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Thursday, February 17, 2011
Friday, February 11, 2011
Comunidades transfronterizas
Al principio nos movíamos en un mismo territorio, en ninguna parte delimitado por la “línea internacional”. Trasladarse del centro de Tijuana a un cine de Chula Vista no comportaba en la práctica franquear alguna barrera tangible. Era como desplazarse en la misma zona de una cierta cotidianidad que tenía como marco el espacio binacional, sin telones de por medio. En nuestra ciudad la línea de demarcación era invisible. Nuestra ciudad comprendía barrios de Tijuana y de San Ysidro, calles de Chula Vista y de la colonia Cacho. Era, seguramente, la ciudad feliz de la infancia y los primeros de la postguerra (1946—1952). Aún se sentían algunas secuelas de la reciente conflagración mundial —los apagones antiaéreos de San Diego— y el flujo entre un país y otro era mucho menor que ahora. La ciudad andaba en los noventa mil habitantes, a pesar de que ya no se cruzaba, como en las primeras décadas del siglo, por la Puerta Blanca cuando los americanos se venían en sedienta manada a echarse el trago que allá les tenía prohibido el presidente Roosevelt con la ley seca. A la vuelta de los años, y paradójicamente desde que entró en funcionamiento el “tratado de libre comercio”, la muralla metálica y electrónica se ha ido ensanchando y alargando no como el proyecto de una arquitectura defensiva —no llega a ser arquitectura— sino como resultado de un constructivismo burdo, pragmático y “estratégico”. Por eso tal vez al poeta catalán Rubén Bonet se le ocurrió pensar que “todo Tijuana es una instalación”, como si fuera una propuesta plástica, refiriéndose a la oxidada valla de lámina —desecho de aeropistas militares— que constituye el muro disuasivo. El impedimiento es contundente: por aquí no pasa nadie ni habrá de pasar nadie por la barrera natural e infranqueable del desierto, el sol, la sed, la inanición y la deshidratación. Seres humanos no pueden pasar. Otras cosas, sí.
Los fotógrafos, mejor que nadie, han captado el drama de la inmigración que se ha exacerbado no sólo aquí, en la esquina noroccidental mexicana, sino en muchas otras partes del planeta. No pocos fotógrafos, como Sebastián Salgado, Graciela Iturbide, Lourdes Grobet, Roberto Córdoba y Elsa Medina, han congelado en sus imágenes los rostros de esta tragedia.
Durante los últimos dos años, la fotografía ha ido tomándole el pulso al hormiguero social desesperado, de noche, a mediodía, en la madrugada, al amanecer, a la hora del lobo de este fin de siglo cuando se presiente una amenaza o se descubren signos de un peligro inminente. Es una fotografía de los intersticios: la frontera agrietada por la que se cuela la esperanza y se deshace en la polvareda distante de la border patrol.
Esta grieta o espacio lineal abierto que queda entre los dos cuerpos nacionales evoca —en la fotografía de profundidad— la monumental muralla china de inspiración militar o el territorio de Laconia en el que se asentaba la antigua Esparta griega y del que el arquitecto Richard Ingersoll ha deducido la expresión “campo lacónico” para referirse a la ciudad difusa, repleta de áreas deshilachadas, irregularmente urbanizadas, sin acontecimientos espaciales, privada de comunicación arquitectónica.
Y no parece ser otra cosa este “campo lacónico” que comparece en la desolación indocumentada recogida por la lente de, por ejemplo, la fotógrafa Elsa Medina, un campo conciso, de pocos elementos, como el de las afueras parchadas de Tijuana o las inmediaciones de San Ysidro, el Nido de las Águilas y el cañón de La Cabra. Pero si Esparta no necesitaba murallas y podía extenderse a lo largo de sus lacónicos espacios vacíos era porque, según Tucídides, “sus soldados eran sus murallas” del mismo modo en que ahora, en el confín mexicanoestadounidense, el ejército de la Patrulla Fronteriza hace de muralla defensiva y ofensiva ante la vulnerabilidad de la no infranqueable lámina por cuyos intersticios se ha introducido la cámara de Elsa Medina.
¿Y qué vemos en sus fotos?
Vemos unas patrullas diseminadas allá a lo lejos, en el cañón de La Cabra.
Vemos las siluetas negras de unos doce agentes rubios de protuberantes escuadras y linternas al cinto, contra el sol del atardecer, justo en el instante del rayo verde que se cancela sobre la inmensidad del Pacífico.
Vemos a un hombre solo en playas de Tijuana, con la mirada perdida hacia el norte de la barda herrumbrosa que corta las olas mar adentro.
Vemos a un niño metido en su jorongo, a un adolescente sin país, a un anciano sin respaldo.
Vemos un helicóptero que clava con sus reflectores a un campesino de Nayarit mientras, como araña fumigada, esconde su rostro con una cachucha de los Padres.
Vemos un convoy de camionetas oficiales de doble tracción y motoconformadoras y tractores demarcando la “tierra de nadie”, esta expresión militar calificativa de la zona que queda entre una trinchera y otra y que nadie puede atravesar sin el riesgo de ser acribillado por un francotirador de la border patrol.
Vemos un montón de zapatos y botas usadas, signos de la caminata y la emigración, que alguien vende en el rincón de una calle.
Vemos a un muchacho que coloca más de trescientas cruces blancas en el mural de un par de figuras negras, recuento de los migrantes muertos en la frontera.
Vemos a un grupo de jóvenes que hacen su rancho aparte debajo de un árbol mientras esperan, esperan, esperan, en el cañón Zapata.
Vemos a un grupo de trabajadores indocumentados que esperan ser contratados como eventuales en las calles Broadway y Pico de Los Ángeles.
Vemos una mojonera en el Nido de las Águilas, en la porción limítrofe, establecida por la fuerza de las armas en 1848.
Vemos la doble valla, el perímetro de seguridad, alambradas de púas como en las trincheras, censores sísmicos para rastrear a los caminantes subrepticios, telescopios infrarrojos de larga distancia, cámaras de video, instrumentos de detectación nocturna.
Vemos una zona de guerra.
Vemos un abandono de todos los dos gobiernos, vemos su indiferencia, vemos su sonrisa macabra y estúpida, vemos una conspiración contra el derecho internacional al trabajo.
Sin embargo, la mirada de Elsa Medina no es la única que se tiene sobre la frontera nómada ni los indocumentados son los únicos seres que se afanan por sobrevivir en el corral de la frontera sedentaria.
Como voluntad y representación, la frontera está en todos los diccionarios de lugares comunes: la frontera de cristal, la frontera como herida, cicatriz, perímetro disuasivo, el corte, el machetazo histórico, el intersticio de la roca que llora, el muro, el confín, la tierra de nadie, la colisión, la colindancia, el telón, la valla, la sangre contigua, la literatura del umbral, la hora del lobo en el instante del amanecer cuando se cruza, el tránsito a la clandestinidad, la frontera del lenguaje, la esperanza, el fracaso, la raya pintada, la frontera invisible, la frontera de las serpientes, el túnel de éter en el que se convierte el viaje hacia la nada, la demencia fronteriza que se desencadena entre la madrugada y el alba, entre la realidad y el deseo, entre el hambre y la ingurgitación, entre la salud y la enfermedad, entre el asesino y la víctima, entre la juventud y la madurez (la línea de sombra), entre la vida y la muerte, el país frontera, entre algo y nada, entre la pena y la nada.
El imperio del crimen
Como todas las cosas, con el paso del tiempo, la noción de frontera ha ido cambiando. No pocos de los estereotipos que se han ido acuñando sobre la frontera se desvanecen sin sentido cuando las realidades nuevas —los flujos migratorios, por ejemplo, la globalización del crimen— exigen otra manera de conceptualizarlas.
La frontera es el confín, el punto de partida y de llegada, la línea de corte jurídico que establece un principio y un fin, una demarcación que separa a un territorio de otro.
En un sentido metafórico la frontera también es una herida o una cicatriz. Los cambios en las demarcaciones políticas de Europa del Este, la disolvencia de la Unión Soviética como cuerpo nacional, la nueva configuración de los Balcanes y el surgimiento de nuevos Estados a consecuencia de las guerras en lo que antes se reconocía como Yugoslavia, han vuelto a plantear esa noción volátil y divagante de la frontera.
Para Ryszard Kapuscinski, en El imperio, su gran reportaje sobre la desaparición histórica de la URSS, “cada vez que nos aproximamos a una frontera, a un límite, nuestra tensión aumenta y afloran las emociones”.
“Las personas no están hechas para vivir en situaciones límite, las evitan o al menos intentan librarse de ellas lo más rápidamente posible.”
Lo cierto es que se ha evaporado la noción misma de frontera o se ha convertido en otra cosa por las dislocaciones bélicas y políticas de Europa del Este. Los historiadores replantean una nueva categorización. No jurídica, puesto que sin fronteras no hay Estado. Pero sí cultural: la fusión de las lenguas, la mezcla de razas, la invasión de un habla por otra, el desplazamiento del español por el inglés, la disolvencia —en sentido del montaje cinematográfico— de las mentalidades.
Mientras los antropólogos se esmeran en la especulación de un país frontera —de todo un tronco nacional como frontera, entre el mundo desarrollado y el estancado, entre el inglés y el español, entre la producción y el consumo de bienes, servicios y estupefacientes, entre la exportación y la importación, entre la banca incontrolada y la desnacionalización del dinero—, los novelistas de la literatura del umbral o de los intersticios recrean la inagotable vena de la frontera trágica: los asesinatos en serie de muchachas en Ciudad Juárez en la obra de Roberto Bolaño o las historias de “satánicos” que deglute la “estética” de matriz hollywoodense en, por ejemplo, Perdita Durango, la novela de Barry Gifford o la película de Álex de la Iglesia.
En todos los reinos hay fronteras y el animal no podría ser una excepción. “Es propio no sólo del hombre, sino también de toda la naturaleza viva, de todo lo que se mueve en el agua y en el aire.” Los gatos demarcan su territorio.
Existen fronteras entre el hemisferio izquierdo y el derecho, entre el lóbulo frontal y el lateral, entre la epífisis y la hipófisis. ¿Y los límites entre las circunvoluciones, los ventrículos y las fisuras?
En un traslape tal vez sofístico y no menos capcioso, algunos medios audiovisuales asimilan el sentido psiquiátrico de los “estados fronterizos” —una instancia preesquizofrénica: la de los borderliners— a la experiencia cotidiana de la vida en la frontera, es decir: a la locura y la degradación de la convivencia civil porque también hay fronteras en nuestros cerebros que “albergan un constante movimiento fronterizo, confinante, limítrofe”, dice Kapuscinksi. “De ahí los dolores de cabeza y las migrañas, de ahí tanta confusión”.
La personalidad fronteriza, pues, no puede asimilar dos o más de dos ideas contraspuestas que, aparte, se enrarecen aún más cuando la sensación es que todo el cuerpo nacional es frontera. Para bien y para mal, México se ha vuelto un país frontera, de Tijuana a Tapachula, de Matamoros a Acapulco. El tronco todo del país se ha convertido en frontera y ciudades fronterizas —por la simultaneidad informativa electrónica audiovisual– lo son tanto Celaya como Matamoros, tanto Oaxaca como Tecate.
“Aquí en América Latina”, dice el político y hombre de letras francés Dominique de Villepin, “todos aquellos que se aprovechan del desorden y del crimen encuentran en las fronteras una guarida fácil, un terreno predilecto en donde cristalizan las dificultades que tienen los Estados para controlar su territorio y para luchas contra las amenazas, nuevas y antiguas”. Y es que el concepto mismo de frontera está en crisis, si no es que siempre lo ha estado por su naturaleza misma. Su formulación jurídica o política difiere de una época a otra: es una idea que va rehaciéndose y afinándose a lo largo de la historia. La verdad de la frontera, se pregunta De Villepin, “no es acaso una permanente metamorfosis?”
Las fronteras defensivas como el muro de Adriano en el norte de Escocia o la Muralla China respondían a las condiciones bélicas de su tiempo, pero la tecnología militar de nuestra época —naval y aérea— impone otra mirada geopolítica de las fronteras.
“Somos contemporáneos de un mundo formado por ejes de poder y de influencia más que por territorios geométricos.”
La doble ausencia
En el pasado, cuando el flujo de las migraciones no era tan masivo como en nuestro tiempo, se experimentaba como un choque la adopción de otra cultura nacional. Había una brecha en la relación del migrante con el país de acogida y había también una rotura en su relación consigo mismo. Esta persona no podía experimentarse a sí misma junto con otras o como en su casa en el mundo. Al contrario, se experimentaba a sí misma en una desesperante soledad y en completo aislamiento. El emigrante que no vuelve sufre una “doble ausencia”, según le llama a este desarraigo el sociólogo argelino Abdelmalek Sayad.
Durante el año 2008 los mexicanos empleados legal o ilegalmente en los Estados Unidos enviaron a sus casas 25 mil millones de dólares, para mantener a sus familias y también para facilitarles la emigración. Es decir: 2,083 millones de dólares al mes, 480 a la semana, 68 diarios y 2 millones y medio cada hora.
Al enviar de Estados Unidos a México esas remesas, los emigrantes mexicanos —lo mejor del país, su nueva sangre, su capacidad de reproducir a la especie mexicana— alivian en gran parte la tensión social y le quitan un peso de encima al gobierno en turno. Sus remesas son apenas superadas por las de las exportaciones de petróleo y son superiores a las de la inversión extranjera directa. No es posible que a la larga o a la corta esto no tenga un efecto cultural, social y político.
La aventura de la migración, pues, ha pasado a ser un drama en la última década del siglo XX y la primera del XXI. “Disueltas idolatrías y utopías, derrumbados los colonialismos, derribados los muros, cortados los alambres de púas, llegaron los tiempos de las fugas, de los éxodos desde países de mala suerte y mala historia”, según el escritor siciliano Vicenzo Consolo.
Al periodista polaco Ryszard Kapuscinki le tocó ser testigo de dos grandes acontecimientos migratorios en sentido físico y en sentido político: la migración del campo a las ciudades (a principios del siglo XX, la población urbana mundial era del 15 por ciento y hoy es del 75) y la independencia política de las colonias.
Desvanecida la esperanza socialista, impacientes porque no pudo estrecharse el abismo entre la miseria y la riqueza, millones de jóvenes y de familias enteras optaron por dar el salto a tierras menos frustrantes. “Cambiaron de táctica”, dice Kapuscinski, “recurriendo a una penetración lenta por medio de la migración. Hombre tras hombre, familia tras familia, salen en busca y encuentran su pequeño lugar en el mundo desarrollado. Recogen fresas o limpian casas en California, venden abalorios a las puertas del Panteón de París o junto a la inclinada torre de Pisa”.
