hemingway o Scott Fitzgerald, o como el de Julio Cortázar, otro desarraigado, otro sudamericano fascinado con Europa. (Los latinoamericanos, me decía una amiga italiana, siempre adoran otro país; siempre tienen un otro país favorito.)
También José Saramago dejó atrás el escenario irresponsable de su infancia, la aldea de su niñez, Azinhaga, Portugal. Y no se diga Javier Cercas, el autor de Soldados de Salamina, que nunca más ha vuelto a Ibahernando, en la provincia de Cáceres, el punto geográfico donde la memoria se activa por el presente y se confronta con un pasado en gran parte imaginado o inventado.
Juan Rulfo, por su parte, se fue de San Gabriel, en el sur de Jalisco, para estudiar la secundaria en Guadalajara y realizar poco más tarde estudios en un seminario. Se fue de su pueblo y nunca más volvió, salvo esporádicamente: cuando se pasaba las tardes y las noches conversando con los campesinos de Tuxcacuesco y Apulco, donde estaba la hacienda de su tío materno y que, transfigurada por la literatura, vino a convertirse en la hacienda de la Media Luna, desde la cual, sentado en su equipal, Pedro Páramo ejercía su vocación de padre colectivo e inmisericorde, el cacique hacedor y deshacedor de la ley, el padre natural de muchos con muchas madres distintas, la encarnación del poder vertical.
"Partir es traicionar porque los hombres, como los árboles, pertenecemos a un solo sitio", dice Diego Marani. Y así lo sienten y lo resienten en algunos lugares, sobre todo los que se quedan sin ver mundo. Sin embargo, Jaime Gil de Biedma se quedó en Barcelona, tanto como Manolo Vázquez Montalbán y Juan Marsé. Ernesto Sábado permaneció en Buenos Aires. Jesús Gardea no salió de Ciudad Juárez, aunque era de Delicias. Francis Scott Fizgerald se fue de Saint Paul, Minnesota, para nunca más volver. Truman Capote abandonó Nueva Orléans desde muy chamaco y se instaló en Manhattan. Octavio Paz volvió finalmente a México Tenochtitlan, donde había nacido. Pudo haber vivido como príncipe en París o en Londres, pero decidió (eligió) vivir sus últimos años en México.
Entre los escritores nacidos en Tijuana y que han empezado a escribir en las últimas décadas siempre hay este sentimiento si no de culpa sí de extraña incomodidad. Pero la verdad es que, en un sentido más que figurado, nunca han salido de Tijuana.
"Cuando regreso a Tijuana me planto entre los escombros de la vieja casa familiar junto al Minarete. Me cercioro de que ya nada está en su lugar y el lugar de los recuerdos se mueve a mi merced y está completamente liberado y es enteramente mío"·, escribe Luis Cortés Bargalló (Tijuana, 1952) en La soledad del polo.
Y agrega:
"Tomo la carretera a Rosarito: campos amarillos de mostaza silvestre, mar de fondo, chasises oxidados y carrocerías de un naranja rugoso y mate."
Se fueron algún día, al DF o a Los Ángeles, o a Barcelona, o a Nueva York, pero empezaron a volver cada dos o tres años con las primeras máscaras naturales (las del rostro adolescente, las subsiguientes de los treinta o de los cuarenta años) esculpidas por el tiempo. Nunca pudieron deshacerse de la ciudad que llevaban dentro y con la que veían y medían todo.
Algo semejante ha sucedido con Eduardo Hurtado, tijuanense de corazón (nació en el DF en 1950):
"Al regresar de un viaje, aunque fuera sólo de tres días, nos aguarda una ciudad ajena: todo ha crecido al margen de nosotros."
José Javier Villarreal (Tijuana, 1959) no es un caso demasiado aparte. Vive en Monterrey desde hace muchos años (da clases en una universidad) y, sin embargo, vuelve también a su Ítaca del noroeste:
"Esta ciudad nos duele como una espina en la garganta, como el hombre que pasa con el miedo dibujado en el rostro.
Nos duele como el amor y sus ejércitos,
como los ángeles irremediablemente perdidos."
Sea como sea, el caso es que, como dice Luis Mateo Díaz, todo regreso tiene algo de fantasmal. El que vuelve ya no es igual: la edad modifica ese tránsito, "la distancia desfigura los perfiles del recuerdo". Lo cierto es que volvemos siempre al punto de partida, a nuestra Ítaca, "pues la ciudad te seguirá".

* * *

Post scriptum: A Arturo Cantú no le gustó este artículo. Piensa que el poema de Cavafis exalta la caminata y no la llegada. Lo que tiene sentido es la trayectoria misma y no el regreso a casa.
Ése, según Cantú, es el espíritu del poema.

