Friday, January 13, 2006

La frontera sedentaria

Un trazo de teodolito, una línea imaginaria y jurídica, tendida desde la conjunción de los ríos Gila y Colorado hasta una legua marina al sur de San Diego, vino a determinar en 1848 la existencia de Tijuana como entidad mexicana.
Lo que no había sucedido espontáneamente hubo de cumplirse por la geografía política: los tratados de Guadalupe Hidalgo resultantes de la guerra con Estados Unidos impusieron por el norte un corte al territorio nacional (un atraco, ahora ya lo sabemos). El valle de San Diego, al que pertenecían de manera natural las hondonadas de Tijuana, se cercenó por el sur y la aldea de Tijuana empezó a existir como una manchita en el mapa. Durante toda la segunda mitad del siglo XIX no pasó de ser unas cuantas casas y banquetas de madera, unos corrales y unas “calles” de lodo, y una garita aduanal para registrar el paso de las caravanas a Ensenada, pero al promediar el siglo XX la mancha ya contaba con 500 almas.
Un documento legal permite estatuir su fecha de fundación el 11 de julio de 1889, día en que se suscribió —hace ciento dieciséis años— el primer acto jurídico del que se haya podido tener memoria y con el que se finiquitaba un largo litigio sobre unos terrenos del Rancho de Tijuana.
Un caserío muy ralo, conocido como Tijuán o “de Tía Juana”, fue el primer tipo de asentamiento temporal en el valle, según una cartografía de 1833. La primera “mención documentada de ortografía fidedigna” de Tijuana, según investigó Dean Conklin, procede de una acta bautismal de la misión de San Diego en la que se asienta que en 1809 el padre Sánchez registró el bautismo de un indígena de 54 años “de la ranchería de Tía Juana”. Creen los lingüistas, sin embargo, que no es improbable que el religioso haya castellanizado la palabra indígena yumana Llatijuan para colocar la semilla del mito: la improbable leyenda de la tía.
En la primera década del siglo XX el poblado tenía la apariencia de un set hollywoodense por las banquetas de madera y las fachadas de las tiendas, pero no llegaba aún a los mil habitantes. Cuando en mayo de 1911 se produjo la toma militar de Tijuana por parte de los revolucionarios magonistas —inspirados desde Los Ángeles por Ricardo Flores Magón y que no eran “filibusteros” como quiere la historia oral—, ya empezaba a parecer un pueblo que se organizaba para derrotar a los invasores y expulsarlos.
Se creó el primer hipódromo en 1916 pero pronto se lo llevó el río. Otros negocios se aventuraban: pequeños casinos, arenas de box, bares, pero no fue sino hasta la década de los años 20 cuando la prohibición del licor en Estados Unidos le dio otro valor comercial y turístico a Tijuana, que instaló sus barras y empezó a fabricar todo tipo de alcoholes digeribles, desde brandy y aguardientes hasta la cerveza Mexicali, de fama deliciosa y germana. La legalidad de entonces era otra: en tiempos del coronel Esteban Cantú, gobernador del Distrito Norte de la Baja California, la venta de opio (cuyos paquetitos llevaban estampado un elefante) no era un delito y servía para cubrir los gastos de la administración pública.
A partir de entonces la ciudad fronteriza empezó a incorporarse al inconsciente colectivo y a lo largo de los años se convirtió en una leyenda y en un estereotipo: la ciudad perdida, la antesala del infierno, la morada del pecado, la Babilonia mexicana, la Sodoma y Gamorra “que está del otro lado”, la urbe del vicio y de la droga, el asiento de burdeles y casinos.
Humberto Félix Berumen, crítico e
historiador de la literatura, examina en Tijuana la horrible los orígenes y la conformación del mito tijuanense. Razona que los seres humanos necesitan de los mitos y las creencias para identificarse y sobrellevar y encontrarle un sentido a su existencia. Su idea es comprender cómo se va construyendo la representación imaginaria de Tijuana, su naturaleza y sus atributos sociales más reconocidos. Se demora también en las novelas que han textualizado de manera explícita el mito de Tijuana y en las obras cinematográficas (mexicanas y hollywoodenses) que han abonado el lugar común.