Sin ser la única tragedia de nuestro tiempo (aparte de la epidemia del sida, las guerras fraticidas, religiosas e interétnicas, el terrorismo, las masacres con armas bioquímicas, los bombardeos de población civil), la aventura migratoria —acuciada por la ilusión y la no improbable culminación feliz— no ha significado poco sufrimiento.
Para los indigentes o desempleados, carentes de documentos, las fronteras equivalen a un encierro y a una barrera que les limita su derecho al trabajo y a una existencia digna. Y puesto que no tienen más que una sola vida —y un solo capital: su juventud y su fuerza de trabajo— no vacilan en intentar el salto y, como la Alicia de Lewis Carroll, cruzar el espejo, aunque en la casa que está del otro lado todo parezca estar al revés: las palabras, por ejemplo, los letreros. Los pusilánimes se quedan atrás.
Este tránsito, sin embargo, está lleno de escollos y animales venenosos, arenas desérticas y temperaturas superiores a los 46 grados centígrados. No pocos terminan en la muerte por sol. Padecen los efectos de la deshidratación, el asalto de los bandidos, el abandono de los traficante de vidas humanas, el acoso de las policías de ambos lados. Fallecen asfixiados en camiones cisterna o en contenedores. En otras latitudes, entre África y Europa, en las costas de las islas Canarias y de Sicilia, conocen la muerte por agua y sus pateras o botes salvavidas se convierten en ataúdes sin lápidas.
Y es que la capacidad de ilusión del ser humano no tiene límites, especialmente si se es joven y se cuenta con un espíritu arrojado y audaz. Gracias a la televisión, la riqueza de otras naciones entra en las casas como espectáculo o como publicidad y, en consecuencia, como deseo: se anuncia un producto pero al mismo tiempo se vende un estilo de vida y se cultiva una promesa.
Cuenta Hans Magnus Enzensberger en su estudio La gran migración que en épocas de pleno empleo en Estados Unidos se llegó a reclutar a diez millones de inmigrantes, tres millones de magrebíes en Francia, cinco en Alemania, donde ya tienen residencia legal.
A fin de restablecer la pirámide de edad, se calcula que en Estados Unidos es necesaria la llegada anual de cuatro a diez millones de inmigrantes jóvenes, mientras que en Alemania se requiere de por lo menos un millón.
La gente escapa de las enfermedades y las dictaduras, abomina del desempleo y el hambre, huye del campo en donde se ha extinguido el modo de vida rural o la desplaza la mecanización de la agricultura, emigra a las ciudades o se juega la vida yéndose al extranjero. Porque el emigrante no se va a esperar a que se disuelva la polaridad cada vez más distante entre ricos y pobres, porque está harto de la miseria y la impotencia, porque sabe —como escribe Kapuscinski— que “la pobreza es una especie de sida social y al igual que el sida, en la mayoría de los casos, es incurable”.
La ola migratoria
Sin embargo, en nuestros días, la situación ha cambiado. Por la fuerza de los hechos y el aumento de la ola migratoria, se establecen de manera más natural las relaciones entre el inmigrante que llega y la gente del país anfitrión. Los prejuicios raciales, que no dejan de existir y perturbar, se trascienden por el impulso natural de la atracción sexual y el paso del tiempo, las generaciones de jóvenes que sustituyen a las de sus padres y abuelos, van enriqueciendo las poblaciones multirraciales en los países europeos, por ejemplo.
“La emigración es una verdadera mina de oro para la sociedad que la recibe”, sostiene la novelista española Rosa Montero. “En su inmensa mayoría, los emigrantes son lo mejor de sus países de origen: las personas más emprendedoras, más despiertas, más valientes, más activas, más responsables.”
Debido también a esta novedad de nuestro tiempo, han surgido nuevos fenómenos sociales y culturales como la formación de las comunidades transfronterizas o transnacionales en los países de llegada.
Total, que la composición de lugar de esta primera década del siglo tiene rasgos que antes no habían contemplado (porque no estaba allí) los sociólogos, los antropólogos y los etnólogos.
Enzensberger dice también que apenas es el comienzo, que no tenemos ni idea de lo grave que va a ser el problema de las emigración dentro de quince o veinte años. El caso es que, por el cambio generacional de los emigrantes, ya no se vive una “doble ausencia”: se construye más bien otra identidad nacional que nunca abandona sus valores culturales originarios. Es el caso de los nietos de hindúes y paquistaníes en Inglaterra o de los hijos y nietos de los argelinos en Francia.
La frontera ideológica se erigió en la Cortina de Hierro, pensada por Winston Churchill, y se desvaneció con la caída del muro de Berlín.
La aceleración de la globalización ha hecho porosas todas las fronteras. Los flujos de capital y de mercancías. La circulación instantánea de la información audiovisual. Y la migraciones, que cuestionan las fronteras antiguas. Ciento cincuenta millones de personas emigran cada año en el mundo. Veinte millones de refugiados buscan asilo.
Paradójicamente, antes de la globalización el mundo era un pañuelo. Tenía uno otra manera de vivirlo. La aldea global de Marshall McLuhan nos es común a todos, pero al mismo tiempo nos queda grande.
Comunidades transfronterizas
En la primera década del siglo vivimos en un espacio de flujos de capital, de bienes y servicios, de mercancías y de migrantes, que serían inconcebibles sin los flujos paralelos de la información audiovisual, las novedades culturales, musicales, cinematográficas, televisivas, y sin la beligerancia de las organizaciones criminales que se aprovechan de la tecnología más avanzada (antes sólo de uso militar) para acrecentar su poder y su logística.
En este contexto geopolítico y económico se da el surgimiento de las llamadas “comunidades transnacionales”. ¿Pero cómo puede haber una comunidad sin ley propia, sin territorio y fuera de su país original? La globalización ha venido a trastocar lo que hasta ahora se ha entendido por Estado-nación y comporta dinámicas nuevas con las que van apareciendo fenómenos exclusivos. Uno de ellos precisamente es el de las “comunidades transnacionales”.
Un ejemplo sería el de los grupos de colombianos que tienen su asiento en el Bronx, en Nueva York. Colombianos de Cali, Medellín, Pereira, Bogotá o Cartagena, constituyen una comunidad que si bien se ha ido integrando a la cultura norteamericana —o neoyorkina específicamente— conserva sus usos y costumbres, su estilo, que perviven en sus pueblos de Colombia.
Una vez llegó también al Bronx un poblano con una máquina de hacer tortillas. Después, poco a poco, su barrio empezó a llenarse de jóvenes mexicanos, pero casi todos de Puebla. Son la mayoría de los muchachos mexicanos que trabajan en Manhattan en las tiendas o en los restaurantes.
—Ni me digas de dónde vienes, paisano. Eres poblano —les dice uno.
—Sí, de San Martín Ixmilucan.
Lo mismo sucede en Los Ángeles con la comunidad
oaxaqueña zapoteca o en San Quintín, Baja California.
Piénsese como un ejemplo espejo lo que se reconoce como “comunidades de internet” que también, obviamente, son supranacionles. Comunidades de artistas, pintores, cardiólogos, etcétera, se comunican desde diferentes partes del mundo a lo largo y ancho del espacio cibernético.
Puede uno sentir —por las facilidades, el precio y la abundancia de vuelos aéreos, por el teléfono fijo o celular, los cajeros automáticos, el correo electrónico y la red— que vive varias ciudades al mismo tiempo, es decir, donde están sus afectos, es decir, su comunidad personal.
Dice Federico Besserer que algunos miembros de la comunidad de San Juan Mixtepec, Oaxaca, transitaron de su condición de sanjuanenses a estadounidenses, sin pasar por la mexicanidad, ya que su condición de indios era considerada en México el oximoron de la nacionalidad mexicana. Y algunos han aprendido el inglés primero y no el español:
“En 1995, cuando me paré en un minisúper en la salida de Halfmoon Bay, al norte de California, como a las seis de la mañana, escuché a una niña ordenar: Get the guets!
—¿Qué es eso? —le pregunté en español y me di cuenta de que la niña no lo hablaba.
—¿What do you mean by “guets”? —le pregunté de nuevo.
—Las tortillas, en zapoteco —me explicó la niña.
Y eso se debe, pues, al cambio de lo que antes, desde Thomas Hobbes y los enciclopedistas franceses, se reconocía como “Estado-nación”.
En cuanto al sentido de pertenencia ¿cuál es la patria chica, el terruño, si no esos espacios transnacionales?
Michael Kearney cree que asistimos al fin del Estado nacional y que las comunidades transnacionales le dan cuerpo a lo que en el futuro será la relación entre Estado y sociedad.
La comunidad transnacional de San Juan Mixtepec, Oaxaca —según los estudios del antropólogo Federico Besserer–, incluye Harrisonburg, Virginia; Arvin, California, Chandler Hights, Arizona, en Estados Unidos, y San Quintín, en la península de la Baja California, México.
En Madera, California, como en la colonia Maclovio Herrera, en San Quintín, viven más de mil mixtecos en cada una.
Han dejado atrás la visión territorial de la “comunidad” y han incorporado el viaje, el movimiento, como una nueva tradición.
La idea que subyace en el concepto de ciudadanía transnacional es que el migrante tiene todo el derecho de ser ciudadano sin que por ello tenga que renunciar a su identidad nacional. Por eso son muy pocos los países que niegan la doble nacionalidad. Es de lo más común ahora que una persona tenga dos pasaportes.
El contexto de todo ello es lo que los norteamericanos llaman globalización y los franceses mundialización. Este panorama internacional es nuevo porque se caracteriza por algo que antes no estaba allí. Los flujos migratorios cada vez más densos van creando en los migrantes nuevas formas de identidad y de pertenencia que van mucho más allá del multiculturalismo.
Empiezan a ponerse en entredicho casi todas las formas de control de las diferencias basadas en la territorialidad, la cada vez mayor movilidad, el aumento de la migración temporal, cíclica, y periódica, los viajes cada vez más fáciles y más baratos, la comunicación producto de la revolución tecnológica. Y son nuevas estas formas de adscripción identitaria especialmente desarrollada entre los inmigrantes.
Su identidad no se basa en un cierto territorio y por eso son un fuerte desafío a los conceptos convencionales de pertenencia a una sola nación, a un solo Estado.
La era de la criminalidad
Tal vez tengan que pasar varios años para discernir si a nuestra época se le identificará históricamente con la criminalidad. Las nociones de Estado, país, nación, gobernabilidad, tanto como los indicadores económicos, cambian de matiz o sustancialmente y es probable que necesitemos nuevas categorías para entenderlos. Porque hay un factor que siempre ha estado en las sociedad pero que nunca había tenido una beligerancia tan portentosa como la de ahora: la delincuencia organizada.
Somos contemporáneos de la mundialización del delito. Somos súbditos del imperio global del crimen
Las estadísticas que tratan de establecer el producto interno bruto, el ingreso per capita, el índice de las remesas procedentes del exterior, la cantidad de millones de dólares que los mexicanos guardan o invierten en otros países, se distorsionan porque no se pueden conocer ni calcular los flujos de la economía criminal.
Hemos transitado de la era de las ideologías a la criminal (vivimos en mundo en el que ya no importan las ideas) porque, a pesar del desarrollo tecnológico o gracias a él, estamos asistiendo a una cada vez mayor criminalización del mundo. Esta toma de conciencia (más que una sospecha) no es nueva. Ya en los años 70 se hablaba, por lo menos entre los escritores, de una “sicilianización” del planeta, como si el modus operandi de la mafia hubiera permeado las formas de hacer política y de gobernar. Había ya la sensación de que se mezclaba la actividad delincuencial con el ejercicio del poder formal del Estado, en todas sus dimensiones: ejecutiva, legislativa y judicial. En esta transformación los jueces (los magistrados que llevan la toga pretexta) son tan importantes como los legisladores y los funcionarios administrativos. Y la policía, por supuesto. Sobre todo la policía y el ejército. El interés general (o el llamado bien común) se ha perdido de vista y en algunos países se gobierna para proteger a los diversos grupos hegemónicos de cada país.
Si en este tramo de la historia somos contemporáneos ya de la “edad del crimen” o de la “era de la criminalidad” se debe en gran parte a que ha cambiado la composición de lugar y de poder en el planeta. Ya no estamos viendo la película que veíamos antes. Las guerras ya no son las mismas (enfrentamiento entre Estados, conquista territorial). En el mundo moderno el territorio, por grande que sea, a veces no tiene ningún valor material ni estratégico. Lo que cuenta es el poder económico y militar.
Los actores beligerantes de nuestro tiempo son las mafias, las milicias tribales, los terroristas, los narcotraficantes y los mercenarios al servicio de todos ellos: grupos armados que se desmarcaron del Estado. Y si los grupos criminales han progresado como nunca a escala mundial es porque la nueva tecnología les favorece, porque cayó el muro de Berlín, y porque su capacidad financiera y de fuego es mayor que la de muchos países. La tecnología de punta en las comunicaciones —que antes era de uso exclusivo militar—, como internet, ahora sirve para hacer más eficiente y productiva la labor criminal.
Es otra la relación de fuerzas, la geopolítica, y por tanto el contexto en el que México enfrenta sus problemas internos. Se han desvanecido por lo demás las nociones que antes definían la naturaleza del Estado: el de monopolista de los instrumentos de violencia. El enemigo ya no es otro Estado nación (aunque no se puede olvidar el conflicto entre India y Pakistán). Todo esto cambia las reglas del luego. Los protagonistas de las guerras se mueven más por sus creencias tribales, raciales y religiosas.
Hace cinco años The Economist ya publicaba que en el mundo se mueven 15 millones de contenedores —el 90 por ciento del comercio mundial— y sólo el 2 por ciento pueden ser controlados por las aduanas. No hay fuerza aduanera que pueda controlarlo todo.
Nunca como ahora la extensión de la economía criminal había sido tan grande: un verdadero desafío armado y logístico a lo que queda del Estado moderno en este tramo de la historia.
Misha Glenny, autor de McMafia, periodista británico de origen ucraniano, cree que todo esto es consecuencia de la globalización —la tecnología ha multiplicado las ganancias del crimen— y que la nuestra es la edad de oro de la mafia: la edad del crimen.
No estaríamos hablando de estas cosas si no fuera por un libro recientemente aparecido: El G-9 de las mafias en el mundo, obra del criminólogo francés Jean-François Gayraud.
“Las mafias no son un fenómeno marginal, sino un poder oculto y configurador del escenario mundial que maneja cifras de dinero mareantes.”
“Se trata de una realidad geopolítica instalada en la médula del entramado político y económico de la sociedad.”
Entonces, más que la “era de la información”, como le gusta llamarla a Manuel Castells, estaríamos viviendo ya en la “era de la criminalidad” como nunca antes en la historia, por su profusión, por su fuerza, por su liga secreta y solapada con representantes del Estado, los partidos políticos y los jueces de la más alta investidura.