Irás y no volverás

La emigración es una verdadera
mina de oro para la sociedad que la recibe.
En su inmensa mayoría, los emigrantes son
lo mejor de sus países de origen: las personas
más emprendedoras, más despiertas, más
valientes, más activas, más responsables

—Rosa Montero


Durante el año 2003 los mexicanos empleados legal o ilegalmente en los Estados Unidos enviaron a sus casas 13 mil 266 millones de dólares, para mantener a sus familias y también para facilitarles la emigración. Es decir: 1,105 millones de dólares al mes, 255 a la semana, 36 diarios y 1.5 cada hora.
Pueblos enteros de Zacatecas, Michoacán, Jalisco, se van quedando sin jóvenes. Las muchachas no hallan con quién casarse. El total de las remesas de los emigrantes mexicanos no han superado los ingresos de Pemex, pero sí los de la inversión extranjera directa y los del turismo. Y no puede ser posible que esta circunstancia no tenga a la larga un efecto político trascendente. La mayoría de esos muchachos no tienen acceso a la universidad, que suele ser un privilegio de las clases medias, ni a las cada vez más escasas fuentes de trabajo. El caso es que el país va perdiendo cada año su mayor y mejor fuerza vital y sexual, la más inventiva y emprendedora, en una espiral ascendente que no siguiere más que el fracaso del sistema político mexicano. Una derrota más.
La aventura de la migración ha pasado a ser un drama en la última década del siglo XX y la primera del XXI. “Disueltas idolatrías y utopías, derrumbados los colonialismos, derribados los muros, cortados los alambres de púas, llegaron los tiempos de las fugas, de los éxodos desde países de mala suerte y mala historia”, según el escritor siciliano Vicenzo Consolo.
Al periodista polaco Ryszard Kapuscinki le tocó ser testigo de dos grandes acontecimientos migratorios en sentido físico y en sentido político: la migración del campo a las ciudades (a principios del siglo XX, la población urbana mundial era del 15 por ciento y hoy es del 75) y la independencia política de las colonias.
Desvanecida la esperanza socialista, impacientes porque no pudo estrecharse el abismo entre la miseria y la riqueza, millones de jóvenes y de familias enteras optaron por dar el salto a tierras menos frustrantes. “Cambiaron de táctica”, dice Kapuscinski, “recurriendo a una penetración lenta por medio de la migración. Hombre tras hombre, familia tras familia, salen en busca y encuentran su pequeño lugar en el mundo desarrollado. Recogen fresas o limpian casas en California, venden abalorios a las puertas del Panteón de París o junto a la inclinada torre de Pisa”.
Sin ser la única tragedia de nuestro tiempo (aparte de la epidemia del sida, las guerras fraticidas, religiosas e interétnicas, el terrorismo, las masacres con armas bioquímicas, los bombardeos de población civil), la aventura migratoria —acuciada por la ilusión y la no improbable culminación feliz— no ha significado poco sufrimiento.
Para los indigentes o desempleados, carentes de documentos, las fronteras equivalen a un encierro y a una barrera que les limita su derecho al trabajo y a una existencia digna. Y puesto que no tienen más que una sola vida —y un solo capital: su juventud y su fuerza de trabajo— no vacilan en intentar el salto y, como la Alicia de Lewis Carroll, cruzar el espejo, aunque en la casa que está del otro lado todo parezca estar al revés: las palabras, por ejemplo, los letreros. Los pusilánimes se quedan atrás.
Este tránsito, sin embargo, está lleno de escollos y animales venenosos, arenas desérticas y temperaturas superiores a los 46 grados centígrados. No pocos terminan en la muerte por sol. Padecen los efectos de la deshidratación, el asalto de los bandidos, el abandono de los traficante de vidas humanas, el acoso de las policías de ambos lados. Fallecen asfixiados en camiones cisterna o en contenedores. En otras latitudes, entre África y Europa, conocen la muerte por agua y sus pateras o botes salvavidas se convierten en ataúdes sin lápidas.
Y es que la capacidad de ilusión del ser humano carece de límites, especialmente si se es joven y se cuenta con un espíritu arrojado y audaz. Gracias a la televisión, la riqueza de otras naciones entra en las casas como espectáculo o como publicidad y, en consecuencia, como deseo: se anuncia un producto pero al mismo tiempo se vende un estilo de vida y se cultiva una promesa.
Cuenta Hans M. Enzensberger en su estudio La gran migración que en épocas de pleno empleo en Estados Unidos se llegó a reclutar a diez millones de inmigrantes, tres millones de magrebíes en Francia, cinco en Alemania, donde ya tienen residencia legal.
A fin de restablecer la pirámide de edad, se calcula que en Estados Unidos es necesaria la llegada anual de cuatro a diez millones de inmigrantes jóvenes, mientras que en Alemania se requiere de por lo menos un millón.
La gente escapa de las enfermedades y las dictaduras, abomina del desempleo y el hambre, huye del campo en donde se ha extinguido el modo de vida rural o la desplaza la mecanización de la agricultura, emigra a las ciudades o se juega la vida yéndose al extranjero. Porque el emigrante no se va a esperar a que se disuelva la polaridad cada vez más distante entre ricos y pobres, porque está harto de la miseria y la impotencia, porque sabe —como escribe Kapuscinski— que “la pobreza es una especie de sida social y que al igual que el sida, en la mayoría de los casos, es incurable”.

El espejo de las gemelas

Julieta y yo teníamos lunares con
los que mi papá nos identificaba.

