Thursday, February 17, 2011

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Friday, February 11, 2011

Comunidades transfronterizas

Al principio nos movíamos en un mismo territorio, en ninguna parte delimitado por la “línea internacional”. Trasladarse del centro de Tijuana a un cine de Chula Vista no comportaba en la práctica franquear alguna barrera tangible. Era como desplazarse en la misma zona de una cierta cotidianidad que tenía como marco el espacio binacional, sin telones de por medio. En nuestra ciudad la línea de demarcación era invisible. Nuestra ciudad comprendía barrios de Tijuana y de San Ysidro, calles de Chula Vista y de la colonia Cacho. Era, seguramente, la ciudad feliz de la infancia y los primeros de la postguerra (1946—1952). Aún se sentían algunas secuelas de la reciente conflagración mundial —los apagones antiaéreos de San Diego— y el flujo entre un país y otro era mucho menor que ahora. La ciudad andaba en los noventa mil habitantes, a pesar de que ya no se cruzaba, como en las primeras décadas del siglo, por la Puerta Blanca cuando los americanos se venían en sedienta manada a echarse el trago que allá les tenía prohibido el presidente Roosevelt con la ley seca. A la vuelta de los años, y paradójicamente desde que entró en funcionamiento el “tratado de libre comercio”, la muralla metálica y electrónica se ha ido ensanchando y alargando no como el proyecto de una arquitectura defensiva —no llega a ser arquitectura— sino como resultado de un constructivismo burdo, pragmático y “estratégico”. Por eso tal vez al poeta catalán Rubén Bonet se le ocurrió pensar que “todo Tijuana es una instalación”, como si fuera una propuesta plástica, refiriéndose a la oxidada valla de lámina —desecho de aeropistas militares— que constituye el muro disuasivo. El impedimiento es contundente: por aquí no pasa nadie ni habrá de pasar nadie por la barrera natural e infranqueable del desierto, el sol, la sed, la inanición y la deshidratación. Seres humanos no pueden pasar. Otras cosas, sí.
Los fotógrafos, mejor que nadie, han captado el drama de la inmigración que se ha exacerbado no sólo aquí, en la esquina noroccidental mexicana, sino en muchas otras partes del planeta. No pocos fotógrafos, como Sebastián Salgado, Graciela Iturbide, Lourdes Grobet, Roberto Córdoba y Elsa Medina, han congelado en sus imágenes los rostros de esta tragedia.
Durante los últimos dos años, la fotografía ha ido tomándole el pulso al hormiguero social desesperado, de noche, a mediodía, en la madrugada, al amanecer, a la hora del lobo de este fin de siglo cuando se presiente una amenaza o se descubren signos de un peligro inminente. Es una fotografía de los intersticios: la frontera agrietada por la que se cuela la esperanza y se deshace en la polvareda distante de la border patrol.
Esta grieta o espacio lineal abierto que queda entre los dos cuerpos nacionales evoca —en la fotografía de profundidad— la monumental muralla china de inspiración militar o el territorio de Laconia en el que se asentaba la antigua Esparta griega y del que el arquitecto Richard Ingersoll ha deducido la expresión “campo lacónico” para referirse a la ciudad difusa, repleta de áreas deshilachadas, irregularmente urbanizadas, sin acontecimientos espaciales, privada de comunicación arquitectónica.
Y no parece ser otra cosa este “campo lacónico” que comparece en la desolación indocumentada recogida por la lente de, por ejemplo, la fotógrafa Elsa Medina, un campo conciso, de pocos elementos, como el de las afueras parchadas de Tijuana o las inmediaciones de San Ysidro, el Nido de las Águilas y el cañón de La Cabra. Pero si Esparta no necesitaba murallas y podía extenderse a lo largo de sus lacónicos espacios vacíos era porque, según Tucídides, “sus soldados eran sus murallas” del mismo modo en que ahora, en el confín mexicanoestadounidense, el ejército de la Patrulla Fronteriza hace de muralla defensiva y ofensiva ante la vulnerabilidad de la no infranqueable lámina por cuyos intersticios se ha introducido la cámara de Elsa Medina.
¿Y qué vemos en sus fotos?
Vemos unas patrullas diseminadas allá a lo lejos, en el cañón de La Cabra.
Vemos las siluetas negras de unos doce agentes rubios de protuberantes escuadras y linternas al cinto, contra el sol del atardecer, justo en el instante del rayo verde que se cancela sobre la inmensidad del Pacífico.
Vemos a un hombre solo en playas de Tijuana, con la mirada perdida hacia el norte de la barda herrumbrosa que corta las olas mar adentro.
Vemos a un niño metido en su jorongo, a un adolescente sin país, a un anciano sin respaldo.
Vemos un helicóptero que clava con sus reflectores a un campesino de Nayarit mientras, como araña fumigada, esconde su rostro con una cachucha de los Padres.
Vemos un convoy de camionetas oficiales de doble tracción y motoconformadoras y tractores demarcando la “tierra de nadie”, esta expresión militar calificativa de la zona que queda entre una trinchera y otra y que nadie puede atravesar sin el riesgo de ser acribillado por un francotirador de la border patrol.
Vemos un montón de zapatos y botas usadas, signos de la caminata y la emigración, que alguien vende en el rincón de una calle.
Vemos a un muchacho que coloca más de trescientas cruces blancas en el mural de un par de figuras negras, recuento de los migrantes muertos en la frontera.
Vemos a un grupo de jóvenes que hacen su rancho aparte debajo de un árbol mientras esperan, esperan, esperan, en el cañón Zapata.
Vemos a un grupo de trabajadores indocumentados que esperan ser contratados como eventuales en las calles Broadway y Pico de Los Ángeles.
Vemos una mojonera en el Nido de las Águilas, en la porción limítrofe, establecida por la fuerza de las armas en 1848.
Vemos la doble valla, el perímetro de seguridad, alambradas de púas como en las trincheras, censores sísmicos para rastrear a los caminantes subrepticios, telescopios infrarrojos de larga distancia, cámaras de video, instrumentos de detectación nocturna.
Vemos una zona de guerra.
Vemos un abandono de todos los dos gobiernos, vemos su indiferencia, vemos su sonrisa macabra y estúpida, vemos una conspiración contra el derecho internacional al trabajo.
Sin embargo, la mirada de Elsa Medina no es la única que se tiene sobre la frontera nómada ni los indocumentados son los únicos seres que se afanan por sobrevivir en el corral de la frontera sedentaria.