Gran finale
Pero por lo pronto, podemos decir que nos ha tocado vivir un mundo tan maravilloso como trágico. El siglo
XX ha sido el de la descolonización y el de las grandes migraciones del campo a las ciudades, el fin de la guerra fría, la revolución electrónica, las revelaciones de la neurología (el descubrimiento de esa terra incognita que sigue siendo el cerebro). Nunca antes se habían inaugurado en el escenario político tantos países, más de ochenta. Empieza a llegar a la jefatura de los Estados una nueva generación de políticos, a la Casa Blanca por ejemplo.
Si en las civilizaciones antiguas lo que tenía más valor era la tierra y la máquina, “en la civilización que está surgiendo ahora no habrá nada más valioso que la mente humana, su capacidad de conocer y crear”. Ojalá que una mayoría cada vez más numerosa tenga acceso a la que tal vez sea la experiencia mas sublime del ser humano: el conocimiento.
El telégrafo, la radio, el teléfono, la televisión, el cine, no acabaron con las prensa escrita como se temía; ahora ni internet ni el correo electrónico sustituyen al reportero in situ, con todo su miedo y sus emociones en el lugar de los acontecimientos y que no ha perdido la fe en la palabra escrita: los medios amplían el método de transmisión de la palabra. No se acaban unos a otros: se complementan.
Somos los primitivos de una nueva era.
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Los fotógrafos, mejor que nadie, han captado el drama de la inmigración que se ha exacerbado no sólo aquí, en la esquina noroccidental mexicana, sino en muchas otras partes del planeta. No pocos fotógrafos, como Sebastián Salgado, Graciela Iturbide, Lourdes Grobet, Roberto Córdoba y Elsa Medina, han congelado en sus imágenes los rostros de esta tragedia.
Durante los últimos dos años, la fotografía ha ido tomándole el pulso al hormiguero social desesperado, de noche, a mediodía, en la madrugada, al amanecer, a la hora del lobo de este fin de siglo cuando se presiente una amenaza o se descubren signos de un peligro inminente. Es una fotografía de los intersticios: la frontera agrietada por la que se cuela la esperanza y se deshace en la polvareda distante de la border patrol.
Esta grieta o espacio lineal abierto que queda entre los dos cuerpos nacionales evoca —en la fotografía de profundidad— la monumental muralla china de inspiración militar o el territorio de Laconia en el que se asentaba la antigua Esparta griega y del que el arquitecto Richard Ingersoll ha deducido la expresión “campo lacónico” para referirse a la ciudad difusa, repleta de áreas deshilachadas, irregularmente urbanizadas, sin acontecimientos espaciales, privada de comunicación arquitectónica.
Y no parece ser otra cosa este “campo lacónico” que comparece en la desolación indocumentada recogida por la lente de, por ejemplo, la fotógrafa Elsa Medina, un campo conciso, de pocos elementos, como el de las afueras parchadas de Tijuana o las inmediaciones de San Ysidro, el Nido de las Águilas y el cañón de La Cabra. Pero si Esparta no necesitaba murallas y podía extenderse a lo largo de sus lacónicos espacios vacíos era porque, según Tucídides, “sus soldados eran sus murallas” del mismo modo en que ahora, en el confín mexicanoestadounidense, el ejército de la Patrulla Fronteriza hace de muralla defensiva y ofensiva ante la vulnerabilidad de la no infranqueable lámina por cuyos intersticios se ha introducido la cámara de Elsa Medina.
¿Y qué vemos en sus fotos?
Vemos unas patrullas diseminadas allá a lo lejos, en el cañón de La Cabra.
Vemos las siluetas negras de unos doce agentes rubios de protuberantes escuadras y linternas al cinto, contra el sol del atardecer, justo en el instante del rayo verde que se cancela sobre la inmensidad del Pacífico.
Vemos a un hombre solo en playas de Tijuana, con la mirada perdida hacia el norte de la barda herrumbrosa que corta las olas mar adentro.
Vemos a un niño metido en su jorongo, a un adolescente sin país, a un anciano sin respaldo.
Vemos un helicóptero que clava con sus reflectores a un campesino de Nayarit mientras, como araña fumigada, esconde su rostro con una cachucha de los Padres.
Vemos un convoy de camionetas oficiales de doble tracción y motoconformadoras y tractores demarcando la “tierra de nadie”, esta expresión militar calificativa de la zona que queda entre una trinchera y otra y que nadie puede atravesar sin el riesgo de ser acribillado por un francotirador de la border patrol.
Vemos un montón de zapatos y botas usadas, signos de la caminata y la emigración, que alguien vende en el rincón de una calle.
Vemos a un muchacho que coloca más de trescientas cruces blancas en el mural de un par de figuras negras, recuento de los migrantes muertos en la frontera.
Vemos a un grupo de jóvenes que hacen su rancho aparte debajo de un árbol mientras esperan, esperan, esperan, en el cañón Zapata.
Vemos a un grupo de trabajadores indocumentados que esperan ser contratados como eventuales en las calles Broadway y Pico de Los Ángeles.
Vemos una mojonera en el Nido de las Águilas, en la porción limítrofe, establecida por la fuerza de las armas en 1848.
Vemos la doble valla, el perímetro de seguridad, alambradas de púas como en las trincheras, censores sísmicos para rastrear a los caminantes subrepticios, telescopios infrarrojos de larga distancia, cámaras de video, instrumentos de detectación nocturna.
Vemos una zona de guerra.
Vemos un abandono de todos los dos gobiernos, vemos su indiferencia, vemos su sonrisa macabra y estúpida, vemos una conspiración contra el derecho internacional al trabajo.
Sin embargo, la mirada de Elsa Medina no es la única que se tiene sobre la frontera nómada ni los indocumentados son los únicos seres que se afanan por sobrevivir en el corral de la frontera sedentaria.
Como voluntad y representación, la frontera está en todos los diccionarios de lugares comunes: la frontera de cristal, la frontera como herida, cicatriz, perímetro disuasivo, el corte, el machetazo histórico, el intersticio de la roca que llora, el muro, el confín, la tierra de nadie, la colisión, la colindancia, el telón, la valla, la sangre contigua, la literatura del umbral, la hora del lobo en el instante del amanecer cuando se cruza, el tránsito a la clandestinidad, la frontera del lenguaje, la esperanza, el fracaso, la raya pintada, la frontera invisible, la frontera de las serpientes, el túnel de éter en el que se convierte el viaje hacia la nada, la demencia fronteriza que se desencadena entre la madrugada y el alba, entre la realidad y el deseo, entre el hambre y la ingurgitación, entre la salud y la enfermedad, entre el asesino y la víctima, entre la juventud y la madurez (la línea de sombra), entre la vida y la muerte, el país frontera, entre algo y nada, entre la pena y la nada.
El imperio del crimen
Como todas las cosas, con el paso del tiempo, la noción de frontera ha ido cambiando. No pocos de los estereotipos que se han ido acuñando sobre la frontera se desvanecen sin sentido cuando las realidades nuevas —los flujos migratorios, por ejemplo, la globalización del crimen— exigen otra manera de conceptualizarlas.
La frontera es el confín, el punto de partida y de llegada, la línea de corte jurídico que establece un principio y un fin, una demarcación que separa a un territorio de otro.
En un sentido metafórico la frontera también es una herida o una cicatriz. Los cambios en las demarcaciones políticas de Europa del Este, la disolvencia de la Unión Soviética como cuerpo nacional, la nueva configuración de los Balcanes y el surgimiento de nuevos Estados a consecuencia de las guerras en lo que antes se reconocía como Yugoslavia, han vuelto a plantear esa noción volátil y divagante de la frontera.
Para Ryszard Kapuscinski, en El imperio, su gran reportaje sobre la desaparición histórica de la URSS, “cada vez que nos aproximamos a una frontera, a un límite, nuestra tensión aumenta y afloran las emociones”.
“Las personas no están hechas para vivir en situaciones límite, las evitan o al menos intentan librarse de ellas lo más rápidamente posible.”
Lo cierto es que se ha evaporado la noción misma de frontera o se ha convertido en otra cosa por las dislocaciones bélicas y políticas de Europa del Este. Los historiadores replantean una nueva categorización. No jurídica, puesto que sin fronteras no hay Estado. Pero sí cultural: la fusión de las lenguas, la mezcla de razas, la invasión de un habla por otra, el desplazamiento del español por el inglés, la disolvencia —en sentido del montaje cinematográfico— de las mentalidades.
Mientras los antropólogos se esmeran en la especulación de un país frontera —de todo un tronco nacional como frontera, entre el mundo desarrollado y el estancado, entre el inglés y el español, entre la producción y el consumo de bienes, servicios y estupefacientes, entre la exportación y la importación, entre la banca incontrolada y la desnacionalización del dinero—, los novelistas de la literatura del umbral o de los intersticios recrean la inagotable vena de la frontera trágica: los asesinatos en serie de muchachas en Ciudad Juárez en la obra de Roberto Bolaño o las historias de “satánicos” que deglute la “estética” de matriz hollywoodense en, por ejemplo, Perdita Durango, la novela de Barry Gifford o la película de Álex de la Iglesia.
En todos los reinos hay fronteras y el animal no podría ser una excepción. “Es propio no sólo del hombre, sino también de toda la naturaleza viva, de todo lo que se mueve en el agua y en el aire.” Los gatos demarcan su territorio.
Existen fronteras entre el hemisferio izquierdo y el derecho, entre el lóbulo frontal y el lateral, entre la epífisis y la hipófisis. ¿Y los límites entre las circunvoluciones, los ventrículos y las fisuras?
En un traslape tal vez sofístico y no menos capcioso, algunos medios audiovisuales asimilan el sentido psiquiátrico de los “estados fronterizos” —una instancia preesquizofrénica: la de los borderliners— a la experiencia cotidiana de la vida en la frontera, es decir: a la locura y la degradación de la convivencia civil porque también hay fronteras en nuestros cerebros que “albergan un constante movimiento fronterizo, confinante, limítrofe”, dice Kapuscinksi. “De ahí los dolores de cabeza y las migrañas, de ahí tanta confusión”.
La personalidad fronteriza, pues, no puede asimilar dos o más de dos ideas contraspuestas que, aparte, se enrarecen aún más cuando la sensación es que todo el cuerpo nacional es frontera. Para bien y para mal, México se ha vuelto un país frontera, de Tijuana a Tapachula, de Matamoros a Acapulco. El tronco todo del país se ha convertido en frontera y ciudades fronterizas —por la simultaneidad informativa electrónica audiovisual– lo son tanto Celaya como Matamoros, tanto Oaxaca como Tecate.
“Aquí en América Latina”, dice el político y hombre de letras francés Dominique de Villepin, “todos aquellos que se aprovechan del desorden y del crimen encuentran en las fronteras una guarida fácil, un terreno predilecto en donde cristalizan las dificultades que tienen los Estados para controlar su territorio y para luchas contra las amenazas, nuevas y antiguas”. Y es que el concepto mismo de frontera está en crisis, si no es que siempre lo ha estado por su naturaleza misma. Su formulación jurídica o política difiere de una época a otra: es una idea que va rehaciéndose y afinándose a lo largo de la historia. La verdad de la frontera, se pregunta De Villepin, “no es acaso una permanente metamorfosis?”
Las fronteras defensivas como el muro de Adriano en el norte de Escocia o la Muralla China respondían a las condiciones bélicas de su tiempo, pero la tecnología militar de nuestra época —naval y aérea— impone otra mirada geopolítica de las fronteras.
“Somos contemporáneos de un mundo formado por ejes de poder y de influencia más que por territorios geométricos.”
La doble ausencia
En el pasado, cuando el flujo de las migraciones no era tan masivo como en nuestro tiempo, se experimentaba como un choque la adopción de otra cultura nacional. Había una brecha en la relación del migrante con el país de acogida y había también una rotura en su relación consigo mismo. Esta persona no podía experimentarse a sí misma junto con otras o como en su casa en el mundo. Al contrario, se experimentaba a sí misma en una desesperante soledad y en completo aislamiento. El emigrante que no vuelve sufre una “doble ausencia”, según le llama a este desarraigo el sociólogo argelino Abdelmalek Sayad.
Durante el año 2008 los mexicanos empleados legal o ilegalmente en los Estados Unidos enviaron a sus casas 25 mil millones de dólares, para mantener a sus familias y también para facilitarles la emigración. Es decir: 2,083 millones de dólares al mes, 480 a la semana, 68 diarios y 2 millones y medio cada hora.
Al enviar de Estados Unidos a México esas remesas, los emigrantes mexicanos —lo mejor del país, su nueva sangre, su capacidad de reproducir a la especie mexicana— alivian en gran parte la tensión social y le quitan un peso de encima al gobierno en turno. Sus remesas son apenas superadas por las de las exportaciones de petróleo y son superiores a las de la inversión extranjera directa. No es posible que a la larga o a la corta esto no tenga un efecto cultural, social y político.
La aventura de la migración, pues, ha pasado a ser un drama en la última década del siglo XX y la primera del XXI. “Disueltas idolatrías y utopías, derrumbados los colonialismos, derribados los muros, cortados los alambres de púas, llegaron los tiempos de las fugas, de los éxodos desde países de mala suerte y mala historia”, según el escritor siciliano Vicenzo Consolo.
Al periodista polaco Ryszard Kapuscinki le tocó ser testigo de dos grandes acontecimientos migratorios en sentido físico y en sentido político: la migración del campo a las ciudades (a principios del siglo XX, la población urbana mundial era del 15 por ciento y hoy es del 75) y la independencia política de las colonias.
Desvanecida la esperanza socialista, impacientes porque no pudo estrecharse el abismo entre la miseria y la riqueza, millones de jóvenes y de familias enteras optaron por dar el salto a tierras menos frustrantes. “Cambiaron de táctica”, dice Kapuscinski, “recurriendo a una penetración lenta por medio de la migración. Hombre tras hombre, familia tras familia, salen en busca y encuentran su pequeño lugar en el mundo desarrollado. Recogen fresas o limpian casas en California, venden abalorios a las puertas del Panteón de París o junto a la inclinada torre de Pisa”.
Sin ser la única tragedia de nuestro tiempo (aparte de la epidemia del sida, las guerras fraticidas, religiosas e interétnicas, el terrorismo, las masacres con armas bioquímicas, los bombardeos de población civil), la aventura migratoria —acuciada por la ilusión y la no improbable culminación feliz— no ha significado poco sufrimiento.
Para los indigentes o desempleados, carentes de documentos, las fronteras equivalen a un encierro y a una barrera que les limita su derecho al trabajo y a una existencia digna. Y puesto que no tienen más que una sola vida —y un solo capital: su juventud y su fuerza de trabajo— no vacilan en intentar el salto y, como la Alicia de Lewis Carroll, cruzar el espejo, aunque en la casa que está del otro lado todo parezca estar al revés: las palabras, por ejemplo, los letreros. Los pusilánimes se quedan atrás.