-Yvonne Venegas

El problema del doble apareció mucho antes en la literatura que en la psiquiatría. Poetas y narradores prefreudianos, como Hoffmann, Edgar Allan Poe, Fedor Dostoievski, entrevieron en las capas oscuras de la personalidad la presencia física, real o imaginaria, de un “doble” en el que -nos informa Mario Pratz- el hombre cree ver la sombra de sí mismo proyectada por el inconsciente. Hoffmann, en Los elíxires del diablo, presenta el desdoblamiento de la personalidad como un fenómeno que convoca las potencias del mal, la instancia demoniaca que todos llevamos dentro.
Tanto Poe en su cuento “William Wilson” como Dostoievski en su novela El doble creyeron vislumbrar y escuchar la comparecencia de la otra voz, el otro yo, el yo dividido, y confeccionaron diálogos del protagonista consigo mismo como si hablara con su propia conciencia. El yo narrador de Poe se ve tan acosado por las admoniciones de William Wilson, su doble: “una imitación de mi persona”, que termina por matarlo.
En el caso de Dostoievski, cuyos personajes siempre tienen un doble, la segunda voz no puede fundirse con Goliadkin. “Al contrario”, dice Mijail Bajtín, “en ella suena cada vez más el tono de una mofa traicionera. Esa voz provoca y se burla de Goliadkin, y al fin se quita la máscara. Aparece el doble. El conflicto interior se dramatiza; se inicia el juego de Goliadkin con el doble.”
Sin embargo, la más celebre historia de un desdoblamiento fue imaginada por Stevenson en El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hhyde, a partir de un sueño. El monstruo de lo que podría ser una metáfora de la depresión, o de la esquizofrenia, se apodera del doctor Jekyll y lo conduce a atropellar a una niña, tal y como asesina a un niño otro personaje desdoblado: Frankenstein, de Mary Shelley.
“Al otro, a Borges, es a quien ocurren las cosas”, escribe Jorge Luis Borges en “Borges y yo”.
“De Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores... No sé cuál de los dos escribe esta página.” ¿Y qué decir de su cuento “El otro”, cuando a Borges se la aparece Borges en Boston, frente al río Charles?
Los temas de la literatura se deslizan sin transición aparente a los de la vida misma y el de la otredad (el otro, el doble, el desdoblamiento, la identidad personal) circuló mucho, por lo menos hasta mediados de los años sesenta, en los estudios sobre los gemelos. Se tenía la esperanza de discernir algunos de los enigmas de la esquizofrenia y efectivamente los análisis no fueron del todo ociosos, cuando se trataba de gemelos autistas o retardados. Sin embargo -cuenta Oliver Sacks en su inquietante libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero- la realidad es mucho más extraña y compleja y menos explicable de lo que sugiere cualquiera de esos estudios.
En el relato que incluye, “Los gemelos”, Sacks se cuida de no generalizar y se refiere en concreto a los gemelos John y Michael que conoció en 1966 y llegaron a ser famosos por su excepcional memoria para los números y su capacidad para decir en qué día de la semana caía una fecha cualquiera de los próximos cuarenta mil años.
Lo que Sacks siente es que hay que verlos sin prejuicios, como individuos, no como “sujetos”, sin el ansia de delimitar o demostrar. “Uno ve que hay algo actuando allí que es sumamente misterioso, uno ve potencias y profundidades de un género quizá fundamental.”
Ciertamente no es fácil y sí muy angustiante el proceso de individuación por el que tiene que pasar el recién nacido durante sus primeros meses en este mundo, para volverse autónomo y distinguirse del otro y es de suponer que para los gemelos este paso puede ser una zozobra. Pero cada cabeza es un lenguaje y cada ser humano, irrepetible, afortunadamente. Por eso me ha conmovido mucho la valentía y la salud -y el talento- con que la fotógrafa Yvonne Venegas se ha atrevido a abordar el tema de la gemelidad -es hermana de la estupenda cantante y compositora tijuanense Julieta Venegas- en su proyecto de libro El tiempo que pasamos juntas, de textos y fotografías, que adelanta en parte la revista Luna córnea, en su número 14.
“Tengo mis teorías acerca de relaciones como la nuestra. Creo que el haber compartido el vientre materno nos ha asignado a cada una parte de lo que sería el temperamento de un individuo. Entonces se puede decir que al nacer nuestros temperamentos eran ambos el extremo del otro. Tal vez es como las relaciones de pareja de muchos años, en las que ya acostumbrados a estar juntos, han ido acomodándose a ser parte el uno del otro.
“Me han preguntado muchas veces si tomarle fotos a Julieta no es como tomarme fotos a mí misma. Pero vivir con una persona que es físicamente igual a uno desde que nació, no te convierte en un espejo de ella sino en su opuesto”, escribe Yvonne.

