Monday, February 06, 2006

El incendio de la historia

Ya que no podemos cambiar la
historia, cambiemos de tema.
—James Joyce


Por una de las ventanas que daban a la calle, LT (por sus siglas en español), químico de oficio e historiador por vocación y obstinación, se introdujo al edificio de oficinas y cubículos situado en la Zona del Río. Revisó anaqueles, abrió archiveros metálicos, juntó algunos fólders con documentos y trasponiendo la puerta trasera del Centro de Investigaciones Históricas los llevó bajo los brazos en jarra hasta su automóvil. Se alejó del lugar en la neblinosa noche tijuanense y poco menos de una hora más tarde volvió con un galón de gasolina en la mano y un rollo de papel amarillo grueso de los que suelen utilizarse para la impresión de periódicos vespertinos.
Otra vez dentro del Centro de Investigaciones Históricas de la Universidad Autónoma de Baja California, nuestro personaje desenrolló el papel y lo entreveró en los estantes, los libreros, las máquinas copiadoras, los archiveros, y acto seguido regó con el combustible la ancha serpentina y el resto de la estancia alfombrada. Momentos después, el historiador regional, especializado en la historia del Casino de Agua Caliente, prendió fuego al recinto. Una de las primeras imágenes devoradas fue una foto del coronel Esteban Cantú que pendía de la pared.
Saltaron las llamas cuando LT ya se encontraba en la calle. No cedió a la tentación de huir. Como un ejemplo vivo de hasta dónde puede llegar el celo de los investigadores académicos, la competencia y la rivalidad intelectuales, como un moderno Eróstrato de la historiografía, LT se quedó fijo en la banqueta para contemplar su obra.
(Eróstrato, pastor de la ciudad jónica de Éfeso, queriendo hacerse célebre mediante una acción memorable, incendió el templo de Artemisa —una de las siete maravillas del mundo antiguo— la misma noche en que nació Alejandro El Magno.)
Los vecinos del edificio se asomaron por los balcones y, preocupados porque las llamas podían alcanzar las instalaciones del gas, bajaron en masa a detener al incendiario, alelado aún —con la vista perdida y las pupilas dilatadas— ante las fascinantes llamas que evaporaban la historia.
Pronto llegó una patrulla. Los agentes lo metieron en el vehículo, lo condujeron de inmediato a la agencia del Ministerio Público, pero allí el autor de la conflagración se encontró con un amigo de su infancia, Héctor Canales, que lo dejó libre. Al día siguiente, el historiador regional se amparó y siguió muy campante paseándose por las calles de Tijuana.
Días más tarde, el vicerrector de la Universidad, José Luis Anaya Bautista —candidato a sustituir al rector de entonces, Héctor Gallego, mejor conocido como el Nene— denunció los hechos “contra quien resulte responsable”. Dejó establecido que no le constaba quién había sido el piromaniático, a pesar del testimonio abrumador de los vecinos. Al mismo tiempo, LT recibió el aval moral de la Universidad Iberoamericana. Pero muy pronto, unos quince días después, Anaya Bautista retiró su denuncia, tan sospechosamente como la había presentado. No es cuantificable ahora la suma de 6,800,000 de pesos con que entonces se compró la impunidad judicial y la dignidad de la Universidad, antes de hacerse el inventario de los papeles perdidos —muchos de ellos documentos irremplazables— y sin consultar al coordinador del Centro de Investigaciones Históricas, el maestro David Piñera. Se le echó tierra al asunto.
Se perdieron casets con trabajos y entrevistas de historia oral que durante muchos años había venido recogiendo para un libro que indagaría el imaginario colectivo de la población tijuanense. Nunca más se recuperarán cientos de fotografías, folletos, microfilms, ni muchos de los libros que integraban una biblioteca especializada en la historia de Tijuana. Nunca más se sustituirán cartas, periódicos, testimonios de ancianos residentes y sobrevivientes, algunos de ellos, de la toma magonista del pueblo en 1911. Nunca más se reintegrarán los años de investigación acumulados y registrados por escrito del propio David Piñera, que coordinó el conocido Panorama históricos de Baja California en el que, por cierto, se deslizó un texto de LT: “Testimonio de personas que vivieron en la época del Casino de Agua Caliente”.
Se quemó el aparato para la lectura de microfilms, ardieron las cartas personales, las fotos de las viejas familias tijuanenses (que son el mejor archivo histórico involuntario de la ciudad), las entrevistas que registraban las fantasía y las verdades de la historia oral, las creencias, los mitos de la leyenda negra. Los casets se derritieron y quedaron como chicles. Porque de eso se trataba el incendio: de no documentar ni festinar la historia negra de Tijuana, la que da cuenta de sus orígenes y su vinculación con los juegos de azar, las carreras de caballos, las peleas de box, el licor, el opio y ”la carne”, según acusaba una proclama moralista californiana de la época.
El fetichismo de los objetos (mesas del casino, ruletas, barajas, menús, toallas, cubiertos de plata, carteles, fichas y dados) ha cifrado la guerra doméstica entre los historiadores. Y LT era de los que quieren borrar la “historia negra”, rehacer el pasado, acomodar las diversas versiones de la “verdad histórica”. No quería saber nada de los hechos que está exhumando —no sin dolor— la nueva generación de historiadores profesionales, formados en la escuela de Luis González, padre de la microhistoria mexicana.

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