Este tránsito, sin embargo, está lleno de escollos y animales venenosos, arenas desérticas y temperaturas superiores a los 46 grados centígrados. No pocos terminan en la muerte por sol. Padecen los efectos de la deshidratación, el asalto de los bandidos, el abandono de los traficante de vidas humanas, el acoso de las policías de ambos lados. Fallecen asfixiados en camiones cisterna o en contenedores. En otras latitudes, entre África y Europa, en las costas de las islas Canarias y de Sicilia, conocen la muerte por agua y sus pateras o botes salvavidas se convierten en ataúdes sin lápidas.
Y es que la capacidad de ilusión del ser humano no tiene límites, especialmente si se es joven y se cuenta con un espíritu arrojado y audaz. Gracias a la televisión, la riqueza de otras naciones entra en las casas como espectáculo o como publicidad y, en consecuencia, como deseo: se anuncia un producto pero al mismo tiempo se vende un estilo de vida y se cultiva una promesa.
Cuenta Hans Magnus Enzensberger en su estudio La gran migración que en épocas de pleno empleo en Estados Unidos se llegó a reclutar a diez millones de inmigrantes, tres millones de magrebíes en Francia, cinco en Alemania, donde ya tienen residencia legal.
A fin de restablecer la pirámide de edad, se calcula que en Estados Unidos es necesaria la llegada anual de cuatro a diez millones de inmigrantes jóvenes, mientras que en Alemania se requiere de por lo menos un millón.
La gente escapa de las enfermedades y las dictaduras, abomina del desempleo y el hambre, huye del campo en donde se ha extinguido el modo de vida rural o la desplaza la mecanización de la agricultura, emigra a las ciudades o se juega la vida yéndose al extranjero. Porque el emigrante no se va a esperar a que se disuelva la polaridad cada vez más distante entre ricos y pobres, porque está harto de la miseria y la impotencia, porque sabe —como escribe Kapuscinski— que “la pobreza es una especie de sida social y al igual que el sida, en la mayoría de los casos, es incurable”.
La ola migratoria
Sin embargo, en nuestros días, la situación ha cambiado. Por la fuerza de los hechos y el aumento de la ola migratoria, se establecen de manera más natural las relaciones entre el inmigrante que llega y la gente del país anfitrión. Los prejuicios raciales, que no dejan de existir y perturbar, se trascienden por el impulso natural de la atracción sexual y el paso del tiempo, las generaciones de jóvenes que sustituyen a las de sus padres y abuelos, van enriqueciendo las poblaciones multirraciales en los países europeos, por ejemplo.
“La emigración es una verdadera mina de oro para la sociedad que la recibe”, sostiene la novelista española Rosa Montero. “En su inmensa mayoría, los emigrantes son lo mejor de sus países de origen: las personas más emprendedoras, más despiertas, más valientes, más activas, más responsables.”
Debido también a esta novedad de nuestro tiempo, han surgido nuevos fenómenos sociales y culturales como la formación de las comunidades transfronterizas o transnacionales en los países de llegada.
Total, que la composición de lugar de esta primera década del siglo tiene rasgos que antes no habían contemplado (porque no estaba allí) los sociólogos, los antropólogos y los etnólogos.
Enzensberger dice también que apenas es el comienzo, que no tenemos ni idea de lo grave que va a ser el problema de las emigración dentro de quince o veinte años. El caso es que, por el cambio generacional de los emigrantes, ya no se vive una “doble ausencia”: se construye más bien otra identidad nacional que nunca abandona sus valores culturales originarios. Es el caso de los nietos de hindúes y paquistaníes en Inglaterra o de los hijos y nietos de los argelinos en Francia.
La frontera ideológica se erigió en la Cortina de Hierro, pensada por Winston Churchill, y se desvaneció con la caída del muro de Berlín.
La aceleración de la globalización ha hecho porosas todas las fronteras. Los flujos de capital y de mercancías. La circulación instantánea de la información audiovisual. Y la migraciones, que cuestionan las fronteras antiguas. Ciento cincuenta millones de personas emigran cada año en el mundo. Veinte millones de refugiados buscan asilo.
Paradójicamente, antes de la globalización el mundo era un pañuelo. Tenía uno otra manera de vivirlo. La aldea global de Marshall McLuhan nos es común a todos, pero al mismo tiempo nos queda grande.
Comunidades transfronterizas
En la primera década del siglo vivimos en un espacio de flujos de capital, de bienes y servicios, de mercancías y de migrantes, que serían inconcebibles sin los flujos paralelos de la información audiovisual, las novedades culturales, musicales, cinematográficas, televisivas, y sin la beligerancia de las organizaciones criminales que se aprovechan de la tecnología más avanzada (antes sólo de uso militar) para acrecentar su poder y su logística.
En este contexto geopolítico y económico se da el surgimiento de las llamadas “comunidades transnacionales”. ¿Pero cómo puede haber una comunidad sin ley propia, sin territorio y fuera de su país original? La globalización ha venido a trastocar lo que hasta ahora se ha entendido por Estado-nación y comporta dinámicas nuevas con las que van apareciendo fenómenos exclusivos. Uno de ellos precisamente es el de las “comunidades transnacionales”.
Un ejemplo sería el de los grupos de colombianos que tienen su asiento en el Bronx, en Nueva York. Colombianos de Cali, Medellín, Pereira, Bogotá o Cartagena, constituyen una comunidad que si bien se ha ido integrando a la cultura norteamericana —o neoyorkina específicamente— conserva sus usos y costumbres, su estilo, que perviven en sus pueblos de Colombia.
Una vez llegó también al Bronx un poblano con una máquina de hacer tortillas. Después, poco a poco, su barrio empezó a llenarse de jóvenes mexicanos, pero casi todos de Puebla. Son la mayoría de los muchachos mexicanos que trabajan en Manhattan en las tiendas o en los restaurantes.
—Ni me digas de dónde vienes, paisano. Eres poblano —les dice uno.
—Sí, de San Martín Ixmilucan.
Lo mismo sucede en Los Ángeles con la comunidad
oaxaqueña zapoteca o en San Quintín, Baja California.
Piénsese como un ejemplo espejo lo que se reconoce como “comunidades de internet” que también, obviamente, son supranacionles. Comunidades de artistas, pintores, cardiólogos, etcétera, se comunican desde diferentes partes del mundo a lo largo y ancho del espacio cibernético.
Puede uno sentir —por las facilidades, el precio y la abundancia de vuelos aéreos, por el teléfono fijo o celular, los cajeros automáticos, el correo electrónico y la red— que vive varias ciudades al mismo tiempo, es decir, donde están sus afectos, es decir, su comunidad personal.
Dice Federico Besserer que algunos miembros de la comunidad de San Juan Mixtepec, Oaxaca, transitaron de su condición de sanjuanenses a estadounidenses, sin pasar por la mexicanidad, ya que su condición de indios era considerada en México el oximoron de la nacionalidad mexicana. Y algunos han aprendido el inglés primero y no el español:
“En 1995, cuando me paré en un minisúper en la salida de Halfmoon Bay, al norte de California, como a las seis de la mañana, escuché a una niña ordenar: Get the guets!
—¿Qué es eso? —le pregunté en español y me di cuenta de que la niña no lo hablaba.
—¿What do you mean by “guets”? —le pregunté de nuevo.
—Las tortillas, en zapoteco —me explicó la niña.
Y eso se debe, pues, al cambio de lo que antes, desde Thomas Hobbes y los enciclopedistas franceses, se reconocía como “Estado-nación”.
En cuanto al sentido de pertenencia ¿cuál es la patria chica, el terruño, si no esos espacios transnacionales?
Michael Kearney cree que asistimos al fin del Estado nacional y que las comunidades transnacionales le dan cuerpo a lo que en el futuro será la relación entre Estado y sociedad.
La comunidad transnacional de San Juan Mixtepec, Oaxaca —según los estudios del antropólogo Federico Besserer–, incluye Harrisonburg, Virginia; Arvin, California, Chandler Hights, Arizona, en Estados Unidos, y San Quintín, en la península de la Baja California, México.
En Madera, California, como en la colonia Maclovio Herrera, en San Quintín, viven más de mil mixtecos en cada una.
Han dejado atrás la visión territorial de la “comunidad” y han incorporado el viaje, el movimiento, como una nueva tradición.
La idea que subyace en el concepto de ciudadanía transnacional es que el migrante tiene todo el derecho de ser ciudadano sin que por ello tenga que renunciar a su identidad nacional. Por eso son muy pocos los países que niegan la doble nacionalidad. Es de lo más común ahora que una persona tenga dos pasaportes.
El contexto de todo ello es lo que los norteamericanos llaman globalización y los franceses mundialización. Este panorama internacional es nuevo porque se caracteriza por algo que antes no estaba allí. Los flujos migratorios cada vez más densos van creando en los migrantes nuevas formas de identidad y de pertenencia que van mucho más allá del multiculturalismo.
Empiezan a ponerse en entredicho casi todas las formas de control de las diferencias basadas en la territorialidad, la cada vez mayor movilidad, el aumento de la migración temporal, cíclica, y periódica, los viajes cada vez más fáciles y más baratos, la comunicación producto de la revolución tecnológica. Y son nuevas estas formas de adscripción identitaria especialmente desarrollada entre los inmigrantes.
Su identidad no se basa en un cierto territorio y por eso son un fuerte desafío a los conceptos convencionales de pertenencia a una sola nación, a un solo Estado.
La era de la criminalidad
Tal vez tengan que pasar varios años para discernir si a nuestra época se le identificará históricamente con la criminalidad. Las nociones de Estado, país, nación, gobernabilidad, tanto como los indicadores económicos, cambian de matiz o sustancialmente y es probable que necesitemos nuevas categorías para entenderlos. Porque hay un factor que siempre ha estado en las sociedad pero que nunca había tenido una beligerancia tan portentosa como la de ahora: la delincuencia organizada.
Somos contemporáneos de la mundialización del delito. Somos súbditos del imperio global del crimen
Las estadísticas que tratan de establecer el producto interno bruto, el ingreso per capita, el índice de las remesas procedentes del exterior, la cantidad de millones de dólares que los mexicanos guardan o invierten en otros países, se distorsionan porque no se pueden conocer ni calcular los flujos de la economía criminal.
Hemos transitado de la era de las ideologías a la criminal (vivimos en mundo en el que ya no importan las ideas) porque, a pesar del desarrollo tecnológico o gracias a él, estamos asistiendo a una cada vez mayor criminalización del mundo. Esta toma de conciencia (más que una sospecha) no es nueva. Ya en los años 70 se hablaba, por lo menos entre los escritores, de una “sicilianización” del planeta, como si el modus operandi de la mafia hubiera permeado las formas de hacer política y de gobernar. Había ya la sensación de que se mezclaba la actividad delincuencial con el ejercicio del poder formal del Estado, en todas sus dimensiones: ejecutiva, legislativa y judicial. En esta transformación los jueces (los magistrados que llevan la toga pretexta) son tan importantes como los legisladores y los funcionarios administrativos. Y la policía, por supuesto. Sobre todo la policía y el ejército. El interés general (o el llamado bien común) se ha perdido de vista y en algunos países se gobierna para proteger a los diversos grupos hegemónicos de cada país.
Si en este tramo de la historia somos contemporáneos ya de la “edad del crimen” o de la “era de la criminalidad” se debe en gran parte a que ha cambiado la composición de lugar y de poder en el planeta. Ya no estamos viendo la película que veíamos antes. Las guerras ya no son las mismas (enfrentamiento entre Estados, conquista territorial). En el mundo moderno el territorio, por grande que sea, a veces no tiene ningún valor material ni estratégico. Lo que cuenta es el poder económico y militar.
Los actores beligerantes de nuestro tiempo son las mafias, las milicias tribales, los terroristas, los narcotraficantes y los mercenarios al servicio de todos ellos: grupos armados que se desmarcaron del Estado. Y si los grupos criminales han progresado como nunca a escala mundial es porque la nueva tecnología les favorece, porque cayó el muro de Berlín, y porque su capacidad financiera y de fuego es mayor que la de muchos países. La tecnología de punta en las comunicaciones —que antes era de uso exclusivo militar—, como internet, ahora sirve para hacer más eficiente y productiva la labor criminal.
Es otra la relación de fuerzas, la geopolítica, y por tanto el contexto en el que México enfrenta sus problemas internos. Se han desvanecido por lo demás las nociones que antes definían la naturaleza del Estado: el de monopolista de los instrumentos de violencia. El enemigo ya no es otro Estado nación (aunque no se puede olvidar el conflicto entre India y Pakistán). Todo esto cambia las reglas del luego. Los protagonistas de las guerras se mueven más por sus creencias tribales, raciales y religiosas.
Hace cinco años The Economist ya publicaba que en el mundo se mueven 15 millones de contenedores —el 90 por ciento del comercio mundial— y sólo el 2 por ciento pueden ser controlados por las aduanas. No hay fuerza aduanera que pueda controlarlo todo.
Nunca como ahora la extensión de la economía criminal había sido tan grande: un verdadero desafío armado y logístico a lo que queda del Estado moderno en este tramo de la historia.
Misha Glenny, autor de McMafia, periodista británico de origen ucraniano, cree que todo esto es consecuencia de la globalización —la tecnología ha multiplicado las ganancias del crimen— y que la nuestra es la edad de oro de la mafia: la edad del crimen.
No estaríamos hablando de estas cosas si no fuera por un libro recientemente aparecido: El G-9 de las mafias en el mundo, obra del criminólogo francés Jean-François Gayraud.
“Las mafias no son un fenómeno marginal, sino un poder oculto y configurador del escenario mundial que maneja cifras de dinero mareantes.”
“Se trata de una realidad geopolítica instalada en la médula del entramado político y económico de la sociedad.”
Entonces, más que la “era de la información”, como le gusta llamarla a Manuel Castells, estaríamos viviendo ya en la “era de la criminalidad” como nunca antes en la historia, por su profusión, por su fuerza, por su liga secreta y solapada con representantes del Estado, los partidos políticos y los jueces de la más alta investidura.
Gran finale
Pero por lo pronto, podemos decir que nos ha tocado vivir un mundo tan maravilloso como trágico. El siglo
XX ha sido el de la descolonización y el de las grandes migraciones del campo a las ciudades, el fin de la guerra fría, la revolución electrónica, las revelaciones de la neurología (el descubrimiento de esa terra incognita que sigue siendo el cerebro). Nunca antes se habían inaugurado en el escenario político tantos países, más de ochenta. Empieza a llegar a la jefatura de los Estados una nueva generación de políticos, a la Casa Blanca por ejemplo.