Tijuana la horrible

Un trazo de teodolito, una línea imaginaria y jurídica, tendida desde la conjunción del río Gila y el Colorado hasta una legua marina al sur de San Diego, vino a determinar en 1848 —con los tratados de Guadalupe Hidalgo– la existencia de Tijuana como entidad mexicana.
Lo que no había sucedido espontáneamente —que se cercenara por el sur el valle de San Diego al que pertenecían de manera natural las hondonadas de Tijuana— hubo de cumplirse por la geografía política: los tratados resultantes de la guerra con Estados Unidos impusieron por el norte un corte al territorio nacional y la aldea de Tijuana, como una manchita, empezó a existir en el mapa. Durante toda la segunda mitad del siglo XIX no pasó de ser un par de casas y banquetas de madera, unos corrales y unas “calles” de lodo, y una garita aduanal para registrar el paso de las caravanas a Ensenada, pero al promediar el siglo XX ya contaba con 500 almas.
A partir de entonces la ciudad fronteriza empezó a incorporarse al inconsciente colectivo y a lo largo de los años se convirtió en una leyenda: la ciudad perdida, la antesala del infierno, la morada del pecado, la Babilonia mexicana, la Sodoma y Gomorra “que está del otro lado”, la urbe del vicio y de la droga, el asiento de burdeles y casinos. Y justamente sobre la historia de esta representación imaginaria se ocupa el escritor tijuanense Humberto Félix Berumen en un estupendo y exhaustivo estudio titulado Tijuana la horrible. Entre la historia y el mito, publicado al alimón por el Colegio de la Frontera Norte y la Librería El Día, que administra desde hace muchos años Alfonso López, en la propia vilipendiada ciudad de la “leyenda negra”.
Humberto Félix Berumen va estudiando pormenorizadamente de qué manera los seres humanos necesitan de los mitos y las creencias para sobrellevar su existencia en este mundo y encontrarle un sentido a sus vidas. Su idea es comprender cómo se fue construyendo la representación imaginaria de Tijuana, sus naturaleza y sus atributos sociales más reconocidos. Se demora también en las obras literarias que han textualizado de manera explícita el mito de Tijuana y en las obras cinematográficas (mexicanas y hollywoodenses) que han abonado el lugar común.
Tijuana aparece entrevista como el gran prostíbulo, la inmensa cloaca infestada de tugurios, el pozo de la inmundicia, la corrupción o la violencia sin freno: el símbolo por antonomasia de la inmoralidad y el desenfreno.
Para el crítico tijuanense Tijuana no ha sido todavía escrita. Es una referencia textual, una palabra, una mención indirecta que no va más allá de la imagen estereotipada, una alusión. Es un emblema, una metáfora lexicalizada. No ha sido una entidad viva ni para la literatura mexicana ni para la extranjera. No siquiera es un lugar común, "Por eso no sabemos cómo es el alma de Tijuana."
La tematización de Tijuana en la literatura narrativa pasa invariablemente por la repetición del mito de las ciudades de perversión y lujuria.

Raymond Chandler, El lago adiós.
Dashiell Hammett, "La herradura dorada".
Oakley Hall, Corpus of Joe Bailey.
José Revueltas, Los motivos de Caín
Lawrence Ferlinghetti, The Mexican Night
Manuel Puig, Recuerdo de Tijuana
Joseph Wambaugh, Líneas y sombras
Ross McDonald, Dinero negro
Álvaro Mutis, Diario de Lecumberri
Sergio Galindo, La justicia de enero
Parménidez García Saldaña, Pasto verde
Sergio Pitol, El desfile del amor
Rafael Bernal, El complot mongol
Arturo Azuela, Manifestación de silencios
Mempo Giardinelli, Santo oficio la memoria
James Ellroy, Tijuana mon amour, La dalia negra y Requiem for Brown.




A pesar de su título, que no disimula en el fondo una gran ternura, Tijuana la horrible —que rinde homenaje a Lima la horrible, de Sebastián Salazar Bondy, publicado por nuestra editorial mexicana Era en 1964— es un libro que fluctúa entre el ensayo literario, la historia, la antropología social y la sociología de Pierre Bourdieu. Nadie sin un amor fundamental sería capaz de dedicar más de diez años y más de 400 páginas a una investigación sobre una ciudad que ha merecido toda clase de vituperios y maldiciones.
El mito, por lo demás, o la “leyenda negra”, a pesar de funcionar como estereotipos injustos muchas veces derivados del racismo o del prejuicio, siempre tiene un sustento histórico verificable. Entre 1920 y 1933 Tijuana se armó como ciudad gracias a que en Estados Unidos imperaba la ley seca, la enmienda Volstead que no sólo vedaba la fabricación y el consumo de licor sino también los juegos de azar, las peleas de box y las carreras de caballos. Todo esto sumado al hecho de que en California cundía una campaña puritana y moralizante en contra del “vicio” y los placeres mundanos. Los estadounidenses podían preservar su buena conciencia gracias a que acá, de este lado, nacía una ciudad destinada al turismo y a la oferta de juegos, alcohol, opio y prostitutas.
Uno de sus postulados más sorprendentes, pero mejor documentados, es la aseveración de que en realidad Tijuana fue fundada por gángsters. Porque la verdad es que el caserío, la aldea que no llegaba a pueblo hacia l916 —cuando se construyó su primer hipódromo a la vera de río— tuvo sus primeros casinos y cabarets gracias a la inversión de capital norteamericano. Marvin Allen, Frank Beyer y Carl Withington, fundaron la ABW Corporation y pusieron la primera piedra de casinos como el Foreign Club, el Montecarlo y el Molino Rojo, que sólo daban trabajo a empleados estadounidenses. “Vivíamos como extranjeros en nuestro propio país”, llegó a decir Francisco Rodríguez, el Bocabrava, un líder de los trabajadores gastronómicos.
Más tarde, en 1927, en un negocio redondo del gobernador Abelardo Rodríguez, llegaron con una fuerte inyección de capital los tahúres James Croffton, Baron Long y Writ Bowman, y construyeron el casino de Agua Caliente junto a unos manantiales de aguas termales. “Los constructores de Tijuana fueron en realidad los gángsters norteamericanos… influyeron para crear la infraestructura y los servicios necesarios para atender la demanda de los turistas que hacían el viaje hasta Tijuana”, escribe Félix Berumen. Luego entonces fueron ellos, y no los escasos mexicanos empleados, los que ocasionaron la leyenda negra. Despoblada, a la deriva gubernamental en gran parte, Tijuana carecía de comunicación terrestre con el resto del país y de un mínimo de control por parte del gobierno federal. De hecho, los poderes locales estaban en manos de los negociantes que se llevaban las ganancias a los bancos de San Diego.
Así, el desarrollo de una ranchería perdida del noroeste mexicano —que ahora anda en un millón y medio de habitantes— no se explica sin la inversión de capital extranjero proveniente de la delincuencia estadounidense de los bulliciosos años 20.

