Friday, January 13, 2006

Tj desde adentro

De Tijuana, como de cualquier lugar, se suelen tener por lo menos tres visiones: la de los extranjeros, la de los mexicanos y la de los nativos. Existe una Tijuana interior, la de las familias más antiguas, la de abuelos y bisabuelos tijuanenses. La mirada del exterior suele alimentarse, en cambio, de la fantasía y, en el mejor los caso, del estereotipo y el lugar común.
Es difícil explicar a alguien venido de afuera que en la dimensión de la vida cotidiana, por ejemplo, una parte de los tijuaneses viven a medias en Estados Unidos. Lo norteamericano, lo estadounidense o lo gringo, le resulta natural porque allí estaban los rubios desde siempre. Se mueve en un mismo territorio, en ninguna parte delimitado por la “línea internacional”. Trasladarse del centro de Tijuana a un cine de Chula vista no comporta en la práctica franquear ninguna barrera tangible. Es como desplazarse en la misma zona de una cotidianidad que tiene como marco el espacio binacional, sin telones de por medio.
Pero ¿qué significa ser tijuanense?
Es como plantearse qué significa ser siciliano o persa. A Leonardo Sciascia le gustaba citar unas líneas entresacadas de Cartas persas, el libro de Montesquieu: “Pero si alguien, de casualidad, comunica a los aquí presentes que soy persa, enseguida empiezo a oír murmullos a mi alrededor. Ah, ¿el señor es persa? ¡Qué cosa más extraordinaria! ¿Cómo se puede ser persa?” Como si ser persa entrañase uan diversidad y unas dificultades vitales para los demás. Tijuanense significa ser de todas partes y ninguna, un ser colocado ante el umbral, entre una país y otro, una lengua y otra, pero al mismo tiempo culturalmente autónomo.
Nativo o inmigrante, el tijuanense va incorporando a su vida —infancia, adolescencia— el ser de la ciudad. Se mueve en ella como en su propia piel. Y se impone la conclusión natural: uno no es de donde nació sino de donde lo quieren. Uno es del lugar de sus afectos, sus hijos y sus muertos.
Los viejos residentes conocieron los efectos de las sucesivas guerras de los años 40 y principios de los 50. Aún se sentían algunas secuelas de la reciente conflagración mundial —los apagones antiaéreos de San Diego— y el flujo entre un país y otro era mucho menos que ahora. La ciudad andaba en los 60 mil habitantes, a pesar de que ya no se cruzaba, como en las primeras décadas del siglo XX, por la Puerta Blanca cuando los estadounidenses se venían en manada a echarse el trago que allá les tenía prohibido la ley seca.
A la vuelta de los años, y paradójicamente desde que entró en funcionamiento el “tratado de libre comercio”, la muralla metálica y electrónica se ha ido ensanchando y alargando no como el proyecto de una arquitectura defensiva —no llega a ser arquitectura— sino como resultado de un constructivismo burdo, pragmático y “estratégico”. Tal vez por ello a Rubén Bonet se le ocurrió pensar que “todo Tijuana es una instalación”, como si fuera una propuesta plástica, refiriéndose a la oxidada valla de lámina –desecho de autopistas militares— que constituye el muro disuasivo. El impedimento es contundente: por aquí no pasa nadie ni habrá de pasar nadie por la barrera natural e infranqueable del desierto, el sol, la sed, la inanición y la deshidratación.
Áreas deshilachadas, irregularmente urbanizadas, sin acontecimientos espaciales, privadas de comunicación arquitectónica, lo que a simple vista abarca la mirada parece un campo lacónico.
Sin embargo, para las nuevas generaciones de artistas plásticos esa heterogeneidad tiene el encanto del collage, insinúa una cultura híbrida, una refundición de materiales, en pocas palabras, una estética. Para una sensibilidad conceptualista del arte moderno la gráfica vernácula de la ciudad equivale a una propuesta original y espontánea que no ofrece cualquier otra ciudad de mundo. Las aparición de esa riqueza gráfica a la vuelta de la esquina irradia una energía inigualable y estimula la creatividad.