Si en las civilizaciones antiguas lo que tenía más valor era la tierra y la máquina, “en la civilización que está surgiendo ahora no habrá nada más valioso que la mente humana, su capacidad de conocer y crear”. Ojalá que una mayoría cada vez más numerosa tenga acceso a la que tal vez sea la experiencia mas sublime del ser humano: el conocimiento.
El telégrafo, la radio, el teléfono, la televisión, el cine, no acabaron con las prensa escrita como se temía; ahora ni internet ni el correo electrónico sustituyen al reportero in situ, con todo su miedo y sus emociones en el lugar de los acontecimientos y que no ha perdido la fe en la palabra escrita: los medios amplían el método de transmisión de la palabra. No se acaban unos a otros: se complementan.
Somos los primitivos de una nueva era.
http://federicocampbell.blogspot.com/
Tijuana Noir
Si necesitas algo,
nada más chifla.
–Humphrey Bogart en
Tener o no tener
A los franceses se les ocurrió primero llamarle negra (noir) a la novela policiaca porque de ese color era la colección lanzada por la editorial Gallimard en 1946, apenas terminada la guerra. Y así, por extensión, una revista de los años 20 en Nueva York adoptó el título de Black Mask y sus colaboradores —como Dashiell Hammett y Raymond Chandler– pasaron a la historia como padres de la novela negra norteamericana. Al cine de gángsters de los años 40, cuyos rostros correspondían a Humphrey Bogart o a Robert Mitchum, también se le identificó como cine negro. Hace ya un año que pasa por televisión una película de dibujos animados de la misma onda: Film Noir.
Y es precisamente en ese contexto histórico y literario que Eduardo Flores Campbell escribe su primera novela, Tijuana Noir. A long short story. Desde sus primeras páginas se va desgranando poco a poco la investigación de un asesinato: el de un sacerdote católico que se cometió bajo fuegos cruzados en el aeropuerto de Tijuana. La trama pretende mostrar, sin competir con el realismo de la prensa diaria, las relaciones entre representantes del Estado –no hay que olvidar que policías y políticos tienen la misma raíz etimológica—, la Iglesia y el crimen organizado.
Tijuanense nacido en San Diego, Eduardo Flores Campbell escribe en inglés y quiere retratar el imaginario colectivo de la Tijuana de los años 90 en el que nunca se previó que las cosas iban a ponerse peor. El tic tac de la novela se oye y sigue muy bien gracias al talento y la pericia del narrador que siempre está consciente de que el narcotráfico es el contexto, no el texto: el continente, no el contenido; la taza, no el café. Sabe que la crónica periodística cotidiana va por delante de la recreación novelesca y por lo tanto aspira a más, a una mayor densidad y a las otras sutilezas y paradojas que supone la complejidad de los seres humanos. Sabe que, muchas veces, el poder supera a la ficción.
Y así van compareciendo un asesino que trata de borrar sus huellas, un Procurador en el que nadie confía, un detective privado al estilo de los años 50 (tipo Robert Mitchum), y una arquetípica famme fatal que le pone pimienta al asunto. Tijuana Noir tiene la plasticidad del cine negro de los años 40 y no desdeña una galería de personajes miserables, condenados, marginales, que vienen de la crónica policiaca tijuanense, la cultura pop y la experiencia crucial que supone la vida en cualquier frontera.
En una nota que no disimula cierta coquetería literaria, en el mejor sentido, Flores Campbell agradece a quienes le han contado múltiples anécdotas de orden criminal y a su padre, con quien compartía el gusto por las viejas películas policiacas rescatadas por la televisión.
De imaginar una adaptación cinematográfica de su novela, EFC dice que en ausencia de Robert Mitchum, Charlton Heston, Ricardo Montalbán y Jane Greer, se tomaría la libertad de incluir a Robert Downey Jr., Clive Owen, Diego Luna, dirigidos, por supuesto, por el talentoso y admirado Alfonso Cuarón.
Para inspirarse dice que cuando escribía escuchaba a Michael Bublé (su versión de Fever) y a Patricia Kaas (su interpretación de Scene de Vie y A l’enterrement de Sidney Bechet).
Bravo.
eduardo@tijuanoir.com
Tijuana Noir puede verse en www.authorhouse.com
y se puede comprar en www.amazon.com
nada más chifla.
–Humphrey Bogart en
Tener o no tener
A los franceses se les ocurrió primero llamarle negra (noir) a la novela policiaca porque de ese color era la colección lanzada por la editorial Gallimard en 1946, apenas terminada la guerra. Y así, por extensión, una revista de los años 20 en Nueva York adoptó el título de Black Mask y sus colaboradores —como Dashiell Hammett y Raymond Chandler– pasaron a la historia como padres de la novela negra norteamericana. Al cine de gángsters de los años 40, cuyos rostros correspondían a Humphrey Bogart o a Robert Mitchum, también se le identificó como cine negro. Hace ya un año que pasa por televisión una película de dibujos animados de la misma onda: Film Noir.
Y es precisamente en ese contexto histórico y literario que Eduardo Flores Campbell escribe su primera novela, Tijuana Noir. A long short story. Desde sus primeras páginas se va desgranando poco a poco la investigación de un asesinato: el de un sacerdote católico que se cometió bajo fuegos cruzados en el aeropuerto de Tijuana. La trama pretende mostrar, sin competir con el realismo de la prensa diaria, las relaciones entre representantes del Estado –no hay que olvidar que policías y políticos tienen la misma raíz etimológica—, la Iglesia y el crimen organizado.
Tijuanense nacido en San Diego, Eduardo Flores Campbell escribe en inglés y quiere retratar el imaginario colectivo de la Tijuana de los años 90 en el que nunca se previó que las cosas iban a ponerse peor. El tic tac de la novela se oye y sigue muy bien gracias al talento y la pericia del narrador que siempre está consciente de que el narcotráfico es el contexto, no el texto: el continente, no el contenido; la taza, no el café. Sabe que la crónica periodística cotidiana va por delante de la recreación novelesca y por lo tanto aspira a más, a una mayor densidad y a las otras sutilezas y paradojas que supone la complejidad de los seres humanos. Sabe que, muchas veces, el poder supera a la ficción.
Y así van compareciendo un asesino que trata de borrar sus huellas, un Procurador en el que nadie confía, un detective privado al estilo de los años 50 (tipo Robert Mitchum), y una arquetípica famme fatal que le pone pimienta al asunto. Tijuana Noir tiene la plasticidad del cine negro de los años 40 y no desdeña una galería de personajes miserables, condenados, marginales, que vienen de la crónica policiaca tijuanense, la cultura pop y la experiencia crucial que supone la vida en cualquier frontera.
En una nota que no disimula cierta coquetería literaria, en el mejor sentido, Flores Campbell agradece a quienes le han contado múltiples anécdotas de orden criminal y a su padre, con quien compartía el gusto por las viejas películas policiacas rescatadas por la televisión.
De imaginar una adaptación cinematográfica de su novela, EFC dice que en ausencia de Robert Mitchum, Charlton Heston, Ricardo Montalbán y Jane Greer, se tomaría la libertad de incluir a Robert Downey Jr., Clive Owen, Diego Luna, dirigidos, por supuesto, por el talentoso y admirado Alfonso Cuarón.
Para inspirarse dice que cuando escribía escuchaba a Michael Bublé (su versión de Fever) y a Patricia Kaas (su interpretación de Scene de Vie y A l’enterrement de Sidney Bechet).
Bravo.
eduardo@tijuanoir.com
Tijuana Noir puede verse en www.authorhouse.com
y se puede comprar en www.amazon.com
Thursday, February 10, 2011
Tijuana in a nutshell
There are two Tijuanas: that of the locals, and that of the rest. The true Tijuana belongs only to the oldest families, the grandparents and great grandparents of Tijuana. The view from outsider, on the other hand, tends to come into focus through fantasy, stereotype and cliché.
But it is the outsider World that in part created Tijuana (the furthest and uncommunicated town from the country’s capital, México City) at least in business and touristic services: hotels, bars, bullrings, boxing, and mainily casinos that forsaw the future Las Vegas. This was happening a few years after the turn of the Century, around 1907. A german beer expert was brought to the Mexicali brewery whose most important market was in Avenida Olvera, former name of Tijuana’s Revolution Avenue.
In the 19th Century, Tijuana resembled the set of and old Western ——a few houses, some wooden corrals, mud-caked roads and a custums hut to register the passage of caravans heading to the port at Ensenada.
The city only came into its own in the 1920s, thanks to the Volstead Act, which amended the Constitution of the United States to prohibit the production and consumption of alcohol, as well as gambling, boxing and horse racing. A puritanical, moralizing campaign had gained momentum in California, and vices and worldly pleasures were roundly demonized.
So Americans preserved their good consciences by exporting their vices to the new city emerging on this side of the border, which soon became a nerve center for the production of all sorts of alcohol, from brandy to Mexicali beer.
Capital from the American underworld was largely responsible. American investors like Marvin Allen, Frank Beyer and Carl Withington oponed saloons and broke ground for the construction of casinos like the Foreing Club, the Montecarlo and the Agua Caliente, which was built alongside the hot springs of the same name. And American tourist paid for the prostitutes, the boxing clubs and the opium.
Of course, the particular vices changed a bit in the 20th century, but the city largely kept on playing the same role for its Northern neighbors. Until the violence came to Tijuana, and change everything. Suddenly, this pressure came from the south in the 1990s —drugs (and the violence and law of the jungle that come with them) were heading north and Tijuana was the last stop before the border. Professional drugdealers and assasins from Sinaloa, such as the Arellano Brothers, gradually were settled here as one of the strongest and cruellest mobs of the continent. It was like a tide shifting. Instead of an influx of visitors from the north, we felt immense pressure from the south, squeezing Tijuana, and scaring away all the tourists.
Drug trafficking and violence have had a devastating effect on Tijuana’s economuy. The murders, kidnappings and decapitations reached a peak in 2008. American stopped coming. Stores closed. Bars were boarded up. Those Tijuana families who could afford it moved to San Ysidro, San Diego and Bonita, California, to sleep in peace. Even local officials of Tijuana City Hall bought or rented houses in La Jolla and Coronado.
But now Tijuana is recovering. In December 2009 there were 56 homicides narco-related. In January 2010 the statistics went up to 67, but next February the number was 31, 17 in March, 22 in April, 12 in June, 31 in July and 23 in August, according to an investigation of Eduardo Guerrero.
The violence has begun to subside, thanks to the work of the local police and the regular mexican Army’s soldiers and Navy’s mareens and the capture last January of El Teo, an infamous murderer and drug lord. Avenida Revolución, dead for the past three years, is showing signs of life. On Friday and Saturday nights it is packed with young people. Caesar’s, a very simbolic and old local restaurant and hotel (where the famous salad was invented) just reopened, and one block over, rock and blues bands get together to play at the music hall. Not for nothing, british rock’n’roll musician and filmaker Julian Temple (he played with the Pistols) is about to start shooting a long documentary on Tijuana, as he did in his Detroit film.
No, the tourists haven’t returned. It’s the locals, the people of Tijuana ——who kept to themselves during the worst of the violence—— who are now reclaiming their territory, for the first time since it was a dusty cow town.
“We have to change our image”, says Jaime Cháidez, a local journalist. “We can’t rely on tourism anymore. The city stills stands, as noble as ever. It is surviving, growing, pucking itself up.”
And for perhaps the first time in more than a century, it is the Tijuanans who are driving that growth. In a sense, then, it is the very violence that plagues Mexico that has returned Tijuana to the people who live there.
A few days ago, a statue was unveiled honoring Rubén Vizcaíno Valencia, a writer, teacher and promoter of Mexican culture who died in 2004. He is the first Tijuana native to be honored in this way, and there he stands, presiding over one of the hallways of the Centro Cultural Tijuana.
I like to think the kids walking by. “Adiós, teach,” they always say. “Adiós, tech.”
But it is the outsider World that in part created Tijuana (the furthest and uncommunicated town from the country’s capital, México City) at least in business and touristic services: hotels, bars, bullrings, boxing, and mainily casinos that forsaw the future Las Vegas. This was happening a few years after the turn of the Century, around 1907. A german beer expert was brought to the Mexicali brewery whose most important market was in Avenida Olvera, former name of Tijuana’s Revolution Avenue.
In the 19th Century, Tijuana resembled the set of and old Western ——a few houses, some wooden corrals, mud-caked roads and a custums hut to register the passage of caravans heading to the port at Ensenada.
The city only came into its own in the 1920s, thanks to the Volstead Act, which amended the Constitution of the United States to prohibit the production and consumption of alcohol, as well as gambling, boxing and horse racing. A puritanical, moralizing campaign had gained momentum in California, and vices and worldly pleasures were roundly demonized.
So Americans preserved their good consciences by exporting their vices to the new city emerging on this side of the border, which soon became a nerve center for the production of all sorts of alcohol, from brandy to Mexicali beer.
Capital from the American underworld was largely responsible. American investors like Marvin Allen, Frank Beyer and Carl Withington oponed saloons and broke ground for the construction of casinos like the Foreing Club, the Montecarlo and the Agua Caliente, which was built alongside the hot springs of the same name. And American tourist paid for the prostitutes, the boxing clubs and the opium.
Of course, the particular vices changed a bit in the 20th century, but the city largely kept on playing the same role for its Northern neighbors. Until the violence came to Tijuana, and change everything. Suddenly, this pressure came from the south in the 1990s —drugs (and the violence and law of the jungle that come with them) were heading north and Tijuana was the last stop before the border. Professional drugdealers and assasins from Sinaloa, such as the Arellano Brothers, gradually were settled here as one of the strongest and cruellest mobs of the continent. It was like a tide shifting. Instead of an influx of visitors from the north, we felt immense pressure from the south, squeezing Tijuana, and scaring away all the tourists.
Drug trafficking and violence have had a devastating effect on Tijuana’s economuy. The murders, kidnappings and decapitations reached a peak in 2008. American stopped coming. Stores closed. Bars were boarded up. Those Tijuana families who could afford it moved to San Ysidro, San Diego and Bonita, California, to sleep in peace. Even local officials of Tijuana City Hall bought or rented houses in La Jolla and Coronado.
But now Tijuana is recovering. In December 2009 there were 56 homicides narco-related. In January 2010 the statistics went up to 67, but next February the number was 31, 17 in March, 22 in April, 12 in June, 31 in July and 23 in August, according to an investigation of Eduardo Guerrero.
The violence has begun to subside, thanks to the work of the local police and the regular mexican Army’s soldiers and Navy’s mareens and the capture last January of El Teo, an infamous murderer and drug lord. Avenida Revolución, dead for the past three years, is showing signs of life. On Friday and Saturday nights it is packed with young people. Caesar’s, a very simbolic and old local restaurant and hotel (where the famous salad was invented) just reopened, and one block over, rock and blues bands get together to play at the music hall. Not for nothing, british rock’n’roll musician and filmaker Julian Temple (he played with the Pistols) is about to start shooting a long documentary on Tijuana, as he did in his Detroit film.
