Tuesday, February 14, 2006

Tijuana en al corazón

No es lo mismo ver con unos ojos de quince años que con unos de sesenta y cuatro. La mirada de la gente mayor puede parecer más serena y aguda, pero la contemplación de los jóvenes que andan entre los doce y los quince años (la etapa de la escuela secundaria) casi siempre resulta más fresca, imaginativa y espontánea. Sus respuestas simples son una cápsula de información simbólica pero también una semilla: la visión que habrá de fructificar en los años sucesivos al empalmarse en el futuro la fantasía infantil con la realidad efectiva de las cosas.
Por eso yo en lo más íntimo (nací en Tijuana en 1941, así que imagínense mi edad) me siento como punto de referencia simplemente —y no por otra cosa— por el transcurso del tiempo que me permite comparar las impresiones de mi infancia con las de los jóvenes del siglo XXI.
Hacia 1956 Tijuana era no un pueblo ni mucho menos una ranchería pero sí una ciudad pequeña, de unos 60 mil habitantes. No era difícil tener el mapa completo de la ciudad en la cabeza: el centro y el rumbo de la Puerta Blanca, donde estaba el panteón y el campo de los Potros; las colonias de los cerros, la Libertad, la Independencia, la Morelos. Y hacia el Este, recorriendo el boulevard uno avanzaba hacia la presa Rodríguez y Tecate, pero antes de llegar al confín de Tijuana uno podía distinguir muy bien el centro escolar donde estuvo antes el Casino de Agua Caliente —convertido en escuela desde 1939— y las inmediaciones del Hipódromo haca el sur.
La Tijuana que ustedes viven es inabarcable. El gran conglomerado —la mayor parte de Tijuana con sus casi dos millones de habitantes— se desplaza del centro a la periferia y en dirección Suroeste y ya no se encuentra tanto en el centro histórico del primer trazo urbanístico. No puede crecer la ciudad hacia el norte porque allí está la línea. No se ensancha hacia el Oeste porque por allí triunfa el vasto océano, pero la mancha urbana se encamina hacia el Suroeste, hacia Tecate y el Valle de Las Palmas, alrededor del cerro Colorado y El Florido que acoge ahora a cerca del 70 por ciento de la población.
La primera composición de lugar que se hacen ustedes —a los trece, catorce años— tiene el valor del golpe de vista o la primera impresión. Pueden acertar en sus apreciaciones: ver la línea divisoria como un cruce de caminos, distinguir la pulcra supercarretera del otro lado y el descuido urbano de las calles que, del lado mexicano, se disparan hacia los cerros. O pueden ustedes, desde la subjetividad más natural, equivocase y confundir la ciudad de Tijuana con el país, México, o el estado, Baja California. Lo cierto es que siempre es un acá a diferencia del allá que se barrunta como una ilusión o como un monstruo intimidatorio y sin rostro.
Alguien dice: “Tijuana es una poesía y es de color rojo perverso, por tanto muerto que hay.” Basta la alusión a la sangre para señalar el lado oscuro y doloroso de la comunidad.
Casi todos ustedes reconocen el terruño y la primera expresión es el afecto: el cariño por la ciudad y hasta el celo ante los juicios ajenos y los estereotipos que desde afuera se elaboran sobre la ciudad de la “leyenda negra”, del narcotráfico y de una criminalidad sorda y anónima que no tiene freno e instaura su beligerancia en cualquier rumbo, al azar.
La querencia, el amor al pueblo, la declaración de fidelidad, comparecen antes que cualquiera otra estimación, por negra que sea:
“Es mi lugar de origen, donde hay mucha drogadicción, corrupción, vandalismo y alcoholismo, porque ves a algún lugar en la calle y ves niños, adolescentes y adultos drogándose, bebiendo, haciendo corrupción con los policías y los cholos robando cosas.”
Desde otro punto de vista, Tijuana “es la tierra que me vio nacer, es pasión de vivir cada día… Tijuana son campos abiertos al resplandecer del día, a Tijuana la llevo dentro de mi corazón…”.
Desde este mismo lado de la generosidad, “Tijuana es el refugio de todas las personas que vienen de México”.
¿Qué significa ser tijuanense? No importa si se nació o no en la ciudad. Uno es del lugar en que vive y ha elegido o en el que va a morir. Uno es del lugar donde lo quieren.
“No nací aquí. Yo vengo de un lugar más rural. Aquí en Tijuana hay mucha gente, autos, edificios, la vida es menos tranquila.”
Pero también es cierto que en las más elementales opiniones que expresan todos ustedes tampoco es posible —luego de refrendar el amor y la ternura por la ciudad e incluso por el barrio- disimular el miedo: la percepción de que algo en el ambiente presupone la violencia indiscriminada que a cualquiera le puede tocar. Ese terror no es diferente al que sentía yo antes de los catorce años cuando iba solo al cine Bujazán o al Zaragoza y no veía tranquilo la película. Tanto dentro del cine como en las calles amagaba siempre la presencia de los pachucos. Y uno no podía defenderse. Tenía que pertenecer a algún club o a una pandilla.