Como voluntad y representación, la frontera está en todos los diccionarios de lugares comunes: la frontera de cristal, la frontera como herida, cicatriz, perímetro disuasivo, el corte, el machetazo histórico, el intersticio de la roca que llora, el muro, el confín, la tierra de nadie, la colisión, la colindancia, el telón, la valla, la sangre contigua, la literatura del umbral, la hora del lobo en el instante del amanecer cuando se cruza, el tránsito a la clandestinidad, la frontera del lenguaje, la esperanza, el fracaso, la raya pintada, la frontera invisible, la frontera de las serpientes, el túnel de éter en el que se convierte el viaje hacia la nada, la demencia fronteriza que se desencadena entre la madrugada y el alba, entre la realidad y el deseo, entre el hambre y la ingurgitación, entre la salud y la enfermedad, entre el asesino y la víctima, entre la juventud y la madurez (la línea de sombra), entre la vida y la muerte, el país frontera, entre algo y nada, entre la pena y la nada.



El imperio del crimen

Como todas las cosas, con el paso del tiempo, la noción de frontera ha ido cambiando. No pocos de los estereotipos que se han ido acuñando sobre la frontera se desvanecen sin sentido cuando las realidades nuevas —los flujos migratorios, por ejemplo, la globalización del crimen— exigen otra manera de conceptualizarlas.
La frontera es el confín, el punto de partida y de llegada, la línea de corte jurídico que establece un principio y un fin, una demarcación que separa a un territorio de otro.
En un sentido metafórico la frontera también es una herida o una cicatriz. Los cambios en las demarcaciones políticas de Europa del Este, la disolvencia de la Unión Soviética como cuerpo nacional, la nueva configuración de los Balcanes y el surgimiento de nuevos Estados a consecuencia de las guerras en lo que antes se reconocía como Yugoslavia, han vuelto a plantear esa noción volátil y divagante de la frontera.
Para Ryszard Kapuscinski, en El imperio, su gran reportaje sobre la desaparición histórica de la URSS, “cada vez que nos aproximamos a una frontera, a un límite, nuestra tensión aumenta y afloran las emociones”.
“Las personas no están hechas para vivir en situaciones límite, las evitan o al menos intentan librarse de ellas lo más rápidamente posible.”
Lo cierto es que se ha evaporado la noción misma de frontera o se ha convertido en otra cosa por las dislocaciones bélicas y políticas de Europa del Este. Los historiadores replantean una nueva categorización. No jurídica, puesto que sin fronteras no hay Estado. Pero sí cultural: la fusión de las lenguas, la mezcla de razas, la invasión de un habla por otra, el desplazamiento del español por el inglés, la disolvencia —en sentido del montaje cinematográfico— de las mentalidades.
Mientras los antropólogos se esmeran en la especulación de un país frontera —de todo un tronco nacional como frontera, entre el mundo desarrollado y el estancado, entre el inglés y el español, entre la producción y el consumo de bienes, servicios y estupefacientes, entre la exportación y la importación, entre la banca incontrolada y la desnacionalización del dinero—, los novelistas de la literatura del umbral o de los intersticios recrean la inagotable vena de la frontera trágica: los asesinatos en serie de muchachas en Ciudad Juárez en la obra de Roberto Bolaño o las historias de “satánicos” que deglute la “estética” de matriz hollywoodense en, por ejemplo, Perdita Durango, la novela de Barry Gifford o la película de Álex de la Iglesia.
En todos los reinos hay fronteras y el animal no podría ser una excepción. “Es propio no sólo del hombre, sino también de toda la naturaleza viva, de todo lo que se mueve en el agua y en el aire.” Los gatos demarcan su territorio.
Existen fronteras entre el hemisferio izquierdo y el derecho, entre el lóbulo frontal y el lateral, entre la epífisis y la hipófisis. ¿Y los límites entre las circunvoluciones, los ventrículos y las fisuras?
En un traslape tal vez sofístico y no menos capcioso, algunos medios audiovisuales asimilan el sentido psiquiátrico de los “estados fronterizos” —una instancia preesquizofrénica: la de los borderliners— a la experiencia cotidiana de la vida en la frontera, es decir: a la locura y la degradación de la convivencia civil porque también hay fronteras en nuestros cerebros que “albergan un constante movimiento fronterizo, confinante, limítrofe”, dice Kapuscinksi. “De ahí los dolores de cabeza y las migrañas, de ahí tanta confusión”.
La personalidad fronteriza, pues, no puede asimilar dos o más de dos ideas contraspuestas que, aparte, se enrarecen aún más cuando la sensación es que todo el cuerpo nacional es frontera. Para bien y para mal, México se ha vuelto un país frontera, de Tijuana a Tapachula, de Matamoros a Acapulco. El tronco todo del país se ha convertido en frontera y ciudades fronterizas —por la simultaneidad informativa electrónica audiovisual– lo son tanto Celaya como Matamoros, tanto Oaxaca como Tecate.
“Aquí en América Latina”, dice el político y hombre de letras francés Dominique de Villepin, “todos aquellos que se aprovechan del desorden y del crimen encuentran en las fronteras una guarida fácil, un terreno predilecto en donde cristalizan las dificultades que tienen los Estados para controlar su territorio y para luchas contra las amenazas, nuevas y antiguas”. Y es que el concepto mismo de frontera está en crisis, si no es que siempre lo ha estado por su naturaleza misma. Su formulación jurídica o política difiere de una época a otra: es una idea que va rehaciéndose y afinándose a lo largo de la historia. La verdad de la frontera, se pregunta De Villepin, “no es acaso una permanente metamorfosis?”
Las fronteras defensivas como el muro de Adriano en el norte de Escocia o la Muralla China respondían a las condiciones bélicas de su tiempo, pero la tecnología militar de nuestra época —naval y aérea— impone otra mirada geopolítica de las fronteras.
“Somos contemporáneos de un mundo formado por ejes de poder y de influencia más que por territorios geométricos.”