No, the tourists haven’t returned. It’s the locals, the people of Tijuana ——who kept to themselves during the worst of the violence—— who are now reclaiming their territory, for the first time since it was a dusty cow town.
“We have to change our image”, says Jaime Cháidez, a local journalist. “We can’t rely on tourism anymore. The city stills stands, as noble as ever. It is surviving, growing, pucking itself up.”
And for perhaps the first time in more than a century, it is the Tijuanans who are driving that growth. In a sense, then, it is the very violence that plagues Mexico that has returned Tijuana to the people who live there.
A few days ago, a statue was unveiled honoring Rubén Vizcaíno Valencia, a writer, teacher and promoter of Mexican culture who died in 2004. He is the first Tijuana native to be honored in this way, and there he stands, presiding over one of the hallways of the Centro Cultural Tijuana.
I like to think the kids walking by. “Adiós, teach,” they always say. “Adiós, tech.”
Buen lugar para ser de allí
A good place to be from
En casi todos los casos la procedencia o el lugar natal no tiene gran importancia porque nadie escoge el lugar donde nació y por lo mismo no es responsable. Uno puede responder por lo que haya dependido de su voluntad, pero no por ser calvo, prieto, chaparro, feo, viejo, negro o albino.
Una vez estábamos en un coctel de periodistas en una universidad de Minnesota y se me ocurrió comentarle a mi interlocutor, un catedrático de literatura, que realmente de Saint Paul eran no pocas celebridades de la historia. Mencioné a Charles Lindbergh, Bob Dylan, Francisco Scott Fitzgerald, Lessica Lange, y algún otro. Siendo él de Saint Paul, me dijo que no había reparado en ello pero que en todo caso Saint Paul era un buen lugar para ser de ahí: It’s a good place to be from.
En el gremio de los escritores, o en eso que en otros países se reconoce como la “sociedad literaria”, parece contar poco el que uno de ellos sea de este u otro sitio. No es bueno ni malo. Es un dato que se suma a la individualidad de cada quien y que da o no da color a su obra. Lo que suele reclamárseles, por parte de sus paisanos, es que se hayan ido del pueblo para volver o para no volver jamás. Juan Rulfo se fue se de San Gabriel, Jalisco, Arreola de Zapotlán, Inargüengoitia de Guanajuato, García Ponce de Mérida. Y entre los latinoamericanos se sabe hasta la saciedad que García Márquez dejó Aracataca para siempre y Mario Vargas Llosa abandonó Arequipa, el lugar donde fue echado al mundo y que ha marcado su peruanidad, su inconfundible ser peruano a pesar de haber vivido ya la mayor parte de su vida en Europa.
En su Crítica bajo presión, prosa mexicana de 1964 a 1985, Huberto Batis recoge la inquietud de un lector que se pregunta si hubiera sido distinta la obra de algún autor si se hubiera quedado en su pueblo. La especulación es ociosa, pero estadísticamente son muchísimos más los que desde muy jóvenes dejaron atrás el lugar natal.
¿Qué hubiera sido del escritor Ramón López Velarde si se queda en Jerez, José Luis Martínez en Atoyac, Antonio Alatorre en Autlán, Amado Nervo en Tepic, Efrén Rebolledo en León, Alfonso Reyes en Monterrey, Efraín Huerta en Silao, Agustín Yáñez en Yahualica?
¿Cómo se leería hoy en día la obra de José Revueltas si se hubiera quedado en Durango, si José Gorostiza nunca hubiera salido de Vllahermosa, si Jorge Cuesta no hubiera escapado de Córdoba, si Julio Torri hubiera vivido toda su vida en Saltillo?
¿Qué tal que José de la Colina nunca se va de Santander, Jaime Sabines de Tuxtla, Juan Vicente Melo de Veracruz, Jesús Gardea de Delicias, Huberto Batis y Emanuel Carballo de Guadalajara?
Es cierto que William Faulkner nunca salió de Oxford, Mississippi, ni Emanuel Kant de Königsberg, ni Luis Humberto Crosthwaite y Heriberto Yépez de Tijuana, pero eso no hace sino confirmar que la procedencia natal no es determinante. Ni defecto ni virtud.
Nazca donde nazca, el escritor habrá de hacerse ciudadano del mundo y escribir sobre lo que escriben todos sus contemporáneos: sobre el ser humano y sus pasiones, el amor, el poder, la vida como metáfora de la literatura, la literatura como metáfora de la locura.
Finalmente en nuestros días se vive en todas partes al mismo tiempo porque somos los primitivos de una nueva era, la de los celulares, el internet y los aviones que nos permiten estar aquí y allá.
En casi todos los casos la procedencia o el lugar natal no tiene gran importancia porque nadie escoge el lugar donde nació y por lo mismo no es responsable. Uno puede responder por lo que haya dependido de su voluntad, pero no por ser calvo, prieto, chaparro, feo, viejo, negro o albino.
Una vez estábamos en un coctel de periodistas en una universidad de Minnesota y se me ocurrió comentarle a mi interlocutor, un catedrático de literatura, que realmente de Saint Paul eran no pocas celebridades de la historia. Mencioné a Charles Lindbergh, Bob Dylan, Francisco Scott Fitzgerald, Lessica Lange, y algún otro. Siendo él de Saint Paul, me dijo que no había reparado en ello pero que en todo caso Saint Paul era un buen lugar para ser de ahí: It’s a good place to be from.
En el gremio de los escritores, o en eso que en otros países se reconoce como la “sociedad literaria”, parece contar poco el que uno de ellos sea de este u otro sitio. No es bueno ni malo. Es un dato que se suma a la individualidad de cada quien y que da o no da color a su obra. Lo que suele reclamárseles, por parte de sus paisanos, es que se hayan ido del pueblo para volver o para no volver jamás. Juan Rulfo se fue se de San Gabriel, Jalisco, Arreola de Zapotlán, Inargüengoitia de Guanajuato, García Ponce de Mérida. Y entre los latinoamericanos se sabe hasta la saciedad que García Márquez dejó Aracataca para siempre y Mario Vargas Llosa abandonó Arequipa, el lugar donde fue echado al mundo y que ha marcado su peruanidad, su inconfundible ser peruano a pesar de haber vivido ya la mayor parte de su vida en Europa.
En su Crítica bajo presión, prosa mexicana de 1964 a 1985, Huberto Batis recoge la inquietud de un lector que se pregunta si hubiera sido distinta la obra de algún autor si se hubiera quedado en su pueblo. La especulación es ociosa, pero estadísticamente son muchísimos más los que desde muy jóvenes dejaron atrás el lugar natal.
¿Qué hubiera sido del escritor Ramón López Velarde si se queda en Jerez, José Luis Martínez en Atoyac, Antonio Alatorre en Autlán, Amado Nervo en Tepic, Efrén Rebolledo en León, Alfonso Reyes en Monterrey, Efraín Huerta en Silao, Agustín Yáñez en Yahualica?
¿Cómo se leería hoy en día la obra de José Revueltas si se hubiera quedado en Durango, si José Gorostiza nunca hubiera salido de Vllahermosa, si Jorge Cuesta no hubiera escapado de Córdoba, si Julio Torri hubiera vivido toda su vida en Saltillo?
¿Qué tal que José de la Colina nunca se va de Santander, Jaime Sabines de Tuxtla, Juan Vicente Melo de Veracruz, Jesús Gardea de Delicias, Huberto Batis y Emanuel Carballo de Guadalajara?
Es cierto que William Faulkner nunca salió de Oxford, Mississippi, ni Emanuel Kant de Königsberg, ni Luis Humberto Crosthwaite y Heriberto Yépez de Tijuana, pero eso no hace sino confirmar que la procedencia natal no es determinante. Ni defecto ni virtud.
Nazca donde nazca, el escritor habrá de hacerse ciudadano del mundo y escribir sobre lo que escriben todos sus contemporáneos: sobre el ser humano y sus pasiones, el amor, el poder, la vida como metáfora de la literatura, la literatura como metáfora de la locura.
Finalmente en nuestros días se vive en todas partes al mismo tiempo porque somos los primitivos de una nueva era, la de los celulares, el internet y los aviones que nos permiten estar aquí y allá.
Cardiograma de Tijuana
De Tijuana se suelen tener por lo menos tres visiones: la de los nativos, la de los mexicanos en general, y la de los extranjeros. Existe una Tijuana interior, la de las familias más antiguas, la de los abuelos y bisabuelos tijuanenses. La mirada del exterior (la de los otros mexicanos y la de los extranjeros) suele alimentarse, en cambio, de la fantasía, del estereotipo y del lugar común.
Los viejos residentes conocieron los efectos de las sucesivas guerras de los años 40 y principios de los 50. Los soldados del Army y los marineros de la Navy solían relajarse en las cadenas de bares a lo largo de la avenida Revolución. Aún se sentían algunas secuelas de la conflagración mundial —los apagones antiaéreos de San Diego— y el flujo entre un país y otro era mucho menos que ahora. La ciudad andaba en los 50 mil habitantes.
Tijuana empezó a existir en el mapa cuando en 1848 se firmaron los tratados de Guadalupe Hidalgo resultantes de la guerra entre México y Estados Unidos.
Durante la segunda mitad del siglo XIX Tijuana no pasó de ser unas cuantas casas y banquetas de madera parecidas al set de un western, unos corrales y unas “calles” de lodo, y una garita aduanal para registrar el paso de las caravanas a Ensenada, pero al promediar al siglo XX el villorrio ya contaba con 500 almas. Ahora tiene dos millones.
Entre 1910 y 1933 se armó como ciudad gracias a que en Estados Unidos imperaba la ley seca, la enmienda Volstead que no sólo vedaba la fabricación y el consumo de licor sino también los juegos de azar, las peleas de box y las carreras de caballos. Todo esto sumado al hecho de que en California cundía una campaña puritana y moralizante en contra del “vicio” y los placeres mundanos. Los estadounidenses podían preservar su buena conciencia gracias a que acá, de este lado, nacía una ciudad destinada al turismo y a la oferta de juegos, alcohol, opio y prostitutas.
Se creó el primer hipódromo en 1916 pero pronto se lo llevó el río. Otros negocios se aventuraban: pequeños casinos, arenas de box, plazas de toros, bares, pero no fue hasta la década de los años 20 cuando la prohibición del licor en Estados Unidos le dio otro valor comercial y turístico a Tijuana, que instaló sus barras y empezó a fabricar todo tipo de alcoholes digeribles, desde brandy hasta la famosa cerveza Mexicali.
La “leyenda negra” de Tijuana más que a los mexicanos se debe a inversionistas procedentes de la mala vida norteamericana. El caserío que no llegaba a pueblo hacia 1916 tuvo sus primeros casinos y cabarets gracias a la inversión de capital norteamericano. Marvin Allen, Frank Beyer y Carl Wiithington, fundaron la ABW Corporation y pusieron la primera piedra de casinos como el Foreign Club, el Montecarlo y el Molino Rojo.
Más tarde, en 1917, en un negocio redondo del gobernador Abelardo Rodríguez, llegaron con una fuerte inyección de capital los tahúres James Croffton, Baron Long y Writ Bowman, y construyeron el casino de Agua Caliente junto a unos manantiales de aguas termales.
Actualmente Tijuana se repone de una ola de violencia —asesinatos, secuestros, decapitaciones— que tuvo su momento más alto en 2008 gracias a la acción de la policía local y a la aprehensión de un multiasesino: el Teo. El narcotráfico venido del sur, no más que la violencia terrorista en Estados Unidos a partir de 2001, han repercutido en la desaparición del turismo.
La avenida Revolución —muerta durante los últimos tres años— empieza a resucitar. Las noches de los viernes y los sábados está llena de jóvenes de la localidad, no de turistas. Los tijuanenses recuperan su espacio. Han reinaugurado un restaurante muy simbólico de la ciudad: el Caesar’s, donde se inventó la famosa ensalada. Y a una cuadra de allí varios de los muchos grupos de rock que hay en Tijuana se reúnen para tocar en un gran salón de puertas abiertas. Esto no sucedía hace tres años. Nadie salía de su casa en las noches.
“Tenemos que cambiar nuestro perfil”, dice Jaime Cháidez, periodista local. “Ya no podemos depender del turismo. La ciudad sigue en pie, tan noble como siempre. Sobrevive, crece, se levanta, y retorna a una etapa muy parecida a la de los años 80.”
Hace unos días se develó una estatua en honor de Rubén Vizcaíno Valencia, escritor y maestro de literatura que murió en 2004. Fue un gran promotor cultural. Es el primer tijuanese al que se le hace una estatua de cuerpo completo y allí está sentado en unos de los pasillos del Centro Cultural Tijuana. Representaba y defendía otro tipo de valores.
“Adiós, profe”, le dicen los muchachos al pasar.
* * *
Federico Campbell nació en Tijuana en 1941. Es autor de Tijuanenses (cuentos); La clave Morse, Transpeninsular (novelas); La invención del poder, La ficción de la memoria y Post scriptum triste (ensayos).
En 1995 obtuvo la beca J. S. Guggenheim.
Los viejos residentes conocieron los efectos de las sucesivas guerras de los años 40 y principios de los 50. Los soldados del Army y los marineros de la Navy solían relajarse en las cadenas de bares a lo largo de la avenida Revolución. Aún se sentían algunas secuelas de la conflagración mundial —los apagones antiaéreos de San Diego— y el flujo entre un país y otro era mucho menos que ahora. La ciudad andaba en los 50 mil habitantes.
Tijuana empezó a existir en el mapa cuando en 1848 se firmaron los tratados de Guadalupe Hidalgo resultantes de la guerra entre México y Estados Unidos.
Durante la segunda mitad del siglo XIX Tijuana no pasó de ser unas cuantas casas y banquetas de madera parecidas al set de un western, unos corrales y unas “calles” de lodo, y una garita aduanal para registrar el paso de las caravanas a Ensenada, pero al promediar al siglo XX el villorrio ya contaba con 500 almas. Ahora tiene dos millones.
Entre 1910 y 1933 se armó como ciudad gracias a que en Estados Unidos imperaba la ley seca, la enmienda Volstead que no sólo vedaba la fabricación y el consumo de licor sino también los juegos de azar, las peleas de box y las carreras de caballos. Todo esto sumado al hecho de que en California cundía una campaña puritana y moralizante en contra del “vicio” y los placeres mundanos. Los estadounidenses podían preservar su buena conciencia gracias a que acá, de este lado, nacía una ciudad destinada al turismo y a la oferta de juegos, alcohol, opio y prostitutas.
Se creó el primer hipódromo en 1916 pero pronto se lo llevó el río. Otros negocios se aventuraban: pequeños casinos, arenas de box, plazas de toros, bares, pero no fue hasta la década de los años 20 cuando la prohibición del licor en Estados Unidos le dio otro valor comercial y turístico a Tijuana, que instaló sus barras y empezó a fabricar todo tipo de alcoholes digeribles, desde brandy hasta la famosa cerveza Mexicali.