Abril es el mes más cruel

Abril es el mes más cruel, criando
lilas de la tierra muerta, mezclando
memoria y deseo, removiendo
turbias raíces con lluvia de primavera.

T. S. Eliot, La tierra baldía




Que un muchacho de Ciudad Juárez se pierda en una tormenta de arena, que otro joven de Tecomates, Jalisco, se desvanezca acribillado en el desierto de Irak, que uno más de Tijuana muera con sus ocho compañeros en la inmediaciones de Naziriya, hacia el sur de Irak, que otros dos de Guadalajara y Los Ángeles nunca vuelvan a ver su tierra natal, puede parecer imposible y novedoso. Pero la historia se repite con semejantes personajes o idénticas situaciones, con las mismas coartadas políticas, y la misma crueldad.
Como parte de ese destino que se da en la nación intermedia —la que se tiende sin fronteras, la que se va entretejiendo entre dos países condicionados por la geografía y la historia—, muchos mexicanos o estadounidenses de origen mexicano murieron en las playas de Filipinas durante la Segunda Guerra Mundial, en el desembarco de Normandía, en las colinas de Corea y en las ciénagas de Vietnam. Aunque hacía muchos años que no sucedía, nada tiene de extraña la escena de un par de militares del Army que toca en la puerta de una casa mexicana para dar la trágica noticia o entregar un “corazón púrpura” como póstuma medalla.
Hasta ahora se sabe que un total de 54 mil 756 soldados voluntarios de origen mexicano —el 3.9 por ciento de los militares en activo, según cifras oficiales del Pentágono— participan en las ramas más vulnerables de las fuerzas armas estadounidenses, la infantería de marina y el ejército. En los marines hay 13 mil 324 soldados de origen mexicano, y en el Army, 17 mil 461. Pero su representación en áreas menos arriesgadas es menor: apenas cuentan 2.8 por ciento en la fuerza aérea y 2.5 en la marina. En los altos mandos prácticamente no hay oficiales de origen mexicano.
Sin contar a los “extraviados en combate” (como Rubén Estrella Soto, de 18 años, de Ciudad Juárez ), a los prisioneros de guerra (como Édgar Hernández) o a los muertos por accidente (Diego García, de Sabinas Hidalgo, Nuevo León), en la primera semana de la guerra se han contabilizado al menos cuatro muchachos de procedencia mexicana:
José Ángel Garibay, de 21 años, de Tecomates, Jalisco, morterista, fue el primer mexicano muerto en una emboscada que cobró la vida de ocho marines. Se enroló atraído por la oferta de una beca para hacer después estudios superiores.
José de Jesús Suárez, de 21 años, de Tijuana, murió en combate al sur de Irak. Pertenecía a la Primera División de Infantes de Marina de la base naval de Camp Pendleton, en San Diego, California.
Jorge A. González, de 20 años, nació en El Monte, cerca de Los Ángeles, de padres mexicanos. Sucumbió en la misma brigada de José Ángel Garibay, en las afueras de Nasiriya.
Francisco Abraham Martínez Flores, 21 años, oriundo de Guadalajara, llegó a Estados Unidos a los tres años y también murió en la batalla.


Estas historias entran dentro de uno de los mayores dramas de nuestro tiempo: la inmigración. No todos estamos conscientes de sus dimensiones. Pero sabemos de la cantidad de pueblos mexicanos vacíos de jóvenes, sabemos de los cientos de miles que huyen de la miseria porque su país no les ofrece oportunidades de trabajo y de educación.
Al incorporarse a la sociedad estadounidense, a la edad en que se tiene una mayor capacidad de ilusión, el migrante, como es natural y humano, quiere ser aceptado por la sociedad estadounidense. A nadie le gusta ser rechazado. Y la mejor y más rápida vía es el ejército, aunque optar por esta apuesta pueda parecerse a la de la ruleta rusa.
Así, amparándose en una orden del poder ejecutivo, 5 mil 441 inmigrantes que se integraron a las fuerzas armadas están tramitando su ciudadanía, saltándose los requisitos normales que incluyen cinco años de permanencia en Estados Unidos como residente legal. La orden fue firmada por Bush y otorga la ciudadanía a todo soldado que ya estuviera activo el 11 de septiembre de 2001.
Si en los años 40 el objetivo de la guerra era muy claro, más justificado que en los casos de Corea y Vietnam, en la actual invasión de Irak no ha quedado muy clara la inminencia de la amenaza que se suponía. Nunca hubo pruebas contundentes. Pero a los muchachos que se enlistan, tan inocentes como sus padres también migrantes y que se guían por lo que quiere la televisión, los políticos de Washington tienen que ofrecerles una coartada para darle sentido a sus acciones. No se van a poner a explicarles a las madres que sus hijos van a matarse por el petróleo que necesita EU para sobrevivir como potencia. Es demasiado complicado. Es demasiado geopolítico. Se entiende mejor un mensaje simple: “Vamos a luchar por la libertad, vamos contra el terrorismo. Queremos que el mundo sea un lugar más seguro. Vamos a liberar a los pueblos donde hay dictaduras.” De esa manera, todo se reduce al ámbito de las creencias. Y las creencias no se discuten.

