Tuesday, February 14, 2006

Play ball en la Puerta Blanca

A Raymundo Zonta, in memoriam

A no ser por los play offs de las Liga de la Costa que se disputan los Naranjeros de Hermosillo y los Mayos de Navojoa en estos días, parece en el DF y en el sureste fuera de temporada ponerse a hablar de beisbol, pero el libro de Eugenio Carrasco, Play ball en la Puerta Blanca, me ha puesto a pensar en el profesor Zonta.
Era un hombre extremadamente serio, triste, que caminaba cabizbajo. Era hijo de otro beisbolista de origen siciliano, Stefano Zonta. Nosotros teníamos catorce años y nos daba clases de educación física –salto triple, cien metros— en la pista del galgódromo del casino de Agua Caliente, hacia 1953, donde tenía su asiento la secundaria de la Poli. No hablaba, mucho menos con unos chamacos ignorantes del pasado, pero sabíamos que gozaba de cierto prestigio deportivo. Fantaseábamos con que había estado en las Olimpíadas en los años de Joaquín Capilla y Alberto Isaac.
Esta historia del beisbol en Tijuana tiene su gran momento en los años 40, recién terminada la Guerra. El nivel de los peloteros no era bajo: los Potros de Tijuana jugaban en una liga internacional. Primero la Sunset y luego la Liga Arizona-México. En la página 100 del libro del Gene Carrasco, que de niño fue batboy de los Potros, destaca la fotografía de un muchacho de unos 26 años cuyo pie, abajo a la izquierda, dice: “Raymundo Zonta, Mr. Homerun, el primer pelotero profesional de alto poder en Tijuana. 1950.”
Viste el uniforme gris de los Potros, de pantalones anchotes y holgadas mangas, y sonríe bajo la visera de una cachucha guinda en la tercera base del estadio de la Puerta Blanca.
La imagen me vino a redondear la gloria juvenil del melancólico profe, del que sólo supe después que se había sacado la lotería, se había casado y murió de un infarto antes de los cuarenta años. Cuentan que se paseaba en un buick convertible por el bulevar Agua Caliente.
Eran los tiempos en que aún no se toleraba jugar a peloteros negros en Estados Unidos. De ahí que de pronto comparecieran entre los Potros beisbolistas excluidos de las ligas mayores. Sólo hasta 1950 Jackie Robinson hizo historia al entrar de tercera base –y no de segunda, como escribe Carlos Slim en Letras Libres— con los Dodgers de Brooklyn.
Y esta revelación de la memoria palimpséstica me remitió al romanticismo infantil de la palabra escrita asociada al beisbol. Los cuentos de Daniel Sada (“Cualquier altibajo”), Sergio Ramírez (en Clave de sol, “Juego perfecto”), Gerardo de la Torre y José Agustín (Cerca del fuego, “Juego perfecto”), se emparientan con los más célebres de Ring Lardner, sobre todo con “Horseshoes” (suertudo, chripo), que es una obra maestra sobre la rivalidad entre unos amigos del mismo pueblo de Michigan. (En su traducción al español, Campeón, la editorial barcelonesa Montesinos quitó este cuento porque los españoles y los argentinos no entienden de beisbol.)
En las zonas beisboleras, como en el valle del Mayo o en la región del Caribe, la jerga del juego entra en el lenguaje de la vida cotidiana (“le robaron las señales”, “está en tercera base”, “se voló la barda”, “llegó de pisa y corre”) y los adultos empatan el juego con su infancia y la relación con los tiempos de sus hijos chavalitos. Y no se diga en Estados Unidos, donde abundan las metáforas: “El rico nació en tercera base, pero cree que metió un triple.”
También en los sueños se ilumina el campo de pelota: uno siente que abanica la brisa o que mete un hit, que se barre safe en segunda o que se le cae la bola. La símbología del triunfo o del fracaso es evidente.
En las novelas de Paul Auster y Don
DeLillo el beisbol es un tema obligado: toda la primera tirada de Underworld, de Don DeLillo, tiene como leit motiv una pelota de beis. En La invención de la soledad y Mr Vértigo, Paul Auster recuerda el estadio Polo Ground (donde jugaban los Gigantes de NY). y a los Gigantes de Nueva York. Hay una escena en la que su padre va a comprarle al niño un guante pero se pelea furioso con el vendedor y no lo compra. Su hijo vive una tragedia.
Pero tal vez las líneas de beisbol más estremecedoras de la novela norteamericana estén en The Catcher in the Rye, de J. D. Salinger. El joven Holden Caulfield escribe una composición literaria sobre el guante de su hermanito de trece años para hacerle la tarea a un compañero:
“Era un guante para la mano derecha porque mi hermano era zurdo. Lo bonito es que tenía poemas escritos en tinta verde en los dedos y la cesta del guante. Allie los escribió para tener algo que leer cuando esperaba en la soledad del jardín central y nadie estaba al bat. Ahora Allie está muerto. Murió de leucemia el 18 de julio de 1946.”

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