La doble ausencia

En el pasado, cuando el flujo de las migraciones no era tan masivo como en nuestro tiempo, se experimentaba como un choque la adopción de otra cultura nacional. Había una brecha en la relación del migrante con el país de acogida y había también una rotura en su relación consigo mismo. Esta persona no podía experimentarse a sí misma junto con otras o como en su casa en el mundo. Al contrario, se experimentaba a sí misma en una desesperante soledad y en completo aislamiento. El emigrante que no vuelve sufre una “doble ausencia”, según le llama a este desarraigo el sociólogo argelino Abdelmalek Sayad.
Durante el año 2008 los mexicanos empleados legal o ilegalmente en los Estados Unidos enviaron a sus casas 25 mil millones de dólares, para mantener a sus familias y también para facilitarles la emigración. Es decir: 2,083 millones de dólares al mes, 480 a la semana, 68 diarios y 2 millones y medio cada hora.
Al enviar de Estados Unidos a México esas remesas, los emigrantes mexicanos —lo mejor del país, su nueva sangre, su capacidad de reproducir a la especie mexicana— alivian en gran parte la tensión social y le quitan un peso de encima al gobierno en turno. Sus remesas son apenas superadas por las de las exportaciones de petróleo y son superiores a las de la inversión extranjera directa. No es posible que a la larga o a la corta esto no tenga un efecto cultural, social y político.
La aventura de la migración, pues, ha pasado a ser un drama en la última década del siglo XX y la primera del XXI. “Disueltas idolatrías y utopías, derrumbados los colonialismos, derribados los muros, cortados los alambres de púas, llegaron los tiempos de las fugas, de los éxodos desde países de mala suerte y mala historia”, según el escritor siciliano Vicenzo Consolo.
Al periodista polaco Ryszard Kapuscinki le tocó ser testigo de dos grandes acontecimientos migratorios en sentido físico y en sentido político: la migración del campo a las ciudades (a principios del siglo XX, la población urbana mundial era del 15 por ciento y hoy es del 75) y la independencia política de las colonias.
Desvanecida la esperanza socialista, impacientes porque no pudo estrecharse el abismo entre la miseria y la riqueza, millones de jóvenes y de familias enteras optaron por dar el salto a tierras menos frustrantes. “Cambiaron de táctica”, dice Kapuscinski, “recurriendo a una penetración lenta por medio de la migración. Hombre tras hombre, familia tras familia, salen en busca y encuentran su pequeño lugar en el mundo desarrollado. Recogen fresas o limpian casas en California, venden abalorios a las puertas del Panteón de París o junto a la inclinada torre de Pisa”.
Sin ser la única tragedia de nuestro tiempo (aparte de la epidemia del sida, las guerras fraticidas, religiosas e interétnicas, el terrorismo, las masacres con armas bioquímicas, los bombardeos de población civil), la aventura migratoria —acuciada por la ilusión y la no improbable culminación feliz— no ha significado poco sufrimiento.
Para los indigentes o desempleados, carentes de documentos, las fronteras equivalen a un encierro y a una barrera que les limita su derecho al trabajo y a una existencia digna. Y puesto que no tienen más que una sola vida —y un solo capital: su juventud y su fuerza de trabajo— no vacilan en intentar el salto y, como la Alicia de Lewis Carroll, cruzar el espejo, aunque en la casa que está del otro lado todo parezca estar al revés: las palabras, por ejemplo, los letreros. Los pusilánimes se quedan atrás.
Este tránsito, sin embargo, está lleno de escollos y animales venenosos, arenas desérticas y temperaturas superiores a los 46 grados centígrados. No pocos terminan en la muerte por sol. Padecen los efectos de la deshidratación, el asalto de los bandidos, el abandono de los traficante de vidas humanas, el acoso de las policías de ambos lados. Fallecen asfixiados en camiones cisterna o en contenedores. En otras latitudes, entre África y Europa, en las costas de las islas Canarias y de Sicilia, conocen la muerte por agua y sus pateras o botes salvavidas se convierten en ataúdes sin lápidas.
Y es que la capacidad de ilusión del ser humano no tiene límites, especialmente si se es joven y se cuenta con un espíritu arrojado y audaz. Gracias a la televisión, la riqueza de otras naciones entra en las casas como espectáculo o como publicidad y, en consecuencia, como deseo: se anuncia un producto pero al mismo tiempo se vende un estilo de vida y se cultiva una promesa.
Cuenta Hans Magnus Enzensberger en su estudio La gran migración que en épocas de pleno empleo en Estados Unidos se llegó a reclutar a diez millones de inmigrantes, tres millones de magrebíes en Francia, cinco en Alemania, donde ya tienen residencia legal.
A fin de restablecer la pirámide de edad, se calcula que en Estados Unidos es necesaria la llegada anual de cuatro a diez millones de inmigrantes jóvenes, mientras que en Alemania se requiere de por lo menos un millón.
La gente escapa de las enfermedades y las dictaduras, abomina del desempleo y el hambre, huye del campo en donde se ha extinguido el modo de vida rural o la desplaza la mecanización de la agricultura, emigra a las ciudades o se juega la vida yéndose al extranjero. Porque el emigrante no se va a esperar a que se disuelva la polaridad cada vez más distante entre ricos y pobres, porque está harto de la miseria y la impotencia, porque sabe —como escribe Kapuscinski— que “la pobreza es una especie de sida social y al igual que el sida, en la mayoría de los casos, es incurable”.