A pesar de funcionar como estereotipos injustos muchas veces derivados del racismo o del prejuicio, la verdad es que el mito o la “leyenda negra” siempre tienen un sustento histórico verificable. Entre 1920 y 1933 Tijuana se armó como ciudad gracias a que en Estados Unidos imperaba la ley seca, la enmienda Volstead, que no sólo vedaba la fabricación y el consumo de licor sino también los juegos de azar, las peleas de box o de perros y las carreras de caballos. Todo esto sumado al hecho de que en California cundía una campaña puritana y moralizante en contra del “vicio” y los placeres mundanos. Los estadounidenses podían preservar su buena conciencia gracias a que acá, de este lado, nacía una ciudad predestinada al turismo y a la oferta de juegos, alcohol, opio y prostitutas. Una zona de tolerancia.
Pero la verdad documentada es que Tijuana si no fue fundada al menos fue puesta a funcionar por gángsters disfrazados de “hombres de negocios”: el escaso caserío, la aldea que no llegaba a pueblo en 1916 tuvo sus primeros casinos y cabarets como resultado de la inversión de capital norteamericano. Según la indagación de Félix Berumen, Mavin Allen, Frank Beyer y Carl Withington, fundaron la ABW Corporation y pusieron la primera piedra de casinos como el Foreign Club, el Montecarlo y el Molino Rojo, que sólo daban trabajo a empleados estadounidenses. “Vivíamos como extranjeros en nuestro propio país”, llegó a decir Francisco Rodríguez, el Bocabrava, líder de los trabajadores gastronómicos.
Más tarde, en 1927, en un negocio redondo del gobernador Abelardo Rodríguez, llegaron con una fuerte inyección de capital los tahúres James Croffton, Baron Long y Writ Bowman, y construyeron el casino de Agua Caliente junto a unos manantiales de aguas termales y en terrenos propiedad del general Rodríguez. “Los constructores de Tijuana fueron en realidad los gángsters norteamericanos… influyeron para crear la infraestructura y los servicios necesarios para atender la demanda de los turistas que hacían el viaje hasta Tijuana”, dice Félix Berumen. Luego entonces fueron ellos, y no los escasos mexicanos empleados, los que abonaron en un principio la leyenda negra.
Despoblada, lejana y aislada, a la deriva gubernamental en gran parte, Tijuana carecía de comunicación terrestre con el resto del país (sólo hasta 1948 se tendió el ferrocarril hacia Sonora) y de un mínimo de control por parte del gobierno federal, sobre todo durante los años de la lucha armada revolucionaria. El aislamiento fue siempre su marca distintiva. De hecho, los poderes locales y de facto estaban en manos de los negociantes que se llevaban las ganancias a los bancos de San Diego. Así, el desarrollo de una ranchería perdida del noroeste mexicano —que ahora anda en los dos millones de habitantes— no se explica sin la delincuencia estadounidense de los bulliciosos años 20.
Después vinieron las guerras, la segunda mundial, la de Korea, la de Vietnam, y tuvieron un repercusión determinante en una ciudad sin industria ni agricultura: con la derrama de dólares que traían los soldados y el aumento de empleos en el sur de California se fortaleció la infraestructura de servicios. Más adelante, el flujo migratorio procedente del sur la metió en otra dinámica sociológica y antropológica. El pueblo ya no era una pequeña ciudad y por su población flotante el conteo estadístico tenía que ser incierto; a lo largo de no muchos años sus habitantes (nacidos en todas las ciudades del país) superaban en número a los nativos.
Después de cumplir cien años de edad, en 1989, la mancha urbana no podía crecer hacia el norte estadounidense ni hacia el océano Pacífico por el oeste. Luego entonces se ha desparramado hacia el sureste hasta las inmediaciones de Tecate. De tal modo que la gran Tijuana, el 70 por ciento de los tijuanenses actuales, viven hacia la región de la presa Rodríguez, el cerro Colorado y El Florido. Y no en el antiguo centro ni en las colinas que lo circundan.

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