Sunday, April 02, 2006

El caso Colosio



Los reyes no ordenan los
parricidios. Los permiten
tan sólo, de manera que
puedan ignorarlos.

—Jan Kott,
Apuntes sobre Shakespeare




Se va conmemorar otra vez la muerte de Colosio, esta semana, a los doce años, tal vez para reanimar la campaña de “Roberto” o más bien para cubrir el expediente. Porque es una fecha. Y las fechas están marcadas, allí, en el calendario.
Sea como sea o haya sido el asesinato, durante muchos años nada podrá saberse. Ésa es la característica paradigmática del crimen político: que no se sepa nunca quién arregló que se disparara contra Kennedy, quién organizó que se descerrajara un tiro en la espalda de Olof Palme, quién concibió y ordenó que alguien accionara el gatillo contra Luis Donaldo Colosio. Porque la verdad es que no tiene la menor importancia establecer, en última instancia, la identidad de quién fue el que jaló el gatillo.
Hay una racionalidad en el asesinato político: por qué se decide, qué efectos calculados tiene, de qué manera opera como una inversión de capital político que provoca toda una nueva composición de poder.
Todo el mundo sabe que un muerto ya no cuenta. Ya no cuenta y se olvida pronto. También se olvida rápido si alguien se esmera en preservar su memoria, incluso aquí en Magdalena. En el cementerio. En las escuelas. De qué sirve recordarlo, que fue a ésta o aquélla escuela, que fue muy amigo de Luis Enrique Woolfolk y de Santiago Campbell o de… que a Colosio se le salió lo sonorense y eso fue lo que lo perdió.
El asesinato de nuestra época es una bagatela. A nadie le importa: lo único que se tiene es un hombre definitivamente cancelado. Lo que sujetaba se distiende; lo que impedía, ya nada impide. Una admirable economía de medios se pone en funcionamiento, pues todo se realiza en unos cuantos segundos. Se queman etapas. Una suerte de centrifugacidad de la realidad empieza a esparcirse entonces, como en oleadas, a partir del cadáver; un círculo de tensión que a todos nos degrada, ensucia y ofende, más a los espectadores que a los iterpósitos asesinos.
Han pasado los años y todo el mundo se va olvidando del caso, por algo que parece muy propio de la sociedad mexicana: que no integra la experiencia, que no incorpora la memoria a su ser ni a la conciencia (la matanza de Tlatelolco, los Halcones en 1971, la masacre de Acteal). Lo que queda como remanente de la historia —por lo que sea, por una corazonada— es que la investigación no persuadió a nadie. Hay cinco tomos de esa indagación criminológica de la PGR que no pudo haber sido más exhaustiva: no escatima dudas, se pone a averiguar todas las hipótesis, establece muy bien quiénes eran los dos muchachos muertos el día de los hechos en un taller mecánico de los alrededores, se desglosa hasta el último detalle la biografía de uno de los miembros del Estado Mayor presidencial encargado de la escolta, como si la abundancia de datos —la superstición de que Dios está en los detalles, como decía A. Warburg— abonara las posibilidades de verosimilitud, para hacer más creíble el conjunto. Con todo y eso, la sospecha se instauró para siempre. La investigación de la fiscalía especial, a cargo de un licenciado Domínguez o Jiménez, a lo mejor resulta en el futuro, dentro de muchos años, una estupenda, fanstástica y monumental operación intelectual de encubrimiento, sobre todo si se hacen análisis de contenido y de forma (las frases, los énfasis, los subrayados) y se buscan y encuentran las omisiones significativas.
Lo que a Ricardo Gibert más lo dejó perplejo del atentado fue la circunstancia de la protección. Nos vimos poco después de marzo del 94 en un restaurant de San Diego, en el Fish Market de la bahía. Yo hacía mucho tiempo que no veía al Yuca y, como él había trabajado en la PGR y como subcomandante de la policía judicial del Estado en Tijuana años atrás, tenía ganas de preguntarle cómo había estado la cosa.
—Yo siempre me coordiné con los del Estado Mayor Presidencial cuando venía de gira el Presidente. Es algo de rutina que en todas partes hacen las policías del Estado y las municipales; colaboran con los cuerpos de seguridad. Lo hice docenas de veces. Y me di cuenta del rigor, la disciplina, la preparación técnica y militar de lo que es una escolta. Es un grupo entrenado, no te imaginas, como la escolta de la guerrilla colombiana, de Al Fatah o de un gobernnante israelita. Tienen el mismo nivel —me dijo el Yuca, mi amigo de la secundaria en Tijuana— y nadie, óyelo bien, nadie, absolutamente nadie les puede romper el cerco de la escolta. Nadie. Ni una mosca.
Y entonces el elemento ilógico, el factor atípico, fue precisamente ése: que las cinco escoltas en formación “diamante” avanzaron de tal modo que de pronto entró la mano empistolada.
Si las creencias no se discuten es porque tienen que ver más con el corazón que con la razón. Hay cosas que no le constan a nadie pero que se sienten. Y así aquí en Magdalena como en todo el país siempre se ha sabido quién fue el “autor intelectual” o el instigador o el “mandante”, como dicen en Sicilia. Se sabe pero no se puede probar técnicamente. Llama mucho la atención que personas adultas —funcionarios públicos incluidos, del actual y del anterior régimen—, gente que se atiene al sentido común, señores muy respetables y sensatos pero que se expresan con la libertad que sólo da el café o la confidencia en corto, no tengan la menor de duda de quién fue el que dio la orden fatal desde un escritorio. Hay como un consenso.
¿Y qué es eso de que se le salió lo sonorense? Pues eso, la estirpe:
—Si quieren que renuncie métanse en un lío —les dijo—. Mátenme. A mí no me van a dejar ir por el mundo con el san Benito de “ése fue el pendejo al que le dijeron que iba a ser Presidente y luego le dieron una patada en el culo”.

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