La ola migratoria

Sin embargo, en nuestros días, la situación ha cambiado. Por la fuerza de los hechos y el aumento de la ola migratoria, se establecen de manera más natural las relaciones entre el inmigrante que llega y la gente del país anfitrión. Los prejuicios raciales, que no dejan de existir y perturbar, se trascienden por el impulso natural de la atracción sexual y el paso del tiempo, las generaciones de jóvenes que sustituyen a las de sus padres y abuelos, van enriqueciendo las poblaciones multirraciales en los países europeos, por ejemplo.
“La emigración es una verdadera mina de oro para la sociedad que la recibe”, sostiene la novelista española Rosa Montero. “En su inmensa mayoría, los emigrantes son lo mejor de sus países de origen: las personas más emprendedoras, más despiertas, más valientes, más activas, más responsables.”
Debido también a esta novedad de nuestro tiempo, han surgido nuevos fenómenos sociales y culturales como la formación de las comunidades transfronterizas o transnacionales en los países de llegada.
Total, que la composición de lugar de esta primera década del siglo tiene rasgos que antes no habían contemplado (porque no estaba allí) los sociólogos, los antropólogos y los etnólogos.
Enzensberger dice también que apenas es el comienzo, que no tenemos ni idea de lo grave que va a ser el problema de las emigración dentro de quince o veinte años. El caso es que, por el cambio generacional de los emigrantes, ya no se vive una “doble ausencia”: se construye más bien otra identidad nacional que nunca abandona sus valores culturales originarios. Es el caso de los nietos de hindúes y paquistaníes en Inglaterra o de los hijos y nietos de los argelinos en Francia.
La frontera ideológica se erigió en la Cortina de Hierro, pensada por Winston Churchill, y se desvaneció con la caída del muro de Berlín.
La aceleración de la globalización ha hecho porosas todas las fronteras. Los flujos de capital y de mercancías. La circulación instantánea de la información audiovisual. Y la migraciones, que cuestionan las fronteras antiguas. Ciento cincuenta millones de personas emigran cada año en el mundo. Veinte millones de refugiados buscan asilo.
Paradójicamente, antes de la globalización el mundo era un pañuelo. Tenía uno otra manera de vivirlo. La aldea global de Marshall McLuhan nos es común a todos, pero al mismo tiempo nos queda grande.



Comunidades transfronterizas

En la primera década del siglo vivimos en un espacio de flujos de capital, de bienes y servicios, de mercancías y de migrantes, que serían inconcebibles sin los flujos paralelos de la información audiovisual, las novedades culturales, musicales, cinematográficas, televisivas, y sin la beligerancia de las organizaciones criminales que se aprovechan de la tecnología más avanzada (antes sólo de uso militar) para acrecentar su poder y su logística.
En este contexto geopolítico y económico se da el surgimiento de las llamadas “comunidades transnacionales”. ¿Pero cómo puede haber una comunidad sin ley propia, sin territorio y fuera de su país original? La globalización ha venido a trastocar lo que hasta ahora se ha entendido por Estado-nación y comporta dinámicas nuevas con las que van apareciendo fenómenos exclusivos. Uno de ellos precisamente es el de las “comunidades transnacionales”.
Un ejemplo sería el de los grupos de colombianos que tienen su asiento en el Bronx, en Nueva York. Colombianos de Cali, Medellín, Pereira, Bogotá o Cartagena, constituyen una comunidad que si bien se ha ido integrando a la cultura norteamericana —o neoyorkina específicamente— conserva sus usos y costumbres, su estilo, que perviven en sus pueblos de Colombia.
Una vez llegó también al Bronx un poblano con una máquina de hacer tortillas. Después, poco a poco, su barrio empezó a llenarse de jóvenes mexicanos, pero casi todos de Puebla. Son la mayoría de los muchachos mexicanos que trabajan en Manhattan en las tiendas o en los restaurantes.
—Ni me digas de dónde vienes, paisano. Eres poblano —les dice uno.
—Sí, de San Martín Ixmilucan.
Lo mismo sucede en Los Ángeles con la comunidad
oaxaqueña zapoteca o en San Quintín, Baja California.
Piénsese como un ejemplo espejo lo que se reconoce como “comunidades de internet” que también, obviamente, son supranacionles. Comunidades de artistas, pintores, cardiólogos, etcétera, se comunican desde diferentes partes del mundo a lo largo y ancho del espacio cibernético.
Puede uno sentir —por las facilidades, el precio y la abundancia de vuelos aéreos, por el teléfono fijo o celular, los cajeros automáticos, el correo electrónico y la red— que vive varias ciudades al mismo tiempo, es decir, donde están sus afectos, es decir, su comunidad personal.
Dice Federico Besserer que algunos miembros de la comunidad de San Juan Mixtepec, Oaxaca, transitaron de su condición de sanjuanenses a estadounidenses, sin pasar por la mexicanidad, ya que su condición de indios era considerada en México el oximoron de la nacionalidad mexicana. Y algunos han aprendido el inglés primero y no el español:
“En 1995, cuando me paré en un minisúper en la salida de Halfmoon Bay, al norte de California, como a las seis de la mañana, escuché a una niña ordenar: Get the guets!
—¿Qué es eso? —le pregunté en español y me di cuenta de que la niña no lo hablaba.
—¿What do you mean by “guets”? —le pregunté de nuevo.
—Las tortillas, en zapoteco —me explicó la niña.