También, por otra parte, teníamos la fantasía de que “al otro lado” la vida era más digna de ser vivida, que allí sí se respetaba a la gente, que los policías no abusaban. Lo mismo dicen algunos de ustedes: “Me gustaría vivir en el otro lado porque allá puedes salir solo a la calle de noche y no te pasa nada.” Ya entonces vivíamos la zona de Tijuana y la de San Ysidro y Chula Vista y San Diego como un solo territorio, sin contar la frontera, como nuestro espacio en el que no contaban las demarcaciones políticas. Oíamos indistintamente el hit parade de las radiodifusoras del sur de California tanto como la tambora de las estaciones tijuanenses. Nuestras guerras fueron la Segunda Mundial, la de Corea y, años más tarde, la de Vietnam. A ustedes les tocó ser contemporáneos de la guerra del Golfo y de la invasión de Irak.
Por otra parte, la opinión más generalizada —entre ustedes, me parece— es que la muerte puede estar a la vuelta de la esquina o provenir, encarnada en los sicarios del barrio Logan, del otro lado. Porque esta observación no sólo se comparte con los amiguitos del barrio o del salón escolar; también se va abonando con las imágenes televisivas de los noticieros. Porque nunca como ahora —no era así en los años 50— había tal presencia de la televisión en los hogares. Si ahora las nuevas generaciones, como la de ustedes, viven con naturalidad la expansión planetaria de internet, en los años 50 y 60 todavía le encontrábamos un sentido al telégrafo y a los periódicos impresos.
“Hay menores que cometen delitos como los adultos”, piensan unos y, en su concepción natural de la justicia, no saben si debe castigarse por igual a un adulto que a un menor. Sin embargo, siento que en el fondo de su alma prevalece una noción fundamental de la justicia: no hacerle el mal a nadie.
“Para mí la justicia es no cometer fraudes y no abusar de otras personas.”
Para unos los drogadictos son “criminales o enfermos”, pero para otros “sólo lo hacen por diversión; o tal vez porque no tienen otra forma de calmar su dolor. No son criminales porque ellos mismos se están matando.”
¿Y la frontera qué es? ¿Cómo la ven? Es una zona intermedia o de intermediación.
“Para mí la frontera es como un suicidio. Requieres cruzar para el otro lado y a los días llega un recado diciéndote que tu familiar está muerto.”
En mis primeros años la frontera era la línea: la garita y los agentes, el paso a San Ysidro. Todo pavimentado. Sin embargo, veo que también asocian ustedes la frontera con la muerte; siento que para ustedes la frontera es el desierto. ¿Por qué, si los cerros visibles en el otro lado no tienen la aridez del desierto?
La frontera es algo que divide, a los dos países, a las dos ciudades, a los seres humanos. La frontera es un tajo, una cortada, una herida, una cicatriz (según dijera alguna vez Carlos Fuentes). También es una esperanza y una fuga. La frontera es la atracción por lo desconocido y una aventura. Sólo los más intrépidos la rebasan.
“Tal vez sea necesaria la frontera para evitar el paso de los terroristas, porque desde el 11 de septiembre del año 2001 esto ya no es lo mismo.”
Entre aquellos de ustedes de un poco de más edad
—de tercero de secundaria, por ejemplo, entre los trece y los quince años— me parece que el modo de sentir y pensar la ciudad empieza a ser más elaborado. Abundan en detalles. Se demoran en ideas más abstractas y sugieren, por ejemplo, que “sin el sentido de la frontera no podríamos entendernos; no podríamos ni siquiera hablar"”
La frontera nos define por contraste, y la relación yo-ellos se fija con total claridad desde un principio. No por el hecho de vivir en Tijuana se aprende inglés automáticamente. Hay que estudiarlo en la escuela particular o a solas, de manera autodidacta. Y vienen después conceptos más redondeados:
“La pulcra autopista que conduce de San Diego a la frontera se convierte al pasarla en la polvareda de la avenida Revolución. Por eso es una frontera urbana. Si ampliamos su visión. El desierto de Sonora no se diferencia del desierto de California.”
Muchas de sus creencias se forman en la mesa familiar, en el patio de recreo, en el aula, en la calle y en la televisión. También los mitos: la fantasía que de generación en generación se transmite por la historia oral: el mito de que “es la ciudad más visitada del mundo”, cuando sólo es la línea divisoria más cruzada del mundo. No se puede catalogar como turista a un trabajador de la colonia Libertad que todas las mañanas, a las cinco, cinco veces a la semana, cruza hacia el otro lado y regresa por la misma garita a las seis de la tarde. O el improbable mito de la “tía Tijuana” que compite, por su origen histórico, con el nombre indígena de un poblado: Tijuán.
Extrañamente, no hablan ustedes del mar. Como si vivieran muy alejados del Pacífico. Parecen vivir tierra adentro: ensimismados en el drama pero también en la devoción que significa acompañar a Tijuana en un tramo de su historia.