La “leyenda negra” de Tijuana más que a los mexicanos se debe a inversionistas procedentes de la mala vida norteamericana. El caserío que no llegaba a pueblo hacia 1916 tuvo sus primeros casinos y cabarets gracias a la inversión de capital norteamericano. Marvin Allen, Frank Beyer y Carl Wiithington, fundaron la ABW Corporation y pusieron la primera piedra de casinos como el Foreign Club, el Montecarlo y el Molino Rojo.
Más tarde, en 1917, en un negocio redondo del gobernador Abelardo Rodríguez, llegaron con una fuerte inyección de capital los tahúres James Croffton, Baron Long y Writ Bowman, y construyeron el casino de Agua Caliente junto a unos manantiales de aguas termales.
Actualmente Tijuana se repone de una ola de violencia —asesinatos, secuestros, decapitaciones— que tuvo su momento más alto en 2008 gracias a la acción de la policía local y a la aprehensión de un multiasesino: el Teo. El narcotráfico venido del sur, no más que la violencia terrorista en Estados Unidos a partir de 2001, han repercutido en la desaparición del turismo.
La avenida Revolución —muerta durante los últimos tres años— empieza a resucitar. Las noches de los viernes y los sábados está llena de jóvenes de la localidad, no de turistas. Los tijuanenses recuperan su espacio. Han reinaugurado un restaurante muy simbólico de la ciudad: el Caesar’s, donde se inventó la famosa ensalada. Y a una cuadra de allí varios de los muchos grupos de rock que hay en Tijuana se reúnen para tocar en un gran salón de puertas abiertas. Esto no sucedía hace tres años. Nadie salía de su casa en las noches.
“Tenemos que cambiar nuestro perfil”, dice Jaime Cháidez, periodista local. “Ya no podemos depender del turismo. La ciudad sigue en pie, tan noble como siempre. Sobrevive, crece, se levanta, y retorna a una etapa muy parecida a la de los años 80.”
Hace unos días se develó una estatua en honor de Rubén Vizcaíno Valencia, escritor y maestro de literatura que murió en 2004. Fue un gran promotor cultural. Es el primer tijuanese al que se le hace una estatua de cuerpo completo y allí está sentado en unos de los pasillos del Centro Cultural Tijuana. Representaba y defendía otro tipo de valores.
“Adiós, profe”, le dicen los muchachos al pasar.
* * *
Federico Campbell nació en Tijuana en 1941. Es autor de Tijuanenses (cuentos); La clave Morse, Transpeninsular (novelas); La invención del poder, La ficción de la memoria y Post scriptum triste (ensayos).
En 1995 obtuvo la beca J. S. Guggenheim.
Wednesday, June 11, 2008
Manifiesto S.O.S. Tijuana
La guerra contra el tráfico de drogas y el crimen organizado en Tijuana ha producido una situación de barbarie con numerosos costos sociales. La corrupción policíaca y la ineficiencia gubernamental para enfrentar la violencia generan un clima de caos e incertidumbre actualmente en la región noroeste del país, afectando prácticamente todas las actividades productivas y la sana convivencia entre los ciudadanos. Los más variados gremios de la sociedad civil (médicos, abogados, artistas, amas de casa, estudiantes, empresarios, religiosos, etc.) han hecho público su hartazgo y la impotencia a causa de la ineficiencia e impunidad que se viven.
En este escenario de “guerra”, como le han llamado en reiteradas ocasiones tanto el Alcalde de Tijuana como el Gobernador de Baja California, la cultura y sus hacedores han dado la cara por la ciudad fomentando una imagen positiva hacia el exterior, como lo han consignado diversos medios de comunicación y publicaciones prestigiadas desde hace algunos años a la fecha. Por tal motivo, representa una contradicción que localmente los gobiernos intenten contrarrestar la imagen negativa que la violencia genera y, por otra parte, dediquen presupuestos irrisorios a la cultura: una real alternativa para revertir en forma permanente y a largo plazo tan hostil escenario, como se ha demostrado en diversas partes del mundo.
Estamos convencidos que no será con programas y campañas publicitarias huecas como se mejorará la imagen negativa de Tijuana hacia el exterior. Los tijuanenses aceptamos sin prejuicio alguno el pasado y presente de una ciudad contrastante y multifacética, que ofrece ventajas y desventajas por su condición de frontera. Es más, muchos creemos que ahí radica precisamente su fortaleza.
Denunciamos que los abusos de acción y omisión en contra de la ciudadanía y la amenaza del futuro de esta ciudad como un centro laboral, turístico, comercial y cultural, son responsabilidad principalmente de aquellos que debieran garantizar lo contrario. Es evidente que las autoridades de los tres niveles de gobierno están perdiendo la batalla contra el crimen organizado. Las cifras son contundentes: en relación con el año pasado, en el primer cuatrimestre del presente año en Tijuana los crímenes han aumentado 56%, 450% los secuestros, 600% los robos a bancos, según los propios datos de la Secretaría de Seguridad Pública de Baja California.
Hemos llegado, de manera gradual y casi imperceptible, a una situación alarmante nunca antes imaginada, que ha provocado hasta el éxodo de ciudadanos atemorizados o ya víctimas de las lamentables circunstancias. Se promueve en el exterior y con cierta razón, un estado de repudio y alerta de que esta ciudad es un peligro latente para todos los visitantes, minimizándose que existe en Tijuana, por contraparte, un dinámico movimiento cultural y otros aspectos positivos que han puesto en alto el nombre de esta ciudad fronteriza a nivel internacional.
Por ello, levantamos de manera enérgica nuestra voz hasta los más altos niveles de la opinión pública y los foros internacionales, para que mediante los mecanismos existentes se recomiende y presione a las autoridades mexicanas, y se les exija un mayor compromiso para garantizar la seguridad de la población residente y los visitantes en esta zona geográfica del país. Asimismo, para que se comprometan mayores apoyos a la cultura y la educación como estrategias de recomposición del tejido social a largo plazo. ¡Menos discursos y buenos deseos, y más acciones concretas y resultados es lo que demandamos!
El Foro Cultural Ciudadano de Tijuana (FOCUC A. C.), los organismos y la lista de abajo firmantes que acompaña este pronunciamiento, miembros activos de la comunidad cultural de Tijuana, reiteramos nuestro más enérgico reclamo de que las autoridades responsables ofrezcan resultados a la comunidad en un plazo inmediato en materia de seguridad y apoyo a la cultura. También solicitamos que instancias internacionales como la Organización de las Naciones Unidas, Global Exchange, Amnistía Internacional y Human Rights Watch supervisen y presionen, desde sus respectivos ámbitos de competencia, que los gobiernos de los tres niveles atiendan y cumplan con las exigencias que amerita el caso. Además, pedimos la urgente creación de una comisión interpartidista y plural de la Cámara de Diputados para que investigue y explique la inoperancia de los cuerpos policíacos de Baja California en su lucha contra la delincuencia y el crimen organizado.
Por nuestra parte, reiteramos nuestra convicción del valor de la educación, la cultura y las artes como mecanismos para la formación de una sociedad cada vez más civilizada, tolerante y armónica, actualmente en entredicho por las razones en este manifiesto denunciadas.
Atentamente
Foro Cultural Ciudadano de Tijuana (Focuc A. C.)
Tijuana, Baja California, 31 de mayo de 2008
Noticia de un secuestro
TIJUANA BC 9 de mayo de 2008 (AFN)
La familia Enríquez Nishikawa, que recientemente rompió el silencio al narrar el drama vivido por el secuestro de uno de sus miembros, solicitó a AFN difundir su caso, ya que esperan que sea conocido por más personas, de las que pudieron enterarse en una primera instancia.En una extensa carta, uno de los miembros de esta familia, hace una narración de lo que han vivido desde que el 24 de julio de 2007 fue secuestrado Celso Katzuo Enríquez Nishikawa, las noches de vela y terror que han padecido y la furia desataca de los delincuentes, que abrieron fuego contra su familia, al no recibir un tercer pago que exigían. De los hechos últimos, cuando fueron atacados a balazos en su domicilio, el mencionado afirma que se comunicaron al ejército, sin embargo le hicieron múltiples preguntas, pese a que escucharon los disparos, en tanto que elementos municipales sólo se presentaron hasta que les afirmaron que había un cuerpo en las afueras de su hogar.De los policías ministeriales afirman que éstos los escoltaron hasta la línea internacional, para cruzar la frontera, temerosos de volver a ser atacados por la falta del pago, el cual no entregaron porque ya no se les otorgó la llamada “prueba de vida”.Si sonaba el teléfono, si tocaban al timbre, todo ponía la casa en alerta. Pasó Navidad, pasó Año Nuevo y ni una palabra, recuerda el denunciante.“Cada día la expectativa se tornaba en desilusión. Cada día el desaliento se apoderaba de todos. Cada quien llorábamos de miedo por nuestra cuenta, yo donde nadie me viera; mis padres abrazados, no nos mirábamos a los ojos, para no reconocer en el otro lo que estábamos pensando.La casa nunca se quedó sola en esas seis semanas, pensando que en cualquier momento mi hermano podía regresar. Nunca nos perdimos las noticias, todas las versiones, todos los días, todos los periódicos.Preguntamos en Semefo, en hospitales, en la Cruz Roja. Cada noche, en punto de las 20:00 horas, familiares y amigos, rezábamos por mi hermano dondequiera que estuviéramos.”
Texto completo de la carta:
Quiero escribir lo que le sucedió a mi familia. El 24 de julio del 2007 secuestraron a mi hermano Celso Katzuo Enríquez Nishikawa. Él tenía 35 años, era padre de una niña de 4 años, y tenía una familia que lo amaba.Siempre fue un hombre muy recto, trabajador, honrado y cariñoso. Estudió ingeniería cibernética electrónica en Mexicali, tenía su propio negocio de subensamble. Era cinta negra tercer dan en aikido, y segundo de su maestro. Le gustaba andar en moto.Siempre fue una persona dispuesta a ayudar a los que estábamos a su alrededor: Si le llamabas y le pedías algo, desde arreglar la computadora hasta mover un mueble o escuchar tus problemas, él estaba ahí.Nunca le hizo daño a nadie. Fue una persona muy querida por todos quienes lo conocimos.Cuando me dijeron que lo habían secuestrado sentí como que me quitaban el piso. Mi vida y la de mi familia cambió por completo. Fueron 9 meses y 7 días.Esto es lo que recuerdo:Al principio el terror te paraliza, luego te desgasta poco a poco, pierdes la noción de la seguridad, la tranquilidad, la normalidad.Pasas el tiempo pensando ¿pasará calor?, ¿pasará frío, padecerá hambre?, ¿qué comerá?, ¿se podrá bañar?, ¿lo picarán los bichos?, ¿está amarrado?, ¿le pegan? ¿Lo torturan? ¿Tendrá ropa? ¿Usará siempre la misma ropa?... ¡¿Cuándo lo van a soltar?!Y luego las llamadas, las exigencias totalmente irracionales de reunir cantidades imposibles, y la presión de mantener en secreto lo del secuestro bajo la amenaza de matar a mi hermano, mucha presión y tortura sicológica.Tengo en presente el grito de mi mamá cada vez que sonaba el teléfono; la palidez del rostro de mi padre, y el secuestrador con claro acento norteño, insultando, presionando y exigiendo. A veces sonaba tomado o drogado, a veces sólo se mostraba como aburrido mientras decía sin reparo todas las atrocidades que le pensaba hacer a mi hermano, o amenazaba con hacerme daño a mí –su hermana– o venir por mi hijo adolescente.Queríamos oír la voz de mi hermano, queríamos saber que estaba bien; pero cuando nos lo comunicaron fue sólo para que escucháramos cómo lo lastimaban.No hay palabras para describir el terror, no las hay. No son suficientes.Luego, el 9 de noviembre llegó el día del pago. Aparentemente los secuestradores habían aceptado la cantidad que habíamos podido reunir, todos nuestros ahorros, el remate de lo que pudimos vender y los préstamos de todos nuestros familiares y amigos.Seguimos las instrucciones al pie de la letra, el pago lo hizo un ahijado de mi papá a quien estimamos muchísimo y le tenemos toda la confianza. Y esperamos.Pasamos la noche en vela pensando que en cualquier momento regresaría Celso. Pero no regresó. Al día siguiente llamaron los secuestradores para decirnos que el dinero reunido no era suficiente, que querían más, y nos comunicaron a Celso para que supiéramos que estaba vivo.La pesadilla continuó; las llamadas, la búsqueda de liquidez, las mentiras nuestras hacia los demás para ocultar la ausencia de Celso y proteger su vida; las noches esperando la llamada: “¡¿Cuánto llevas?!...¡No júntale más, eso no me sirve de nada. Apúrate pa’que te lo lleves en Navidad!”Unos días antes de Navidad hicimos el segundo pago. No nos comunicaron con Celso pero nos respondieron una pregunta que sólo el podía contestar, era la preciada “prueba de vida”.Como la vez anterior, el ahijado de mi papá fue quien hizo el pago siguiendo todas las instrucciones.Le dijeron a mi papá: “En media hora vas a ver a tu morro…”Pasamos la noche en vela. El siguiente día estuvimos esperando, mi primo y mi prima –que son como hermanos– se quedaron en la casa varias noches haciendo guardia, día y noche esperando a que llegara Celso.
Pero cada mañana era la desilusión de un día más sin ver a mi hermano regresar.Si sonaba el teléfono, si tocaban al timbre, todo ponía la casa en alerta. Pasó Navidad, pasó Año Nuevo y ni una palabra.Cada día la expectativa se tornaba en desilusión. Cada día el desaliento se apoderaba de todos. Cada quien llorábamos de miedo por nuestra cuenta, yo donde nadie me viera; mis padres abrazados, no nos mirábamos a los ojos, para no reconocer en el otro lo que estábamos pensando.La casa nunca se quedó sola en esas seis semanas, pensando que en cualquier momento mi hermano podía regresar. Nunca nos perdimos las noticias, todas las versiones, todos los días, todos los periódicos.Preguntamos en Semefo, en hospitales, en la Cruz Roja.Cada noche, en punto de las 20:00 horas, familiares y amigos, rezábamos por mi hermano dondequiera que estuviéramos.Después de seis semanas de silencio se reanudaron las llamadas, mucho más esporádicas que antes, pero menos agresivas. Decían cosas como: “A tu hijo le decimos El Chino”, “es muy buena onda”, “está muy deprimido, ¡apúrate pa’ que te lo lleves!”. Pero en cada ocasión mi papá les pidió prueba de vida y todas las veces se rehusaron a darla, al tiempo que decían cosas para tratar de convencerlo de que aún lo tenían.Cuando llegó la llamada de ayer, 1 de mayo, en la que pedían un tercer pago, todo se preparó de acuerdo con las instrucciones de los secuestradores. Nos pidieron hasta una cobija para Celso y una sudadera.Nos dijeron que prácticamente iba a ser un intercambio, que se saliera el muchacho que hace los pagos en carro y se parara en la parte más oscura y sola de la colonia Chapultepec California, en la segunda salida un poco antes del banco, y que cuando él estuviera ahí nos comunicarían a Celso.Mi papá les dijo que haría lo que le pidieran y que sólo le comunicaran a su hijo; pero se negaron. Pidió que entonces le hicieran una pregunta determinada, pero también se negaron.Continuaron las llamadas, fueron unas ocho veces más, insistiendo que querían el carro con el dinero donde lo habían pedido.
