Monday, February 06, 2006

Nuestra Ítaca





No hay tierra nueva, amigo mío,
ni mar nuevo, pues la ciudad te
seguirá. Por sus mismas calles
andarás interminablemente, sus
mismos suburbios que van de la
juventud a la vejez, y en la
misma casa acabarás lleno de canas.

—Constantino Cavafis, La ciudad
[Traducción anónima.]


No hallarás otra tierra ni otra mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios
llegará tu vejez;
En la misma casa encanecerás.

—Constantino Cavafis, La ciudad
[Traducción de José María Álvarez.]



No encontrarás nuevos países
no descubrirás nuevos mares.
La ciudad te seguirá.
Errarás por las mismas calles,
envejecerás en los mismos barrios
y tu cabello encanecerá con
las mismas casas.

—Constantino Cavafis, La ciudad
[Traducción de Juan Carvajal.]


No encontrarás otro país ni otras playas,
llevarás por doquier y a cuestas tu ciudad;
caminarás las mismas calles,
envejecerás en los mismos suburbios,
encanecerás en las mismas casas.

—Constantino Cavafis, La ciudad
[Traducción de Cayetano Cantú]


Hay un fondo clásico en el regreso a casa. Ulises vuelve a casa. Regresa a Ítaca y sólo un perro lo reconoce. Pero está de regreso y el tiempo ha pasado. Por eso basta escribir sobre el tema clásico del regreso a casa, como el del hijo pródigo, para sentir que ya, inevitablemente, se está haciendo literatura.
Desde que la gente tiene conciencia literaria y especula sobre la creación artística y la vida de los escritores (o de los pintores o los escultores) se ha planteado si tiene algún sentido que el autor se quede en casa (como Emanuel Kant que nunca salió de Koenigsberg) o se vaya.
No parece haber ningún juicio de valor en esta aseveración, acaso ociosa. No lo hace ni mejor ni peor el que un escritor se vaya o se quede de por vida en su pueblo o incluso en su barrio, en la misma calle que lo vio nacer. No es ni bueno ni malo.
Lo que sucede es que lo más frecuente es que el escritor abandone la casa materna: el terruño, el hogar, la casa primigenia. Gabriel García Márquez se fue de Aracataca a recorrer el mundo antes de fatigar las máquinas de escribir en un periódico de Cartagena. Se fue a París y luego a Nueva York pues el periodismo era para él un aprendizaje de las letras, un laboratorio literario. Mario Vargas Llosa se fue para no volver de su ciudad natal, Arequipa, en el Perú. No sólo se fue a Lima, donde tecleó sus primeras fábulas, para las revistas literarias o para la radio. Se fue a París y buscó un destino como el de Hemingway o Scott Fitzgerald, o como el de Julio Cortázar, otro desarraigado, otro sudamericano fascinado con Europa. (Los latinoamericanos, me decía una amiga italiana, siempre adoran otro país; siempre tienen un otro país favorito.)
También José Saramago dejó atrás el escenario irresponsable de su infancia, la aldea de su niñez, Azinhaga, Portugal. Y no se diga Javier Cercas, el autor de Soldados de Salamina, que nunca más ha vuelto a Ibahernando, en la provincia de Cáceres, el punto geográfico donde la memoria se activa por el presente y se confronta con un pasado en gran parte imaginado o inventado.
Juan Rulfo, por su parte, se fue de San Gabriel, en el sur de Jalisco, para estudiar la secundaria en Guadalajara y realizar poco más tarde estudios en un seminario. Se fue de su pueblo y nunca más volvió, salvo esporádicamente: cuando se pasaba las tardes y las noches conversando con los campesinos de Tuxcacuesco y Apulco, donde estaba la hacienda de su tío materno y que, transfigurada por la literatura, vino a convertirse en la hacienda de la Media Luna, desde la cual, sentado en su equipal, Pedro Páramo ejercía su vocación de padre colectivo e inmisericorde, el cacique hacedor y deshacedor de la ley, el padre natural de muchos con muchas madres distintas, la encarnación del poder vertical.
"Partir es traicionar porque los hombres, como los árboles, pertenecemos a un solo sitio", dice Diego Marani. Y así lo sienten y lo resienten en algunos lugares, sobre todo los que se quedan sin ver mundo. Sin embargo, Jaime Gil de Biedma se quedó en Barcelona, tanto como Manolo Vázquez Montalbán y Juan Marsé. Ernesto Sábado permaneció en Buenos Aires. Jesús Gardea no salió de Ciudad Juárez, aunque era de Delicias. Francis Scott Fizgerald se fue de Saint Paul, Minnesota, para nunca más volver. Truman Capote abandonó Nueva Orléans desde muy chamaco y se instaló en Manhattan. Octavio Paz volvió finalmente a México Tenochtitlan, donde había nacido. Pudo haber vivido como príncipe en París o en Londres, pero decidió (eligió) vivir sus últimos años en México.
Entre los escritores nacidos en Tijuana y que han empezado a escribir en las últimas décadas siempre hay este sentimiento si no de culpa sí de extraña incomodidad. Pero la verdad es que, en un sentido más que figurado, nunca han salido de Tijuana.
"Cuando regreso a Tijuana me planto entre los escombros de la vieja casa familiar junto al Minarete. Me cercioro de que ya nada está en su lugar y el lugar de los recuerdos se mueve a mi merced y está completamente liberado y es enteramente mío"·, escribe Luis Cortés Bargalló (Tijuana, 1952) en La soledad del polo.
Y agrega:
"Tomo la carretera a Rosarito: campos amarillos de mostaza silvestre, mar de fondo, chasises oxidados y carrocerías de un naranja rugoso y mate."
Se fueron algún día, al DF o a Los Ángeles, o a Barcelona, o a Nueva York, pero empezaron a volver cada dos o tres años con las primeras máscaras naturales (las del rostro adolescente, las subsiguientes de los treinta o de los cuarenta años) esculpidas por el tiempo. Nunca pudieron deshacerse de la ciudad que llevaban dentro y con la que veían y medían todo.
Algo semejante ha sucedido con Eduardo Hurtado, tijuanense de corazón (nació en el DF en 1950):
"Al regresar de un viaje, aunque fuera sólo de tres días, nos aguarda una ciudad ajena: todo ha crecido al margen de nosotros."
José Javier Villarreal (Tijuana, 1959) no es un caso demasiado aparte. Vive en Monterrey desde hace muchos años (da clases en una universidad) y, sin embargo, vuelve también a su Ítaca del noroeste:
"Esta ciudad nos duele como una espina en la garganta, como el hombre que pasa con el miedo dibujado en el rostro.
Nos duele como el amor y sus ejércitos,
como los ángeles irremediablemente perdidos."
Sea como sea, el caso es que, como dice Luis Mateo Díaz, todo regreso tiene algo de fantasmal. El que vuelve ya no es igual: la edad modifica ese tránsito, "la distancia desfigura los perfiles del recuerdo". Lo cierto es que volvemos siempre al punto de partida, a nuestra Ítaca, "pues la ciudad te seguirá".

* * *

Post scriptum: A Arturo Cantú no le gustó este artículo. Piensa que el poema de Cavafis exalta la caminata y no la llegada. Lo que tiene sentido es la trayectoria misma y no el regreso a casa.
Ése, según Cantú, es el espíritu del poema.

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