Y eso se debe, pues, al cambio de lo que antes, desde Thomas Hobbes y los enciclopedistas franceses, se reconocía como “Estado-nación”.
En cuanto al sentido de pertenencia ¿cuál es la patria chica, el terruño, si no esos espacios transnacionales?
Michael Kearney cree que asistimos al fin del Estado nacional y que las comunidades transnacionales le dan cuerpo a lo que en el futuro será la relación entre Estado y sociedad.
La comunidad transnacional de San Juan Mixtepec, Oaxaca —según los estudios del antropólogo Federico Besserer–, incluye Harrisonburg, Virginia; Arvin, California, Chandler Hights, Arizona, en Estados Unidos, y San Quintín, en la península de la Baja California, México.
En Madera, California, como en la colonia Maclovio Herrera, en San Quintín, viven más de mil mixtecos en cada una.
Han dejado atrás la visión territorial de la “comunidad” y han incorporado el viaje, el movimiento, como una nueva tradición.
La idea que subyace en el concepto de ciudadanía transnacional es que el migrante tiene todo el derecho de ser ciudadano sin que por ello tenga que renunciar a su identidad nacional. Por eso son muy pocos los países que niegan la doble nacionalidad. Es de lo más común ahora que una persona tenga dos pasaportes.
El contexto de todo ello es lo que los norteamericanos llaman globalización y los franceses mundialización. Este panorama internacional es nuevo porque se caracteriza por algo que antes no estaba allí. Los flujos migratorios cada vez más densos van creando en los migrantes nuevas formas de identidad y de pertenencia que van mucho más allá del multiculturalismo.
Empiezan a ponerse en entredicho casi todas las formas de control de las diferencias basadas en la territorialidad, la cada vez mayor movilidad, el aumento de la migración temporal, cíclica, y periódica, los viajes cada vez más fáciles y más baratos, la comunicación producto de la revolución tecnológica. Y son nuevas estas formas de adscripción identitaria especialmente desarrollada entre los inmigrantes.
Su identidad no se basa en un cierto territorio y por eso son un fuerte desafío a los conceptos convencionales de pertenencia a una sola nación, a un solo Estado.







La era de la criminalidad

Tal vez tengan que pasar varios años para discernir si a nuestra época se le identificará históricamente con la criminalidad. Las nociones de Estado, país, nación, gobernabilidad, tanto como los indicadores económicos, cambian de matiz o sustancialmente y es probable que necesitemos nuevas categorías para entenderlos. Porque hay un factor que siempre ha estado en las sociedad pero que nunca había tenido una beligerancia tan portentosa como la de ahora: la delincuencia organizada.
Somos contemporáneos de la mundialización del delito. Somos súbditos del imperio global del crimen
Las estadísticas que tratan de establecer el producto interno bruto, el ingreso per capita, el índice de las remesas procedentes del exterior, la cantidad de millones de dólares que los mexicanos guardan o invierten en otros países, se distorsionan porque no se pueden conocer ni calcular los flujos de la economía criminal.
Hemos transitado de la era de las ideologías a la criminal (vivimos en mundo en el que ya no importan las ideas) porque, a pesar del desarrollo tecnológico o gracias a él, estamos asistiendo a una cada vez mayor criminalización del mundo. Esta toma de conciencia (más que una sospecha) no es nueva. Ya en los años 70 se hablaba, por lo menos entre los escritores, de una “sicilianización” del planeta, como si el modus operandi de la mafia hubiera permeado las formas de hacer política y de gobernar. Había ya la sensación de que se mezclaba la actividad delincuencial con el ejercicio del poder formal del Estado, en todas sus dimensiones: ejecutiva, legislativa y judicial. En esta transformación los jueces (los magistrados que llevan la toga pretexta) son tan importantes como los legisladores y los funcionarios administrativos. Y la policía, por supuesto. Sobre todo la policía y el ejército. El interés general (o el llamado bien común) se ha perdido de vista y en algunos países se gobierna para proteger a los diversos grupos hegemónicos de cada país.
Si en este tramo de la historia somos contemporáneos ya de la “edad del crimen” o de la “era de la criminalidad” se debe en gran parte a que ha cambiado la composición de lugar y de poder en el planeta. Ya no estamos viendo la película que veíamos antes. Las guerras ya no son las mismas (enfrentamiento entre Estados, conquista territorial). En el mundo moderno el territorio, por grande que sea, a veces no tiene ningún valor material ni estratégico. Lo que cuenta es el poder económico y militar.
Los actores beligerantes de nuestro tiempo son las mafias, las milicias tribales, los terroristas, los narcotraficantes y los mercenarios al servicio de todos ellos: grupos armados que se desmarcaron del Estado. Y si los grupos criminales han progresado como nunca a escala mundial es porque la nueva tecnología les favorece, porque cayó el muro de Berlín, y porque su capacidad financiera y de fuego es mayor que la de muchos países. La tecnología de punta en las comunicaciones —que antes era de uso exclusivo militar—, como internet, ahora sirve para hacer más eficiente y productiva la labor criminal.
Es otra la relación de fuerzas, la geopolítica, y por tanto el contexto en el que México enfrenta sus problemas internos. Se han desvanecido por lo demás las nociones que antes definían la naturaleza del Estado: el de monopolista de los instrumentos de violencia. El enemigo ya no es otro Estado nación (aunque no se puede olvidar el conflicto entre India y Pakistán). Todo esto cambia las reglas del luego. Los protagonistas de las guerras se mueven más por sus creencias tribales, raciales y religiosas.
Hace cinco años The Economist ya publicaba que en el mundo se mueven 15 millones de contenedores —el 90 por ciento del comercio mundial— y sólo el 2 por ciento pueden ser controlados por las aduanas. No hay fuerza aduanera que pueda controlarlo todo.
Nunca como ahora la extensión de la economía criminal había sido tan grande: un verdadero desafío armado y logístico a lo que queda del Estado moderno en este tramo de la historia.
Misha Glenny, autor de McMafia, periodista británico de origen ucraniano, cree que todo esto es consecuencia de la globalización —la tecnología ha multiplicado las ganancias del crimen— y que la nuestra es la edad de oro de la mafia: la edad del crimen.
No estaríamos hablando de estas cosas si no fuera por un libro recientemente aparecido: El G-9 de las mafias en el mundo, obra del criminólogo francés Jean-François Gayraud.
“Las mafias no son un fenómeno marginal, sino un poder oculto y configurador del escenario mundial que maneja cifras de dinero mareantes.”
“Se trata de una realidad geopolítica instalada en la médula del entramado político y económico de la sociedad.”
Entonces, más que la “era de la información”, como le gusta llamarla a Manuel Castells, estaríamos viviendo ya en la “era de la criminalidad” como nunca antes en la historia, por su profusión, por su fuerza, por su liga secreta y solapada con representantes del Estado, los partidos políticos y los jueces de la más alta investidura.