La tierra baldía, De T. S. Eliot, es un poema de 1922, pero por esa condición de visionarios que suelen tener los poetas sus versos entreven el futuro de una devastación: el vacío y la ruina que puede suceder a una conflagración nuclear. En todo caso, alude a los efectos de la guerra.
Hay quien dice que el famoso primer verso, “Abril es el mes más cruel”, se refiere al retoño de la vida. En la primavera nuevos tallos se advierten en las plantas y los árboles. Pero eso mismo no deja de ser cruel. Es una crueldad, insinúa el poeta, que vuelva la vida cuando el sufrimiento y la desolación han sido tan atroces.

El incendio de la historia

Ya que no podemos cambiar la
historia, cambiemos de tema.
—James Joyce


Por una de las ventanas que daban a la calle, LT (por sus siglas en español), químico de oficio e historiador por vocación y obstinación, se introdujo al edificio de oficinas y cubículos situado en la Zona del Río. Revisó anaqueles, abrió archiveros metálicos, juntó algunos fólders con documentos y trasponiendo la puerta trasera del Centro de Investigaciones Históricas los llevó bajo los brazos en jarra hasta su automóvil. Se alejó del lugar en la neblinosa noche tijuanense y poco menos de una hora más tarde volvió con un galón de gasolina en la mano y un rollo de papel amarillo grueso de los que suelen utilizarse para la impresión de periódicos vespertinos.
Otra vez dentro del Centro de Investigaciones Históricas de la Universidad Autónoma de Baja California, nuestro personaje desenrolló el papel y lo entreveró en los estantes, los libreros, las máquinas copiadoras, los archiveros, y acto seguido regó con el combustible la ancha serpentina y el resto de la estancia alfombrada. Momentos después, el historiador regional, especializado en la historia del Casino de Agua Caliente, prendió fuego al recinto. Una de las primeras imágenes devoradas fue una foto del coronel Esteban Cantú que pendía de la pared.
Saltaron las llamas cuando LT ya se encontraba en la calle. No cedió a la tentación de huir. Como un ejemplo vivo de hasta dónde puede llegar el celo de los investigadores académicos, la competencia y la rivalidad intelectuales, como un moderno Eróstrato de la historiografía, LT se quedó fijo en la banqueta para contemplar su obra.
(Eróstrato, pastor de la ciudad jónica de Éfeso, queriendo hacerse célebre mediante una acción memorable, incendió el templo de Artemisa —una de las siete maravillas del mundo antiguo— la misma noche en que nació Alejandro El Magno.)
Los vecinos del edificio se asomaron por los balcones y, preocupados porque las llamas podían alcanzar las instalaciones del gas, bajaron en masa a detener al incendiario, alelado aún —con la vista perdida y las pupilas dilatadas— ante las fascinantes llamas que evaporaban la historia.
Pronto llegó una patrulla. Los agentes lo metieron en el vehículo, lo condujeron de inmediato a la agencia del Ministerio Público, pero allí el autor de la conflagración se encontró con un amigo de su infancia, Héctor Canales, que lo dejó libre. Al día siguiente, el historiador regional se amparó y siguió muy campante paseándose por las calles de Tijuana.
Días más tarde, el vicerrector de la Universidad, José Luis Anaya Bautista —candidato a sustituir al rector de entonces, Héctor Gallego, mejor conocido como el Nene— denunció los hechos “contra quien resulte responsable”. Dejó establecido que no le constaba quién había sido el piromaniático, a pesar del testimonio abrumador de los vecinos. Al mismo tiempo, LT recibió el aval moral de la Universidad Iberoamericana. Pero muy pronto, unos quince días después, Anaya Bautista retiró su denuncia, tan sospechosamente como la había presentado. No es cuantificable ahora la suma de 6,800,000 de pesos con que entonces se compró la impunidad judicial y la dignidad de la Universidad, antes de hacerse el inventario de los papeles perdidos —muchos de ellos documentos irremplazables— y sin consultar al coordinador del Centro de Investigaciones Históricas, el maestro David Piñera. Se le echó tierra al asunto.
Se perdieron casets con trabajos y entrevistas de historia oral que durante muchos años había venido recogiendo para un libro que indagaría el imaginario colectivo de la población tijuanense. Nunca más se recuperarán cientos de fotografías, folletos, microfilms, ni muchos de los libros que integraban una biblioteca especializada en la historia de Tijuana. Nunca más se sustituirán cartas, periódicos, testimonios de ancianos residentes y sobrevivientes, algunos de ellos, de la toma magonista del pueblo en 1911. Nunca más se reintegrarán los años de investigación acumulados y registrados por escrito del propio David Piñera, que coordinó el conocido Panorama históricos de Baja California en el que, por cierto, se deslizó un texto de LT: “Testimonio de personas que vivieron en la época del Casino de Agua Caliente”.
Se quemó el aparato para la lectura de microfilms, ardieron las cartas personales, las fotos de las viejas familias tijuanenses (que son el mejor archivo histórico involuntario de la ciudad), las entrevistas que registraban las fantasía y las verdades de la historia oral, las creencias, los mitos de la leyenda negra. Los casets se derritieron y quedaron como chicles. Porque de eso se trataba el incendio: de no documentar ni festinar la historia negra de Tijuana, la que da cuenta de sus orígenes y su vinculación con los juegos de azar, las carreras de caballos, las peleas de box, el licor, el opio y ”la carne”, según acusaba una proclama moralista californiana de la época.
El fetichismo de los objetos (mesas del casino, ruletas, barajas, menús, toallas, cubiertos de plata, carteles, fichas y dados) ha cifrado la guerra doméstica entre los historiadores. Y LT era de los que quieren borrar la “historia negra”, rehacer el pasado, acomodar las diversas versiones de la “verdad histórica”. No quería saber nada de los hechos que está exhumando —no sin dolor— la nueva generación de historiadores profesionales, formados en la escuela de Luis González, padre de la microhistoria mexicana.

