Tuesday, February 14, 2006

Memorias de box y lucha

Hace unas noches vi en un canal una pelea del Púas, Rubén Olivares: la del 24 de noviembre de 1974 en Los Ángeles, contra Alexis Argüello. El pugilista mexicano perdió el título pluma por knock out, pero dio una de las batallas más dignas y admirables del boxeo mexicano. Su combatividad fue la de un guerrero, un caballero águila, en ese campo simbólico de la guerra en que se han convertido el box y el futbol. Me conmovió mucho la persistencia y la valentía de Rubén y pensé en el origen y el destino de estos luchadores por la vida que se forjan en las calles de la gran Tenochtitlan. Rubén perdió pero salvó la casta de los mexicanos.
Tal vez con la edad tiende uno a volverse sentimental. Dicen que cuando se empieza a fijar en los árboles ya se está volviendo viejo. A mí me asombran los yucatecos de Hermosillo, los laureles de la India de Yucatán y La Paz, los eucapiltos, los liquidámbars, los truenos de la colonia Condesa (alfombradas sus calles de jacarandas lila), y los pirules de Tijuana. También cambia uno en relación al box. Hoy en día ya no soporto una pelea, por mucho que la enfríe la imagen televisiva y no sienta uno, como en ring side, las salpicaduras de sangre. No lo aguanto porque me parece una carnicería y un ejercicio del sadismo y la crueldad. Por eso entiendo que El País, el periódico español, tenga vedada en sus páginas cualquier información o fotografía sobre ese tráfico de juventudes y de apuestas entre mafiosos en que se ha metamorfoseado el pugilato. Pero antes, en la memoria del boxeo, es en cierto modo algo distinto lo que sucede. Tal vez la edad del Púas sea la misma de muchos mexicanos de mi generación y, como su sucede en relación con los actores (Brando, De Niro, Pacino, Keitel, Finney) uno va dejando de ser joven junto con ellos. Y por tanto no puede uno evitar cierta simpatía y cariño por esos congéneres que nos espejean.
No a todo el mundo le gusta el box y ni los toros. Pero, como explican los andaluces, hay algo estético y estremecedor en las faenas de la plaza (aunque muchos sólo asistan para ver a qué horas cuernan al torero). También en el ring. ¿Cómo olvidar la maestría de un boxeador como Salvador Sánchez, la perseverancia y el rostro desfigurado de Daniel Zaragoza, la máscara que le ha esculpido el combate por la sobrevivencia? Me parecen seres mucho más respetables e íntegros que los políticos.
En Tijuana, hacia los primeros años de los 50, leíamos la revista Box y Lucha (y también hojeábamos u ojeábamos el Vea y el Vodevil, los fotograbados de nuestra iniciación erótica, todavía a medio vestir las muchachas, sugerentes, lejos de la ginecología en que han devenido ahora las publicaciones de mujeres desnudas). Y con Box y Lucha me puse a recortar enmascarados y a confeccionar un álbum con papel de estraza que me regalaba Ernesto Valenzuela, propietario de la tienda El Yaqui allí en la cuadra. Nunca imaginé que allí empezaría mi vocación de editor, con la que me he ganado muchas veces la vida (en Mundo Médico, en la imprenta Madero, en Siempre! y en Proceso, donde hice 22 libros).
El caso es que una vez, como a los 13 años, empecé tirar guante contra una pera loca que me regaló mi tío Felipe Naranjo, esposo de mi tía Chava, y unas guanteletas para darle al costal de arena que tenía yo colgado de una higuera detrás de la casa. Luego me volví un fanático del Santo de y de Black Shadow, a quien, ya desenmascarado, lo conocí en persona en la plaza de toros de Tijuana y me dio un autógrafo: Alejandro Cruz, que ponía en vertical su rúbrica.
Una de esas noches del verano sobre el trópico de Cáncer me hice de una máscara del Santo. Construimos un ring de aserrín y una lona en la casa de los Valenzuela, por detrás del callejón. Y se anunció mi lucha contra el Ito Martínez. No aparecía yo y el Ito ya estaba en su esquina. Se estaba impacientando la gente porque suponían que había yo huido del compromiso. Pero es que estaba dejando pasar unos minutos para crear expectación. De pronto me subí por una barda del callejón y me lancé enmascarado y con una capa de toalla larga grisplateada, como las que usaba el Santo. Levanté los brazos e hice mi aparición en el ring por la vía aérea. Mis hermanas no sabían si reírse o
llorar. El caso es que me quité la capa y me enfrenté al Ito Martínez. Me puso una tunda que me retiró para siempre de los cuadriláteros. Me movió la máscara y empecé a ahogarme. Luego me dio en el pecho con unas patadas voladoras y caí, como Rubén Olivares, con el hueco bucal de la máscara rasgándome la nariz ensangrentada. Pedí a gritos que me trajeran unas tijeras para cortar la máscara por detrás y permitirme respirar otra vez.

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