Monday, February 06, 2006

Abril es el mes más cruel

Abril es el mes más cruel, criando
lilas de la tierra muerta, mezclando
memoria y deseo, removiendo
turbias raíces con lluvia de primavera.

T. S. Eliot, La tierra baldía




Que un muchacho de Ciudad Juárez se pierda en una tormenta de arena, que otro joven de Tecomates, Jalisco, se desvanezca acribillado en el desierto de Irak, que uno más de Tijuana muera con sus ocho compañeros en la inmediaciones de Naziriya, hacia el sur de Irak, que otros dos de Guadalajara y Los Ángeles nunca vuelvan a ver su tierra natal, puede parecer imposible y novedoso. Pero la historia se repite con semejantes personajes o idénticas situaciones, con las mismas coartadas políticas, y la misma crueldad.
Como parte de ese destino que se da en la nación intermedia —la que se tiende sin fronteras, la que se va entretejiendo entre dos países condicionados por la geografía y la historia—, muchos mexicanos o estadounidenses de origen mexicano murieron en las playas de Filipinas durante la Segunda Guerra Mundial, en el desembarco de Normandía, en las colinas de Corea y en las ciénagas de Vietnam. Aunque hacía muchos años que no sucedía, nada tiene de extraña la escena de un par de militares del Army que toca en la puerta de una casa mexicana para dar la trágica noticia o entregar un “corazón púrpura” como póstuma medalla.
Hasta ahora se sabe que un total de 54 mil 756 soldados voluntarios de origen mexicano —el 3.9 por ciento de los militares en activo, según cifras oficiales del Pentágono— participan en las ramas más vulnerables de las fuerzas armas estadounidenses, la infantería de marina y el ejército. En los marines hay 13 mil 324 soldados de origen mexicano, y en el Army, 17 mil 461. Pero su representación en áreas menos arriesgadas es menor: apenas cuentan 2.8 por ciento en la fuerza aérea y 2.5 en la marina. En los altos mandos prácticamente no hay oficiales de origen mexicano.
Sin contar a los “extraviados en combate” (como Rubén Estrella Soto, de 18 años, de Ciudad Juárez ), a los prisioneros de guerra (como Édgar Hernández) o a los muertos por accidente (Diego García, de Sabinas Hidalgo, Nuevo León), en la primera semana de la guerra se han contabilizado al menos cuatro muchachos de procedencia mexicana:
José Ángel Garibay, de 21 años, de Tecomates, Jalisco, morterista, fue el primer mexicano muerto en una emboscada que cobró la vida de ocho marines. Se enroló atraído por la oferta de una beca para hacer después estudios superiores.
José de Jesús Suárez, de 21 años, de Tijuana, murió en combate al sur de Irak. Pertenecía a la Primera División de Infantes de Marina de la base naval de Camp Pendleton, en San Diego, California.
Jorge A. González, de 20 años, nació en El Monte, cerca de Los Ángeles, de padres mexicanos. Sucumbió en la misma brigada de José Ángel Garibay, en las afueras de Nasiriya.
Francisco Abraham Martínez Flores, 21 años, oriundo de Guadalajara, llegó a Estados Unidos a los tres años y también murió en la batalla.


Estas historias entran dentro de uno de los mayores dramas de nuestro tiempo: la inmigración. No todos estamos conscientes de sus dimensiones. Pero sabemos de la cantidad de pueblos mexicanos vacíos de jóvenes, sabemos de los cientos de miles que huyen de la miseria porque su país no les ofrece oportunidades de trabajo y de educación.
Al incorporarse a la sociedad estadounidense, a la edad en que se tiene una mayor capacidad de ilusión, el migrante, como es natural y humano, quiere ser aceptado por la sociedad estadounidense. A nadie le gusta ser rechazado. Y la mejor y más rápida vía es el ejército, aunque optar por esta apuesta pueda parecerse a la de la ruleta rusa.
Así, amparándose en una orden del poder ejecutivo, 5 mil 441 inmigrantes que se integraron a las fuerzas armadas están tramitando su ciudadanía, saltándose los requisitos normales que incluyen cinco años de permanencia en Estados Unidos como residente legal. La orden fue firmada por Bush y otorga la ciudadanía a todo soldado que ya estuviera activo el 11 de septiembre de 2001.
Si en los años 40 el objetivo de la guerra era muy claro, más justificado que en los casos de Corea y Vietnam, en la actual invasión de Irak no ha quedado muy clara la inminencia de la amenaza que se suponía. Nunca hubo pruebas contundentes. Pero a los muchachos que se enlistan, tan inocentes como sus padres también migrantes y que se guían por lo que quiere la televisión, los políticos de Washington tienen que ofrecerles una coartada para darle sentido a sus acciones. No se van a poner a explicarles a las madres que sus hijos van a matarse por el petróleo que necesita EU para sobrevivir como potencia. Es demasiado complicado. Es demasiado geopolítico. Se entiende mejor un mensaje simple: “Vamos a luchar por la libertad, vamos contra el terrorismo. Queremos que el mundo sea un lugar más seguro. Vamos a liberar a los pueblos donde hay dictaduras.” De esa manera, todo se reduce al ámbito de las creencias. Y las creencias no se discuten.

La tierra baldía, De T. S. Eliot, es un poema de 1922, pero por esa condición de visionarios que suelen tener los poetas sus versos entreven el futuro de una devastación: el vacío y la ruina que puede suceder a una conflagración nuclear. En todo caso, alude a los efectos de la guerra.
Hay quien dice que el famoso primer verso, “Abril es el mes más cruel”, se refiere al retoño de la vida. En la primavera nuevos tallos se advierten en las plantas y los árboles. Pero eso mismo no deja de ser cruel. Es una crueldad, insinúa el poeta, que vuelva la vida cuando el sufrimiento y la desolación han sido tan atroces.

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