El rock en Tijuana

A Gene Ross, in memoriam

Recorrido por los callejones de la memoria, Oye cómo va es una travesía a través del tiempo en un trasatlántico que antes se llamaba calle Olvera y desde los años dieces avenida Revolución. Es un recuento de múltiples voces juveniles, afropercusiones, baladas, risas, gritos, tañidos, fusiones electrónicas, que va estableciendo el registro histórico de casi cuatro décadas, la última mitad del siglo en que se ha ido produciendo la historia del rock and roll en Tijuana.
Cruce de caminos, frontera sedentaria, cuna musical o semillero de compositores y arreglistas, la esquina noroeste del país comparece tanto como escenario como protagonista de una refundición cultural que fue integrando todos los sonidos que llegaban del mundo a través de las radiodifusoras de San Diego o que se daban cita en el Sports Arena de San Diego y circulaban en discos de fabricación nacional o foránea.
“En Tijuana”, dice Rafa Saavedra, “bendecida por su privilegiada situación geográfica, ha sido posible captar y escuchar estaciones de radio norteamericanas y, gracias a ello, a mediados de los 50, lo más fresco y novedoso del gran ritmo llegaba a través de las ondas radiales e ilegalmente cruzaba la frontera para prender la mecha musical en varios personajes célebres del rock local, quienes cambiaron las rancheras de Pedro Infante por los blues de Muddy Waters y Roberto Johnson, para dar inicio a esta historia que se liga con las transmisiones del legendario disk jockey norteamericano Wolfman Jack en la XERB desde, cuenta leyenda, un barco en Rosarito”.
A lo largo de más de cuarenta años, como secuela del rock de los 50 y la explosión del movimiento juvenil de los 60, el peculiar sonido tijuanense propició el tendido de un eje musical entre Tijuana y el DF, un intercambio acelerado entre los grupos de la ciudad fronteriza y la capital del país que, con altas y con bajas, colocó en el catálogo del rock mexicano cantado en español los nombres de Javier Bátiz, Carlos Santana, Peace and Love, El Ritual, La Cruz, Mercado Negro, Solución Mortal, Armagedón, Espécimen, Vandama, Artefakto, Tijuana No, Mexican Jumping Frijoles, Othli, Nona Delichas y Julieta Venegas.
Coordinado editorialmente por José Manuel Valenzuela y Gloria González, Oye cómo va convoca en 216 páginas la crónica de periodistas, sociólogos y promotores culturales, escritores y estudiosos de la comunicación, y también, en su parte más viva, los testimonios de protagonistas como Javier Bátiz y Carlos Santana, Roco y Manu Chao, Martín Mayo y Héctor Gómez El Chiqui, Luis Güereña y Juan César Vázquez El Cejas y Julieta Venegas, quienes, en coro o en solo, van contando sus entusiasmos y sus desalientos, su manera de gozar la vida a través de la música o lo que José Luis Paredes Pacho llama en el prólogo “la frontera interiorizada”.
“A Tijuana la veo como un laboratorio de sincretismo cultural, y como un ejemplo muy fuerte de lo que está cada vez más presente en el resto del país. Tijuana es el centro del huracán de toda la gran presencia de la cultura norteamericana; Tijuana ya no es la frontera, la frontera con Estados Unidos ya llega hasta Chiapas”, dice el cantante Roco, de Maldita Vecindad.
Ese lugar mítico, esa ilusión de los adolescentes en proceso de desprendimiento familiar, prefigura
—en palabras de Pacho— el diálogo entre la cultura mexicana y la negra dentro de la frontera norte de México. Civilización sin diáspora, dice El Cejas, ser tijuanense comporta la condición de sedentario. Significa, agrega Pacho, apasionarse por la vertiginosidad del cambio perpetuo y la elástica transterritorialidad:
“Cada generación musical interpreta una nueva lectura de lo que es vivir en la frontera”.
Rafa Saavedra ubica el origen del rock en Tijuana en 1957 cuando don Lauro Saavedra trajo de Nueva Orleans al pianista negro Gene Ross, que también tocaba la guitarra y cantaba el blues, para que actuara en el Convoy Club de la Avenida Revolución. Gene Ross fue asesinado de una cuchillada en la colonia Coahuila en 1964, pero la aparición del músico estadounidense, maestro de Javier Bátiz y de Carlos Santana, fue como un detonador y marcó el punto de despegue del movimiento rockanrolero local.