Gran finale

Pero por lo pronto, podemos decir que nos ha tocado vivir un mundo tan maravilloso como trágico. El siglo
XX ha sido el de la descolonización y el de las grandes migraciones del campo a las ciudades, el fin de la guerra fría, la revolución electrónica, las revelaciones de la neurología (el descubrimiento de esa terra incognita que sigue siendo el cerebro). Nunca antes se habían inaugurado en el escenario político tantos países, más de ochenta. Empieza a llegar a la jefatura de los Estados una nueva generación de políticos, a la Casa Blanca por ejemplo.
Si en las civilizaciones antiguas lo que tenía más valor era la tierra y la máquina, “en la civilización que está surgiendo ahora no habrá nada más valioso que la mente humana, su capacidad de conocer y crear”. Ojalá que una mayoría cada vez más numerosa tenga acceso a la que tal vez sea la experiencia mas sublime del ser humano: el conocimiento.
El telégrafo, la radio, el teléfono, la televisión, el cine, no acabaron con las prensa escrita como se temía; ahora ni internet ni el correo electrónico sustituyen al reportero in situ, con todo su miedo y sus emociones en el lugar de los acontecimientos y que no ha perdido la fe en la palabra escrita: los medios amplían el método de transmisión de la palabra. No se acaban unos a otros: se complementan.
Somos los primitivos de una nueva era.

http://federicocampbell.blogspot.com/

Tijuana Noir

Si necesitas algo,
nada más chifla.

–Humphrey Bogart en
Tener o no tener


A los franceses se les ocurrió primero llamarle negra (noir) a la novela policiaca porque de ese color era la colección lanzada por la editorial Gallimard en 1946, apenas terminada la guerra. Y así, por extensión, una revista de los años 20 en Nueva York adoptó el título de Black Mask y sus colaboradores —como Dashiell Hammett y Raymond Chandler– pasaron a la historia como padres de la novela negra norteamericana. Al cine de gángsters de los años 40, cuyos rostros correspondían a Humphrey Bogart o a Robert Mitchum, también se le identificó como cine negro. Hace ya un año que pasa por televisión una película de dibujos animados de la misma onda: Film Noir.
Y es precisamente en ese contexto histórico y literario que Eduardo Flores Campbell escribe su primera novela, Tijuana Noir. A long short story. Desde sus primeras páginas se va desgranando poco a poco la investigación de un asesinato: el de un sacerdote católico que se cometió bajo fuegos cruzados en el aeropuerto de Tijuana. La trama pretende mostrar, sin competir con el realismo de la prensa diaria, las relaciones entre representantes del Estado –no hay que olvidar que policías y políticos tienen la misma raíz etimológica—, la Iglesia y el crimen organizado.
Tijuanense nacido en San Diego, Eduardo Flores Campbell escribe en inglés y quiere retratar el imaginario colectivo de la Tijuana de los años 90 en el que nunca se previó que las cosas iban a ponerse peor. El tic tac de la novela se oye y sigue muy bien gracias al talento y la pericia del narrador que siempre está consciente de que el narcotráfico es el contexto, no el texto: el continente, no el contenido; la taza, no el café. Sabe que la crónica periodística cotidiana va por delante de la recreación novelesca y por lo tanto aspira a más, a una mayor densidad y a las otras sutilezas y paradojas que supone la complejidad de los seres humanos. Sabe que, muchas veces, el poder supera a la ficción.
Y así van compareciendo un asesino que trata de borrar sus huellas, un Procurador en el que nadie confía, un detective privado al estilo de los años 50 (tipo Robert Mitchum), y una arquetípica famme fatal que le pone pimienta al asunto. Tijuana Noir tiene la plasticidad del cine negro de los años 40 y no desdeña una galería de personajes miserables, condenados, marginales, que vienen de la crónica policiaca tijuanense, la cultura pop y la experiencia crucial que supone la vida en cualquier frontera.
En una nota que no disimula cierta coquetería literaria, en el mejor sentido, Flores Campbell agradece a quienes le han contado múltiples anécdotas de orden criminal y a su padre, con quien compartía el gusto por las viejas películas policiacas rescatadas por la televisión.
De imaginar una adaptación cinematográfica de su novela, EFC dice que en ausencia de Robert Mitchum, Charlton Heston, Ricardo Montalbán y Jane Greer, se tomaría la libertad de incluir a Robert Downey Jr., Clive Owen, Diego Luna, dirigidos, por supuesto, por el talentoso y admirado Alfonso Cuarón.
Para inspirarse dice que cuando escribía escuchaba a Michael Bublé (su versión de Fever) y a Patricia Kaas (su interpretación de Scene de Vie y A l’enterrement de Sidney Bechet).
Bravo.

eduardo@tijuanoir.com

Tijuana Noir puede verse en www.authorhouse.com
y se puede comprar en www.amazon.com