Arte y voces
Cada mirada es un mundo y para unos estudiantes como ustedes las pintas en los espacios públicos, especialmente las que se reconocen como graffiti, son una agresión visual al transeúnte y a toda la ciudad. Para otros son un grito de protesta legítimo y para otros más son la expresión de una sensibilidad artística.
Para unos los graffiti aparecen de pronto en la mañana, decorando o manchando las bardas o las paredes de los edificios; son una expresión plástica libre y espontánea. Para otros en cambio, no son sino mensajes en clave y de guerra, demarcación de territorios, “rayones” que adoptan la forma de la tipografía chola y recogen afrentas entre pandillas o juramentos de venganza. Se asocian, pues, con la delincuencia.
Esta concepción negativa —más que la que reconoce en los rápidos dibujos y en las estilizadas letras un deseo o una necesidad de manifestar una emoción o una
idea— es la que predomina entre los más jóvenes que ven en los graffiti un gesto del “vandalismo”, la ilegalidad y el desafío a los ciudadanos.


Mi casa en la frontera
Se dice que en la infancia cualquier ciudad es el paraíso. Sin embargo, la mirada de los jóvenes no se engaña a sí misma ni engaña a los demás; abarca las cosas y malas, con todos sus matices. Esa mirada puede también ser muy crítica.
Los propios puntos de vista sobre la vida en la frontera pueden confrontarse con los demás miembros de la familia. Allí, en la mesa familiar o en el cuarto de la televisión, se va aclarando una cierta sensación de la ciudad. No en todos los hogares predomina la tranquilidad, la armonía. Muchas casas hay tensiones y disgustos, pero el trabajo en la vida cotidiana, en el ir y volver de todos los días, reconfirma la necesidad del convivir en grupo.
La ciudad y la frontera parecen, en la visión de los jóvenes, palabras intercambiables. Son una y la misma cosa.
La frontera no parece ser la mera línea divisoria, la alambrada, el bloque de concreto custodiado por agentes. La frontera es el desierto de Sonora y Arizona, los cadáveres picoteados por lo pájaros, los garrafones de plástico vacíos y la muerte por sol.
Vivir o sobrevivir en la frontera representa vivir en el umbral, entre una cultura latina y una anglosajona, entre dos o más credos religiosos, entre la opulencia y la escasez. Entre la noche y el día, entre la lucidez y la locura.


De todos y de cada uno
No pueden ustedes utilizar categorías como “bonito” o “feo” cuando se trata de calificar al terruño. Predomina la querencia sobre el barrio, la escuela, el cine de la colonia, el campo de beisbol. Porque ninguno de ustedes ve a Tijuana desde afuera. Viven en Tijuana como dentro de su propia piel. Tijuana es la casa, la calle, el patio de recreo, el tránsito automovilístico ensordecedor. Tijuana es la escapada hacia la playa por la carretera a Rosarito, el sábado, el domingo, o en los días de verano. Pero Tijuana también son los amigos, los camaradas del barrio en los que se resguarda el adolescente solitario para su defensa y para su sobrevivencia entre las pandillas extrañas. Tijuana es la mesa familiar, la leche tibia, el calor de la cama, la madre. Eso: Tijuana es la madre protectora y exigente.
Aquí les tocó vivir. Y desde aquí se organiza su mirada. Desde aquí empiezan ustedes en esta vida y en este mundo a hacer su primera composición de lugar. Su asombro. Su interpretación de la vida. Desde aquí —en este punto del planeta, sobre el paralelo 32— empiezan a plantearse las primeras preguntas.


Parte de un rompecabezas
La violencia en Tijuana suele ser un elemento de zozobra en la vida diaria de la ciudad. No es posible no verla ni sentirla. Allí está, latente y previsible. Si no pocos entre ustedes captan la ciudad como un rompecabezas es porque en el fondo intuyen que hay innumerables Tijuanas, a veces tantas como la mente que las reconstruye e inventa. Cada Tijuana depende del estrato social y de la edad que tenga el observador.
El sentimiento de solidaridad les viene a ustedes de la compasión, del deseo de no juzgar ni condenar a nadie. Ciertamente tienen una conciencia del peligro, pero también la convicción de que no toda la gente es perversa. No falta quien vea en los drogadictos un impulso hacia la autodestrucción o una forma de evadir una realidad insoportable. Aquí se pone de manifiesto un sentido de la tolerancia y el respeto.
Ni infierno ni paraíso, Tijuana suscita pasiones e ilusiones, que se traducen en frases lapidarias.
La percepción que tienen ustedes de la frontera es muchas veces de injusticia. La indignación y la impotencia promueven asimismo la fantasía de que “al otro lado” no hay corrupción, los policías son insobornables, y que se puede dormir con las puertas abiertas. No es raro que estas creencias choquen con el muro de la realidad y que también se evidencie que “al otro lado” puede imperar la violencia y el crimen. Tanto como acá.
“La justicia es un valor que consiste en darle a cada quien lo que merece.”
Como “es una de las ciudades más visitadas del mundo, se dan muchísimas situaciones de injusticia”.
Tal vez la asimilación del desierto a la frontera provenga de los mensajes televisivos o de las primeras páginas de los periódicos. Debido a la proliferación de los medios audiovisuales (la radio, la televisión) ustedes, estudiantes de secundaria, se saben también habitantes del planeta (parte de los más de 6 mil millones de terrícolas) y entienden la situación de Tijuana en el contexto internacional. Tijuana no puede aislarse, por ejemplo, de los peligros que comporta el terrorismo contemporáneo, el drama de la emigración, la violencia del narcotráfico y la insensibilidad de los políticos.


Hacia el futuro
La palabra impresa permanece, como si fuera grabada en lanchas de bronce. Por eso las ilusiones plasmadas por ustedes en este libro permitirán ver si adivinan en lo esencial el porvenir.
Cuando yo tenía 14 años, en 1955, podía abarcar con la mirada la ciudad de las colinas o de las colonias como la Libertad, la Independencia, la Morelos. Pero en ese entonces la ciudad no se desbordaba más allá de los cerros y el aeropuerto. La teníamos en la cabeza como un mapa mental muy bien dibujado y nunca imaginábamos que al remontar el siglo XXI nuestra Tijuana pequeña, pueblerina, de no más de 60 mil habitantes, llegaría a ser una megalópolis de 2 millones de tijuanenses.
Cuando me fui a Hermosillo en 1957 a estudiar la prepa, me llamó la atención el que los hermosillenses no se estuvieran preguntando a cada rato cómo y qué era su ciudad. Esta propensión a la historia propia y a la pregunta sobre la ciudad es una tendencia muy particular de los tijuanenses. Tal vez porque la ciudad se compuso con mexicanos de todas las regiones: una fusión enriquecida con todas las culturas. Por eso a veces Tijuana parece (en algunos de sus barrios) tapatía o michoacana (en sus fondas y en su cocina) o bien sonorense o sinaloense. Tijuana es la fundición sentimental y lingüística del Noroeste.
Hay en muchos de sus opiniones una esperanza: la ilusión siempre de viajar, de salir a otros mundos y completar la aventura de la vida. Punto de partida, Tijuana es el lugar del planeta Tierra donde se opta por la vida y se consigue la seguridad indispensable para navegar hacia el futuro desconocido. El tijuanense siempre está preguntándose ¿quién soy?, ¿qué es Tijuana?, ¿cómo nos ven los otros?

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