Pero la creación artística de los más jóvenes en estos momentos también asimila la ciudad, en la dramaturgia y la narrativa. En los narradores más recientes el alma de la ciudad está en el habla y sus componentes. Los personajes se dan por su lenguaje y se expresan como nadie se expresa en otra parte de mundo.
Se decía hace muchos años: Tijuana, novela sin novelistas. Al inaugurarse el siglo XXI y con el cambio de las generaciones, esa novela empieza a vislumbrarse. Y, además, escrita en tijuanense: una refundición del habla colectiva.
Si el español mexicano pertenece al árbol de la lengua española, de la misma manera el tijuanense es un habla y empieza a ser una escritura afluente del río mexicano del español. No es como el spanglish, el cambiar una palabra por otra; se trata más bien de la intrusión de frases coloquiales o dichos o latiguillos que literalmente en inglés pasan, porque siempre estuvieron en él, al idioma tijuanense. “A veces no entienden nuestro lado anglo”, se quejaba un bloguero tijuanense que vive en Suecia. Y es cierto: las frases en inglés están allí desde que el niño oye, en las primeras horas. Luego entonces ¿cómo asumirlas como algo foráneo?
Por otra parte, y durante los últimos años los fotógrafos han ido tomándole el pulso al hormiguero social desesperado, de noche, a mediodía, en la madrugada, al amanecer, cuando se presiente una amenaza y se descubren signos de un peligro inminente.
Es la fotografía de los intersticios: la frontera agrietada por la que se cuela y se deshace la esperanza en la polvareda distante de la border patrol. Esta grieta o espacio lineal abierto que queda entre dos dos cuerpos nacionales evoca —en la fotografía de profundidad— la monumental muralla china de inspiración militar
¿Y qué vemos en esas fotos? Vemos unas patrullas diseminadas allá a lo lejos, en el cañón de la Cabra. Vemos las siluetas negras de unos doce agentes rubios de protuberantes pistolas, linternas al cinto, contra el sol del atardecer, justo en el instante del rayo verde que se cancela sobre la inmensidad del Pacífico. Vemos a un hombre solo en playas de Tijuana, con la mirada perdida hacia el norte de la barra herrumbrosa que corta las olas mar adentro. Vemos a un niño metido en su jorongo, a un adolescente sin país, a un anciano sin respaldo. Vemos un helicóptero que clava con sus reflectores a un campesino de Nayarit mientras esconde su rostro con una cachucha de beisbol. Vemos un convoy de camionetas oficiales de doble tracción, motoconformadoras y tractores demarcando la “tierra de nadie”, esta expresión militar calificativa de la zona que queda entre una trinchera y otra y que nadie puede atravesar sin el riesgo de ser acribillado por un francotirador excitado de la border patrol. Vemos un montón de zapatos y botas usadas, signos de la caminata y la emigración, que alguien vende en el rincón de una calle. Vemos a un muchacho que coloca más de trescientas cruces blancas en el mural de un par de figuras negras, recuento de los migrantes muertos en la línea. Vemos a un grupo de jóvenes que hacen su rancho aparte debajo de un árbol mientras esperan, esperan, esperan, en el cañón Zapata. Vemos una mojonera en el nido de las Águilas, en la porción limítrofe, establecida por la fuerza de las armas en 1848. Vemos la doble valla, el perímetro de seguridad, alambradas de púas como en las trincheras, censores sísmicos para rastrear a los caminantes subrepticios, telescopios infrarrojos de larga distancia, cámaras de video, instrumentos de detectación nocturna. Vemos una zona de guerra. Vemos un abandono de todos los gobiernos, su indiferencia, su sonrisa macabra y estúpida, vemos una conspiración contra el derecho internacional al trabajo.

1 comment:

Anando said...

Me agrada tu bloc