Thursday, February 10, 2011

Tijuana in a nutshell

There are two Tijuanas: that of the locals, and that of the rest. The true Tijuana belongs only to the oldest families, the grandparents and great grandparents of Tijuana. The view from outsider, on the other hand, tends to come into focus through fantasy, stereotype and cliché.
But it is the outsider World that in part created Tijuana (the furthest and uncommunicated town from the country’s capital, México City) at least in business and touristic services: hotels, bars, bullrings, boxing, and mainily casinos that forsaw the future Las Vegas. This was happening a few years after the turn of the Century, around 1907. A german beer expert was brought to the Mexicali brewery whose most important market was in Avenida Olvera, former name of Tijuana’s Revolution Avenue.
In the 19th Century, Tijuana resembled the set of and old Western ——a few houses, some wooden corrals, mud-caked roads and a custums hut to register the passage of caravans heading to the port at Ensenada.
The city only came into its own in the 1920s, thanks to the Volstead Act, which amended the Constitution of the United States to prohibit the production and consumption of alcohol, as well as gambling, boxing and horse racing. A puritanical, moralizing campaign had gained momentum in California, and vices and worldly pleasures were roundly demonized.
So Americans preserved their good consciences by exporting their vices to the new city emerging on this side of the border, which soon became a nerve center for the production of all sorts of alcohol, from brandy to Mexicali beer.
Capital from the American underworld was largely responsible. American investors like Marvin Allen, Frank Beyer and Carl Withington oponed saloons and broke ground for the construction of casinos like the Foreing Club, the Montecarlo and the Agua Caliente, which was built alongside the hot springs of the same name. And American tourist paid for the prostitutes, the boxing clubs and the opium.
Of course, the particular vices changed a bit in the 20th century, but the city largely kept on playing the same role for its Northern neighbors. Until the violence came to Tijuana, and change everything. Suddenly, this pressure came from the south in the 1990s —drugs (and the violence and law of the jungle that come with them) were heading north and Tijuana was the last stop before the border. Professional drugdealers and assasins from Sinaloa, such as the Arellano Brothers, gradually were settled here as one of the strongest and cruellest mobs of the continent. It was like a tide shifting. Instead of an influx of visitors from the north, we felt immense pressure from the south, squeezing Tijuana, and scaring away all the tourists.
Drug trafficking and violence have had a devastating effect on Tijuana’s economuy. The murders, kidnappings and decapitations reached a peak in 2008. American stopped coming. Stores closed. Bars were boarded up. Those Tijuana families who could afford it moved to San Ysidro, San Diego and Bonita, California, to sleep in peace. Even local officials of Tijuana City Hall bought or rented houses in La Jolla and Coronado.
But now Tijuana is recovering. In December 2009 there were 56 homicides narco-related. In January 2010 the statistics went up to 67, but next February the number was 31, 17 in March, 22 in April, 12 in June, 31 in July and 23 in August, according to an investigation of Eduardo Guerrero.
The violence has begun to subside, thanks to the work of the local police and the regular mexican Army’s soldiers and Navy’s mareens and the capture last January of El Teo, an infamous murderer and drug lord. Avenida Revolución, dead for the past three years, is showing signs of life. On Friday and Saturday nights it is packed with young people. Caesar’s, a very simbolic and old local restaurant and hotel (where the famous salad was invented) just reopened, and one block over, rock and blues bands get together to play at the music hall. Not for nothing, british rock’n’roll musician and filmaker Julian Temple (he played with the Pistols) is about to start shooting a long documentary on Tijuana, as he did in his Detroit film.
No, the tourists haven’t returned. It’s the locals, the people of Tijuana ——who kept to themselves during the worst of the violence—— who are now reclaiming their territory, for the first time since it was a dusty cow town.
“We have to change our image”, says Jaime Cháidez, a local journalist. “We can’t rely on tourism anymore. The city stills stands, as noble as ever. It is surviving, growing, pucking itself up.”
And for perhaps the first time in more than a century, it is the Tijuanans who are driving that growth. In a sense, then, it is the very violence that plagues Mexico that has returned Tijuana to the people who live there.
A few days ago, a statue was unveiled honoring Rubén Vizcaíno Valencia, a writer, teacher and promoter of Mexican culture who died in 2004. He is the first Tijuana native to be honored in this way, and there he stands, presiding over one of the hallways of the Centro Cultural Tijuana.
I like to think the kids walking by. “Adiós, teach,” they always say. “Adiós, tech.”

Buen lugar para ser de allí

A good place to be from
En casi todos los casos la procedencia o el lugar natal no tiene gran importancia porque nadie escoge el lugar donde nació y por lo mismo no es responsable. Uno puede responder por lo que haya dependido de su voluntad, pero no por ser calvo, prieto, chaparro, feo, viejo, negro o albino.
Una vez estábamos en un coctel de periodistas en una universidad de Minnesota y se me ocurrió comentarle a mi interlocutor, un catedrático de literatura, que realmente de Saint Paul eran no pocas celebridades de la historia. Mencioné a Charles Lindbergh, Bob Dylan, Francisco Scott Fitzgerald, Lessica Lange, y algún otro. Siendo él de Saint Paul, me dijo que no había reparado en ello pero que en todo caso Saint Paul era un buen lugar para ser de ahí: It’s a good place to be from.
En el gremio de los escritores, o en eso que en otros países se reconoce como la “sociedad literaria”, parece contar poco el que uno de ellos sea de este u otro sitio. No es bueno ni malo. Es un dato que se suma a la individualidad de cada quien y que da o no da color a su obra. Lo que suele reclamárseles, por parte de sus paisanos, es que se hayan ido del pueblo para volver o para no volver jamás. Juan Rulfo se fue se de San Gabriel, Jalisco, Arreola de Zapotlán, Inargüengoitia de Guanajuato, García Ponce de Mérida. Y entre los latinoamericanos se sabe hasta la saciedad que García Márquez dejó Aracataca para siempre y Mario Vargas Llosa abandonó Arequipa, el lugar donde fue echado al mundo y que ha marcado su peruanidad, su inconfundible ser peruano a pesar de haber vivido ya la mayor parte de su vida en Europa.
En su Crítica bajo presión, prosa mexicana de 1964 a 1985, Huberto Batis recoge la inquietud de un lector que se pregunta si hubiera sido distinta la obra de algún autor si se hubiera quedado en su pueblo. La especulación es ociosa, pero estadísticamente son muchísimos más los que desde muy jóvenes dejaron atrás el lugar natal.
¿Qué hubiera sido del escritor Ramón López Velarde si se queda en Jerez, José Luis Martínez en Atoyac, Antonio Alatorre en Autlán, Amado Nervo en Tepic, Efrén Rebolledo en León, Alfonso Reyes en Monterrey, Efraín Huerta en Silao, Agustín Yáñez en Yahualica?
¿Cómo se leería hoy en día la obra de José Revueltas si se hubiera quedado en Durango, si José Gorostiza nunca hubiera salido de Vllahermosa, si Jorge Cuesta no hubiera escapado de Córdoba, si Julio Torri hubiera vivido toda su vida en Saltillo?
¿Qué tal que José de la Colina nunca se va de Santander, Jaime Sabines de Tuxtla, Juan Vicente Melo de Veracruz, Jesús Gardea de Delicias, Huberto Batis y Emanuel Carballo de Guadalajara?
Es cierto que William Faulkner nunca salió de Oxford, Mississippi, ni Emanuel Kant de Königsberg, ni Luis Humberto Crosthwaite y Heriberto Yépez de Tijuana, pero eso no hace sino confirmar que la procedencia natal no es determinante. Ni defecto ni virtud.

Nazca donde nazca, el escritor habrá de hacerse ciudadano del mundo y escribir sobre lo que escriben todos sus contemporáneos: sobre el ser humano y sus pasiones, el amor, el poder, la vida como metáfora de la literatura, la literatura como metáfora de la locura.
Finalmente en nuestros días se vive en todas partes al mismo tiempo porque somos los primitivos de una nueva era, la de los celulares, el internet y los aviones que nos permiten estar aquí y allá.

Cardiograma de Tijuana

De Tijuana se suelen tener por lo menos tres visiones: la de los nativos, la de los mexicanos en general, y la de los extranjeros. Existe una Tijuana interior, la de las familias más antiguas, la de los abuelos y bisabuelos tijuanenses. La mirada del exterior (la de los otros mexicanos y la de los extranjeros) suele alimentarse, en cambio, de la fantasía, del estereotipo y del lugar común.
Los viejos residentes conocieron los efectos de las sucesivas guerras de los años 40 y principios de los 50. Los soldados del Army y los marineros de la Navy solían relajarse en las cadenas de bares a lo largo de la avenida Revolución. Aún se sentían algunas secuelas de la conflagración mundial —los apagones antiaéreos de San Diego— y el flujo entre un país y otro era mucho menos que ahora. La ciudad andaba en los 50 mil habitantes.
Tijuana empezó a existir en el mapa cuando en 1848 se firmaron los tratados de Guadalupe Hidalgo resultantes de la guerra entre México y Estados Unidos.
Durante la segunda mitad del siglo XIX Tijuana no pasó de ser unas cuantas casas y banquetas de madera parecidas al set de un western, unos corrales y unas “calles” de lodo, y una garita aduanal para registrar el paso de las caravanas a Ensenada, pero al promediar al siglo XX el villorrio ya contaba con 500 almas. Ahora tiene dos millones.
Entre 1910 y 1933 se armó como ciudad gracias a que en Estados Unidos imperaba la ley seca, la enmienda Volstead que no sólo vedaba la fabricación y el consumo de licor sino también los juegos de azar, las peleas de box y las carreras de caballos. Todo esto sumado al hecho de que en California cundía una campaña puritana y moralizante en contra del “vicio” y los placeres mundanos. Los estadounidenses podían preservar su buena conciencia gracias a que acá, de este lado, nacía una ciudad destinada al turismo y a la oferta de juegos, alcohol, opio y prostitutas.
Se creó el primer hipódromo en 1916 pero pronto se lo llevó el río. Otros negocios se aventuraban: pequeños casinos, arenas de box, plazas de toros, bares, pero no fue hasta la década de los años 20 cuando la prohibición del licor en Estados Unidos le dio otro valor comercial y turístico a Tijuana, que instaló sus barras y empezó a fabricar todo tipo de alcoholes digeribles, desde brandy hasta la famosa cerveza Mexicali.
La “leyenda negra” de Tijuana más que a los mexicanos se debe a inversionistas procedentes de la mala vida norteamericana. El caserío que no llegaba a pueblo hacia 1916 tuvo sus primeros casinos y cabarets gracias a la inversión de capital norteamericano. Marvin Allen, Frank Beyer y Carl Wiithington, fundaron la ABW Corporation y pusieron la primera piedra de casinos como el Foreign Club, el Montecarlo y el Molino Rojo.
Más tarde, en 1917, en un negocio redondo del gobernador Abelardo Rodríguez, llegaron con una fuerte inyección de capital los tahúres James Croffton, Baron Long y Writ Bowman, y construyeron el casino de Agua Caliente junto a unos manantiales de aguas termales.
Actualmente Tijuana se repone de una ola de violencia —asesinatos, secuestros, decapitaciones— que tuvo su momento más alto en 2008 gracias a la acción de la policía local y a la aprehensión de un multiasesino: el Teo. El narcotráfico venido del sur, no más que la violencia terrorista en Estados Unidos a partir de 2001, han repercutido en la desaparición del turismo.
La avenida Revolución —muerta durante los últimos tres años— empieza a resucitar. Las noches de los viernes y los sábados está llena de jóvenes de la localidad, no de turistas. Los tijuanenses recuperan su espacio. Han reinaugurado un restaurante muy simbólico de la ciudad: el Caesar’s, donde se inventó la famosa ensalada. Y a una cuadra de allí varios de los muchos grupos de rock que hay en Tijuana se reúnen para tocar en un gran salón de puertas abiertas. Esto no sucedía hace tres años. Nadie salía de su casa en las noches.
“Tenemos que cambiar nuestro perfil”, dice Jaime Cháidez, periodista local. “Ya no podemos depender del turismo. La ciudad sigue en pie, tan noble como siempre. Sobrevive, crece, se levanta, y retorna a una etapa muy parecida a la de los años 80.”
Hace unos días se develó una estatua en honor de Rubén Vizcaíno Valencia, escritor y maestro de literatura que murió en 2004. Fue un gran promotor cultural. Es el primer tijuanese al que se le hace una estatua de cuerpo completo y allí está sentado en unos de los pasillos del Centro Cultural Tijuana. Representaba y defendía otro tipo de valores.
“Adiós, profe”, le dicen los muchachos al pasar.





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Federico Campbell nació en Tijuana en 1941. Es autor de Tijuanenses (cuentos); La clave Morse, Transpeninsular (novelas); La invención del poder, La ficción de la memoria y Post scriptum triste (ensayos).
En 1995 obtuvo la beca J. S. Guggenheim.