Tuesday, February 14, 2006

La verdad sospechosa

¡Y no hay pruebas en contra que
valgan cuando se quiere creer!

—Luigi Pirandello,
Como tú me quieras


Por muy exhaustivas y aparentemente escrupulosas que hayan sido las investigaciones especiales de la PGR sobre el caso Colosio —ofrecidas a la opinión pública en cinco volúmenes que se pueden solicitar a la misma PGR—, de todas maneras quedó flotando la duda entre los mexicanos menos ingenuos. Y es que cuando una comunidad se propone creer en algo —que Salinas mandó matar a Colosio, por ejemplo— no hay manera de sacarla de su creencia. Y las creencias, como se sabe, son más difíciles de cambiar que las ideas o las ideologías.
“Las creencias no se discuten”, dice un viejo republicano en Soldados de Salamina, la novela de Javier Cercas.
Cuando Luigi Pirandello escribió una obra de teatro en los años 30, Como tú me quieras, que en el cine tuvo como protagonista a Greta Garbo, tomó de la realidad el caso Bruneri-Canella. Hacia finales de 1927 apareció en Turín un cierto Mario Bruneri, de oficio tipógrafo, y se hizo pasar por el profesor Giulio Canella, declarado “desaparecido” en la batalla de Nitzopole (Macedonia) en 1916. Estaban los jueces a punto de extinguir formalmente su existencia civil, cuando de pronto la viuda Giulia Canella encaró al tipógrafo y dijo que, efectivamente, era su esposo. (¿Le gustó, se parecía a él ya más madurito?) La corte de Casación pronunció la sentencia definitiva e inapelable del caso en 1930, pero de todas maneras, a pesar de que Bruneri era un timador, la gente siguió creyendo que era el auténtico marido de doña Giulia desaparecido en combate. No hubo manera de sacar ni a la viuda ni a la mayoría de la población italiana de los años 20 de esta “convicción”, acaso porque deseaban, necesitaban tenerla.
En cuanto al caso Colosio, las diversas hipótesis criminológicas —con todo la maleabilidad o manipulabilidad que tiene la materia del delito— no han convencido a la mayoría, aunque la teoría del “asesino solitario” no es mala. O, al menos, es tan buena como todas las otras. Aunque no tan imaginativa y literaria como la que supone la preexistencia de dos complots que se empalmaron: uno de los políticos que entonces se aprovechaban del poder y otro, el de Aburto que actuó como el llanero solitario y se les adelantó.
De hecho, como en casi todos los crímenes, la del demente que no mide la consecuencias de sus actos es una de las más plausibles: todo asesinato es una locura, aunque en el asesinato político —que puede ser uno de los más intelectuales e intencionales— no es improbable que haya método. Nadie es capaz de prever lo que puede acontecer en los laberintos de la mente humana y bajo esa premisa, todo es posible, sobre todo en países como México donde los peritajes criminológicos, muy particularmente los psiquiátricos, son al gusto del cliente: con la misma subjetividad (y dadas las ambigüedades y sutilezas que convergen entre las nociones de normalidad y anormalidad) se puede afirmar que una persona está loca o no.
La misma inconsciencia respecto a los efectos de un acto delictivo por parte de su autor —la muerte probable, la cárcel segura— no es sino un indicio de rompimiento con la realidad, un indicador de orden psicótico. Pero la verdad es que no se ha podido establecer de qué manera está organizado el discurso de Aburto, si su personalidad corresponde, sociológicamente, a ese fenómeno de la inmigración tijuanense —como notaba el profesor Rubén Vizcaíno Valencia— que comporta un desquiciamiento cultural, entre el hambre y la maquila, entre la ilusión estadounidense y la miseria local, o si su caso –el de Aburto— es más bien el de una personalidad fronteriza en un sentido más psiquiátrico que geográfico-político, un estado intermedio entre la salud y la locura (borderline states, les llaman), con sus intervalos lúcidos y muchos y prolongados tiempos de serenidad, de pericia, de teatralidad y de malicia.
El caso es demasiado complejo como para dejarlo exclusivamente a la sola imaginación de los abogados penalistas —muy brillantes todos ellos, muy competentes— que fueron invitados a formar parte de las “comisiones”. Hay un prejuicio cultural —hijo del autoritarismo científico— que quiere suponer que sólo los penalistas pueden conocer del delito y de los vericuetos por los que circunvoluciona una mente asesina. Pero con esa superstición las cosas suelen amorcillarse.
Habría que tener la humildad de escuchar a la madre de la verdad, es decir, a la historia: casi todos los magnicidas han sido jóvenes. Gabrilo Princeps tenía 19 años cuando mató al archiduque austrohúngaro en Sarajevo en 1914. Oswald no cumplía aún los 25 cuando —dicen— asesinó a Kennedy. Aburto sumaba 23 años de vida en el momento en que ultimó al sonorense en un escenario muy parecido al del homicidio de Robert Kennedy, cometido por Shiram Shiram, que no llegaba a los 30 años. El asesino material de Francisco Ruiz Massieu, sin ser un magnicida técnicamente hablando, apenas contaba con 29 años, edad a la que todavía muchos llevan su adolescencia a cuestas.
Jean Giono, le gran escritor francés, cuando escribe el prólogo a El Príncipe, de Maquiavelo, en las ediciones de La Pléiade, infiere a partir del texto del florentino la racionalidad del asesinato político: por qué se decide, qué efectos calculados tiene, de qué manera opera como una inversión de capital político que provoca todos los reacomodos, o sea, que predispone toda una nueva composición de poder. Este tipo de meditaciones podría estar en la mente de nuestros penalistas si se salieran un momento, al menos por curiosidad, de la camisa de fuerza que puede ser su celosa especialización o el temor a la verdad
Con toda la suspicacia que se tenga, con toda la natural desconfianza en las diferentes pandillas políticas, no se ha podido abonar una mejor hipótesis que la del asesino independiente. Por sospechoso que sea Salinas, por todo lo que da su personaje y su biografía más remota, es un hecho que no se ha sabido mucho más de lo asentado en actas. Y en México, ya se hubiera sabido algo en diez años. Siempre se sabe.
Y no es que la gente de Tijuana sea muy chismosa, pero sí es muy comunicativa: los descendientes de la Tijuana interna, las viejas familias, los nativos, viven entre vasos comunicantes que sólo se dan en los pueblos chicos. Hablan mucho entre sí los tijuanenses cuando esperan en sus carros más de una hora para pasar la línea rumbo al otro lado. Se cuentan todo. Por ociosidad, por aburrimiento, por su propensión placentera al chisme. Todo mundo se conoce. Va uno a pagar el agua y el empleado de la caja resulta haber sido compañero de la primaria o alumno de su mamá. Y en esa lógica comunitaria, uno puedo conocer al Chato o al Toliro que han trabajado toda la vida como agentes de la judicial y siempre cuentan cómo estuvo el abarrote. Siempre se sabe, a la larga. Se van atando cabos.
Y del caso Colosio no se ha sabido nada en esa esfera íntima de la comunicación tijuanense (algo ya se hubiera sabido), así como sí se saben pelos y señales de cómo estuvo que mataron a Héctor Félix Miranda los pistoleros de Jorge Hank Rhon, que por cierto gozó de la impunidad sexenal que le concedió Carlos Salinas de Gortari. Quién sabe. Dios dirá. El caso es que desde que los colaboradores de Salinas y sus hermanos dejaron el poder, terminó en México ese estilo de asesinato político.

No comments: