Monday, February 06, 2006

Irás y no volverás

La emigración es una verdadera
mina de oro para la sociedad que la recibe.
En su inmensa mayoría, los emigrantes son
lo mejor de sus países de origen: las personas
más emprendedoras, más despiertas, más
valientes, más activas, más responsables

—Rosa Montero


Durante el año 2003 los mexicanos empleados legal o ilegalmente en los Estados Unidos enviaron a sus casas 13 mil 266 millones de dólares, para mantener a sus familias y también para facilitarles la emigración. Es decir: 1,105 millones de dólares al mes, 255 a la semana, 36 diarios y 1.5 cada hora.
Pueblos enteros de Zacatecas, Michoacán, Jalisco, se van quedando sin jóvenes. Las muchachas no hallan con quién casarse. El total de las remesas de los emigrantes mexicanos no han superado los ingresos de Pemex, pero sí los de la inversión extranjera directa y los del turismo. Y no puede ser posible que esta circunstancia no tenga a la larga un efecto político trascendente. La mayoría de esos muchachos no tienen acceso a la universidad, que suele ser un privilegio de las clases medias, ni a las cada vez más escasas fuentes de trabajo. El caso es que el país va perdiendo cada año su mayor y mejor fuerza vital y sexual, la más inventiva y emprendedora, en una espiral ascendente que no siguiere más que el fracaso del sistema político mexicano. Una derrota más.
La aventura de la migración ha pasado a ser un drama en la última década del siglo XX y la primera del XXI. “Disueltas idolatrías y utopías, derrumbados los colonialismos, derribados los muros, cortados los alambres de púas, llegaron los tiempos de las fugas, de los éxodos desde países de mala suerte y mala historia”, según el escritor siciliano Vicenzo Consolo.
Al periodista polaco Ryszard Kapuscinki le tocó ser testigo de dos grandes acontecimientos migratorios en sentido físico y en sentido político: la migración del campo a las ciudades (a principios del siglo XX, la población urbana mundial era del 15 por ciento y hoy es del 75) y la independencia política de las colonias.
Desvanecida la esperanza socialista, impacientes porque no pudo estrecharse el abismo entre la miseria y la riqueza, millones de jóvenes y de familias enteras optaron por dar el salto a tierras menos frustrantes. “Cambiaron de táctica”, dice Kapuscinski, “recurriendo a una penetración lenta por medio de la migración. Hombre tras hombre, familia tras familia, salen en busca y encuentran su pequeño lugar en el mundo desarrollado. Recogen fresas o limpian casas en California, venden abalorios a las puertas del Panteón de París o junto a la inclinada torre de Pisa”.
Sin ser la única tragedia de nuestro tiempo (aparte de la epidemia del sida, las guerras fraticidas, religiosas e interétnicas, el terrorismo, las masacres con armas bioquímicas, los bombardeos de población civil), la aventura migratoria —acuciada por la ilusión y la no improbable culminación feliz— no ha significado poco sufrimiento.
Para los indigentes o desempleados, carentes de documentos, las fronteras equivalen a un encierro y a una barrera que les limita su derecho al trabajo y a una existencia digna. Y puesto que no tienen más que una sola vida —y un solo capital: su juventud y su fuerza de trabajo— no vacilan en intentar el salto y, como la Alicia de Lewis Carroll, cruzar el espejo, aunque en la casa que está del otro lado todo parezca estar al revés: las palabras, por ejemplo, los letreros. Los pusilánimes se quedan atrás.
Este tránsito, sin embargo, está lleno de escollos y animales venenosos, arenas desérticas y temperaturas superiores a los 46 grados centígrados. No pocos terminan en la muerte por sol. Padecen los efectos de la deshidratación, el asalto de los bandidos, el abandono de los traficante de vidas humanas, el acoso de las policías de ambos lados. Fallecen asfixiados en camiones cisterna o en contenedores. En otras latitudes, entre África y Europa, conocen la muerte por agua y sus pateras o botes salvavidas se convierten en ataúdes sin lápidas.
Y es que la capacidad de ilusión del ser humano carece de límites, especialmente si se es joven y se cuenta con un espíritu arrojado y audaz. Gracias a la televisión, la riqueza de otras naciones entra en las casas como espectáculo o como publicidad y, en consecuencia, como deseo: se anuncia un producto pero al mismo tiempo se vende un estilo de vida y se cultiva una promesa.
Cuenta Hans M. Enzensberger en su estudio La gran migración que en épocas de pleno empleo en Estados Unidos se llegó a reclutar a diez millones de inmigrantes, tres millones de magrebíes en Francia, cinco en Alemania, donde ya tienen residencia legal.
A fin de restablecer la pirámide de edad, se calcula que en Estados Unidos es necesaria la llegada anual de cuatro a diez millones de inmigrantes jóvenes, mientras que en Alemania se requiere de por lo menos un millón.
La gente escapa de las enfermedades y las dictaduras, abomina del desempleo y el hambre, huye del campo en donde se ha extinguido el modo de vida rural o la desplaza la mecanización de la agricultura, emigra a las ciudades o se juega la vida yéndose al extranjero. Porque el emigrante no se va a esperar a que se disuelva la polaridad cada vez más distante entre ricos y pobres, porque está harto de la miseria y la impotencia, porque sabe —como escribe Kapuscinski— que “la pobreza es una especie de sida social y que al igual que el sida, en la mayoría de los casos, es incurable”.

1 comment:

pau salmon said...

Me parece por demás interesante su visión del fenómeno migratorio y la aprecio. Yo vivo en E.E.U.U. y me toca verlo todos los días pero creo que usted lo plasma de manera claramente poética y reflexiva a la vez. Creo que la educación es la clave del progreso, y la socialización de un fenómeno tan grande como este, el principio de todo. Hay que socializar, informar y sensibilizar a aquellos que nos ven lejanos y hasta inclusive, nos llaman "traidores" o "agringados" argumentando que somos menos mexicanos que ellos y pensando que todo aquí es muy fácil. En horabuena.