Allí, en el Convoy Club, se estableció la pauta y los jóvenes, sin edad legal para inmiscuirse en los cabarets, las cantinas y todo tipo de antros, emprendieron —primero con los oídos y los ojos, luego en sus casas— su educación musical. Fue toda una experiencia, muy diferente, distintiva, de la circunstancia que vivían, cada uno en su ciudad, sus contemporáneos nacionales en otros lugares del país.
En el trasatlántico imaginario de la Avenida Revolución no entraron de inmediato ni de manera fácil a las pequeñas capillas donde se oficiaba el rock: al Mike’s, al Tequila, al Blue Note, al Alhoa, al Río Rita. No. Primero tuvieron que foguearse en las fiestecillas de quince años y en los bailes del Campestre. Conocieron su iniciación a los 14, a los 15 años, en el Romance, el Coco’s, el Oscar’s, y nadie mejor que Martín Mayo lo cuenta en esta recreación del alma juvenil tijuanense que prolifera a cada línea en Oye cómo va (editado por la SEP, por el Cecut de Tijuana y por el Instituto Mexicano de la Juventud).
La narración de Martín Mayo podría ser paradigmática de las historias y los personajes que transpiran en esta Tijuana rockanrolera de la memoria.
Muy morrillos empezaron a tocar, en “lugares de mala muerte” y donde “se encueraban las viejas”. “Luego caminabas más hasta que llegabas al Alhoa. Al Alhoa iban muchos gringos, marineros, mucho party, buena onda...” Era ésa la “estructura” de la Revu en el ambiente musical. No se cerraban la mayoría de los lugares. Funcionaban las 24 horas, y los turnos “quebrados” eran horribles. Había que tocar tres tandas y no tenías descanso. A veces eran cinco tandas, a la una de la tarde, a las tres de la mañana, a las seis, rayando el sol allá afuera. Y si no llegaba una banda tenías que doblar. “Había gente dormida arriba del escenario, músicos que se quedaban dormidos tocando en el escenario; ya no podían.”
“Dormíamos en los booths, los sillones preconstruidos para los centros nocturnos en la pared, que son semicirculares. Allí nos quedábamos dormidos y aprendimos a dormir en posición semicircular. De repente entrabas a las seis de la mañana y veías tres, cuatro booths: y todos estaban llenos de personas durmiendo y todos eran músicos.”
Si bien es cierto que Julieta Venegas, que vive en el DF, y el grupo Tijuana No, siguen siendo los únicos tijuanenses con contrato seguro en una disquera importante, los grupos de la ciudad se las ingenian para darse a conocer bajo sellos pequeños e independientes. Predomina el rock, o pop electrónico, y su número es legión: Be-am, Almalafa, Dead Panchos, Kung Fu Monkeys. La música electrónica con resonancia de banda norteña se reconoce como Nortec (grupos Panóptica, Monhitor, Hiperboreal) y hay una vuelta del tecno pop naive (Telephone, La Noria, Cristo Pop) mientras otros géneros reaparecen en el afterpunk o rock gótico y se escuchan en el legendario Río Rita de la Revolución.
Pero cuarenta y tantos años atrás, el pesebre rockanroleo, la mata que empezó a dar, apenas presagiaba su quehacer histórico musical. Javier Bátiz, el punto de partida, está convencido de que el rock es la raíz de la música:
“Viene el tronco y luego las ramificaciones.”
Aquí nació el rock nacional. De aquí salieron Carlos Santana y Javier Bátiz y los Rockin Devils, y hasta Lupita D’Alessio contaba el rock.
“Estados Unidos nos dio la música, pero Tijuana nos dio la cuna para que los músicos de rock and roll de México se hicieran buenos. Aquí era la escuela, la universidad: era a donde venían a hacer sus tesis y a presentar sus trabajos”, dice Bátiz. “El sonido que tiene Carlos Santana tiene mucho que ver con la fundación. Porque Carlos se llevó el sonido que nació aquí, en Tijuana.”
“Tijuana es y será de nueva cuenta”, concluye Octavio Hernández, “la capital de un rock hecho con entrega, con pasión geográfica, nacido de la lucha diaria de las culturas nómadas, producto de las ganas de hacer música. Se quitarán del camino los obstáculos humanos y físicos —Dios quiera— porque tenemos la electricidad suficiente para borrar de las primeras planas y notas rojas, a la Tijuana de las emboscadas y los ajustes de cuentas. Fuimos, somos y seremos, aunque los necios se nieguen a creerlo. Porque entre Javier Bátiz y Tijuana No, hay historia hasta para regalar.”