Todas las veces mi papá les dijo: “Aquí está el carro y el dinero listo, sólo quiero saber que mi hijo está vivo, y mi ahijado llegará a donde usted quiere en un minuto”.Pero todas las veces se negaron y luego comenzaron las amenazas: “Abraza a tu hija, porque es la última vez que la ves”, “si no me pones el dinero donde te dije, voy a ir a matar a toda tu familia, y te voy a dejar vivo para que sufras”.Desde que vimos que no nos querían dar la prueba de vida, supimos lo que había pasado. Ya nos lo habían explicado diferentes personas enteradas en estos temas varias veces: Si no te dan prueba de vida, quiere decir que ya mataron a la víctima, no hay razón para que ellos no den la prueba de vida si ya tienen todo listo para cobrar.Sabíamos que no podíamos poner en peligro al ahijado de mis papás y que no íbamos a recompensar a estas personas después de lo que habían hecho.
Además, ese mismo día nos dimos cuenta de que afuera de la casa rondaban dos autos grandes (después supimos que eran tres). Así que, después de la última llamada de esa noche, apagamos las luces y nos dispusimos a esperar.Veíamos afuera las luces de los dos autos que se movían hacia enfrente, hacia atrás, y nosotros nos mantuvimos vigilando.Al poco tiempo de haber apagado las luces escuchamos que alguien intentaba meterse a la casa. Pero no pudieron, y empezó la balacera. Nunca en mi vida pensé estar en esa situación, nunca.Mi papá nos defendió y nos salvó la vida, al igual que su ahijado. Entre los dos lograron repelerlos. A él, le estaremos por siempre agradecidos. Estas personas venían dispuestas a matarnos a todos; ni siquiera se habían tomado la molestia de taparse la cara. Después se fueron.Cuando la amenaza era inminente yo llamé a los militares, me hicieron un sinnúmero de preguntas y hasta escucharon los balazos. A la persona que respondió la llamada le hice asegurarme que mandarían a alguien inmediatamente, pero nadie llegó. Me comuniqué también a la Policía Municipal, pero sólo hasta que les dije que había un cuerpo afuera de la casa acudieron.A las pocas horas huimos de Tijuana, escoltados por la Policía Ministerial y con una maleta cada quien, dejando la vida, el trabajo, los amigos, nuestras cosas; absolutamente todo lo tuvimos que dejar atrás.Ahora, –lo queda de mi familia– viviremos como refugiados de casa en casa; con miedo a que nos vean o nos encuentren.
Y les pregunto a ustedes, secuestradores: ¡¿Por qué?!Mi familia es gente de trabajo. Todo lo que teníamos lo habíamos obtenido por nuestro trabajo de manera honesta. No hemos heredado, ni robado, ni nos sacamos la lotería. Mi papá llegó a Tijuana sin nada y todo lo hizo a base de esfuerzo y trabajo honesto durante 45 años. Mi mamá, médico general, miembro del Colegio Médico de Tijuana, ejerce desde hace más de 25 años por vocación, porque le gusta lo que hace; incluso, la mitad de las consultas que da ni siquiera las cobra. Entre ellos dos han pagado la escuela o la universidad a más de 20 jóvenes.Son muchos los que han contado con la ayuda económica, moral y de todo tipo que mis papás les han brindado. Nunca negaron la ayuda a nadie. Ellos no fueron de lujos ni de apariencias, siempre trabajaron por lo que tenían, y siempre estuvieron dispuestos a ayudar.Mi hermano tenía su propio negocio y yo me dedicaba a la construcción. Quien nos conoce sabe que somos gente honesta, gente de trabajo y gente buena. No es justo. No es justo.Sé que a mi hermano no me lo van a regresar, y ¡cómo le pones precio a una vida!, al amor de mis padres por su hijo. La maldad de los secuestradores deja a una huérfana de 4 años, que quedará marcada para siempre por sus actos; dejan una comunidad temblando.Somos humanos, sufrimos igual que ustedes, ninguna cantidad de dinero arrancada de esa forma les va a aprovechar, ¿cómo van a cambiar por beneficios para ustedes todo lo que nos hicieron sufrir?Cómo les explico que yo quería tener a mi hermano toda la vida, que recuerdo su sonrisa cuando era niño y tenía unos dientotes, cuando se ponía capa para volar, cuando estaba embobado viendo la tele.Cómo entenderán que siempre voy a extrañar el sonido de su risa y su voz haciendo bromas, y su mirada limpia, y cómo se quejaba igual que mi mamá, y se ponía serio de repente igual que mi papá.Cómo explicarles que yo hubiera hecho cualquier cosa por evitarles este dolor a mis papás, que ustedes no tienen derecho de destrozar nuestras vidas tan cuidadosamente construidas.
Mi hermano, un poco antes de que lo secuestraran, le dijo a mi papá que le proponía dejar el país y se fuera al extranjero, por tanta inseguridad.Después de todo lo sucedido el día de ayer, otra fuerte pérdida llegó, como consecuencia del gran impacto por la situación en la que estuvimos.Este escrito representa el dolor, la angustia, el coraje que sentimos. Es un grito desesperado por una respuesta, una explicación, una esperanza, por exigir nuestras garantías, las cuales nunca tuvimos al vivir este infierno que no le deseamos a nadie, más aún cuando no pudimos acudir a quienes se les paga por proteger y servir, por combatir y cuidar, por velar que la seguridad de la ciudadanía no corra riesgos; pero desgraciadamente son los que protegen y ayudan a los criminales a lograr sus cometidos.¿Hasta cuándo van a actuar? ¿Cuándo van a depurar a las distintas corporaciones municipales, estatales y federales de manera real y contundente?
¿Cuándo habrá verdaderas leyes que castiguen el delito de secuestro y el mal comportamiento de los elementos corruptos, y con penas que sirvan como ejemplo para que esto no se siga dando?¿Qué va a pasar con nuestro país, con su gente buena?, ¿cuándo vamos a dejar de vivir acobardados y empezaremos a luchar por un futuro mejor para los hijos de México?Yo amo a México y a Tijuana, es el lugar donde nací, es mi país, pero ya no se puede vivir aquí.
Adiós Tijuana.
La familia Enríquez Nishikawa, que recientemente rompió el silencio al narrar el drama vivido por el secuestro de uno de sus miembros, solicitó a AFN difundir su caso, ya que esperan que sea conocido por más personas, de las que pudieron enterarse en una primera instancia.En una extensa carta, uno de los miembros de esta familia, hace una narración de lo que han vivido desde que el 24 de julio de 2007 fue secuestrado Celso Katzuo Enríquez Nishikawa, las noches de vela y terror que han padecido y la furia desataca de los delincuentes, que abrieron fuego contra su familia, al no recibir un tercer pago que exigían. De los hechos últimos, cuando fueron atacados a balazos en su domicilio, el mencionado afirma que se comunicaron al ejército, sin embargo le hicieron múltiples preguntas, pese a que escucharon los disparos, en tanto que elementos municipales sólo se presentaron hasta que les afirmaron que había un cuerpo en las afueras de su hogar.De los policías ministeriales afirman que éstos los escoltaron hasta la línea internacional, para cruzar la frontera, temerosos de volver a ser atacados por la falta del pago, el cual no entregaron porque ya no se les otorgó la llamada “prueba de vida”.Si sonaba el teléfono, si tocaban al timbre, todo ponía la casa en alerta. Pasó Navidad, pasó Año Nuevo y ni una palabra, recuerda el denunciante.“Cada día la expectativa se tornaba en desilusión. Cada día el desaliento se apoderaba de todos. Cada quien llorábamos de miedo por nuestra cuenta, yo donde nadie me viera; mis padres abrazados, no nos mirábamos a los ojos, para no reconocer en el otro lo que estábamos pensando.La casa nunca se quedó sola en esas seis semanas, pensando que en cualquier momento mi hermano podía regresar. Nunca nos perdimos las noticias, todas las versiones, todos los días, todos los periódicos.Preguntamos en Semefo, en hospitales, en la Cruz Roja. Cada noche, en punto de las 20:00 horas, familiares y amigos, rezábamos por mi hermano dondequiera que estuviéramos.”
Texto completo de la carta:
Quiero escribir lo que le sucedió a mi familia. El 24 de julio del 2007 secuestraron a mi hermano Celso Katzuo Enríquez Nishikawa. Él tenía 35 años, era padre de una niña de 4 años, y tenía una familia que lo amaba.Siempre fue un hombre muy recto, trabajador, honrado y cariñoso. Estudió ingeniería cibernética electrónica en Mexicali, tenía su propio negocio de subensamble. Era cinta negra tercer dan en aikido, y segundo de su maestro. Le gustaba andar en moto.Siempre fue una persona dispuesta a ayudar a los que estábamos a su alrededor: Si le llamabas y le pedías algo, desde arreglar la computadora hasta mover un mueble o escuchar tus problemas, él estaba ahí.Nunca le hizo daño a nadie. Fue una persona muy querida por todos quienes lo conocimos.Cuando me dijeron que lo habían secuestrado sentí como que me quitaban el piso. Mi vida y la de mi familia cambió por completo. Fueron 9 meses y 7 días.Esto es lo que recuerdo:Al principio el terror te paraliza, luego te desgasta poco a poco, pierdes la noción de la seguridad, la tranquilidad, la normalidad.Pasas el tiempo pensando ¿pasará calor?, ¿pasará frío, padecerá hambre?, ¿qué comerá?, ¿se podrá bañar?, ¿lo picarán los bichos?, ¿está amarrado?, ¿le pegan? ¿Lo torturan? ¿Tendrá ropa? ¿Usará siempre la misma ropa?... ¡¿Cuándo lo van a soltar?!Y luego las llamadas, las exigencias totalmente irracionales de reunir cantidades imposibles, y la presión de mantener en secreto lo del secuestro bajo la amenaza de matar a mi hermano, mucha presión y tortura sicológica.Tengo en presente el grito de mi mamá cada vez que sonaba el teléfono; la palidez del rostro de mi padre, y el secuestrador con claro acento norteño, insultando, presionando y exigiendo. A veces sonaba tomado o drogado, a veces sólo se mostraba como aburrido mientras decía sin reparo todas las atrocidades que le pensaba hacer a mi hermano, o amenazaba con hacerme daño a mí –su hermana– o venir por mi hijo adolescente.Queríamos oír la voz de mi hermano, queríamos saber que estaba bien; pero cuando nos lo comunicaron fue sólo para que escucháramos cómo lo lastimaban.No hay palabras para describir el terror, no las hay. No son suficientes.Luego, el 9 de noviembre llegó el día del pago. Aparentemente los secuestradores habían aceptado la cantidad que habíamos podido reunir, todos nuestros ahorros, el remate de lo que pudimos vender y los préstamos de todos nuestros familiares y amigos.Seguimos las instrucciones al pie de la letra, el pago lo hizo un ahijado de mi papá a quien estimamos muchísimo y le tenemos toda la confianza. Y esperamos.Pasamos la noche en vela pensando que en cualquier momento regresaría Celso. Pero no regresó. Al día siguiente llamaron los secuestradores para decirnos que el dinero reunido no era suficiente, que querían más, y nos comunicaron a Celso para que supiéramos que estaba vivo.La pesadilla continuó; las llamadas, la búsqueda de liquidez, las mentiras nuestras hacia los demás para ocultar la ausencia de Celso y proteger su vida; las noches esperando la llamada: “¡¿Cuánto llevas?!...¡No júntale más, eso no me sirve de nada. Apúrate pa’que te lo lleves en Navidad!”Unos días antes de Navidad hicimos el segundo pago. No nos comunicaron con Celso pero nos respondieron una pregunta que sólo el podía contestar, era la preciada “prueba de vida”.Como la vez anterior, el ahijado de mi papá fue quien hizo el pago siguiendo todas las instrucciones.Le dijeron a mi papá: “En media hora vas a ver a tu morro…”Pasamos la noche en vela. El siguiente día estuvimos esperando, mi primo y mi prima –que son como hermanos– se quedaron en la casa varias noches haciendo guardia, día y noche esperando a que llegara Celso.
Pero cada mañana era la desilusión de un día más sin ver a mi hermano regresar.Si sonaba el teléfono, si tocaban al timbre, todo ponía la casa en alerta. Pasó Navidad, pasó Año Nuevo y ni una palabra.Cada día la expectativa se tornaba en desilusión. Cada día el desaliento se apoderaba de todos. Cada quien llorábamos de miedo por nuestra cuenta, yo donde nadie me viera; mis padres abrazados, no nos mirábamos a los ojos, para no reconocer en el otro lo que estábamos pensando.La casa nunca se quedó sola en esas seis semanas, pensando que en cualquier momento mi hermano podía regresar. Nunca nos perdimos las noticias, todas las versiones, todos los días, todos los periódicos.Preguntamos en Semefo, en hospitales, en la Cruz Roja.Cada noche, en punto de las 20:00 horas, familiares y amigos, rezábamos por mi hermano dondequiera que estuviéramos.Después de seis semanas de silencio se reanudaron las llamadas, mucho más esporádicas que antes, pero menos agresivas. Decían cosas como: “A tu hijo le decimos El Chino”, “es muy buena onda”, “está muy deprimido, ¡apúrate pa’ que te lo lleves!”. Pero en cada ocasión mi papá les pidió prueba de vida y todas las veces se rehusaron a darla, al tiempo que decían cosas para tratar de convencerlo de que aún lo tenían.Cuando llegó la llamada de ayer, 1 de mayo, en la que pedían un tercer pago, todo se preparó de acuerdo con las instrucciones de los secuestradores. Nos pidieron hasta una cobija para Celso y una sudadera.Nos dijeron que prácticamente iba a ser un intercambio, que se saliera el muchacho que hace los pagos en carro y se parara en la parte más oscura y sola de la colonia Chapultepec California, en la segunda salida un poco antes del banco, y que cuando él estuviera ahí nos comunicarían a Celso.Mi papá les dijo que haría lo que le pidieran y que sólo le comunicaran a su hijo; pero se negaron. Pidió que entonces le hicieran una pregunta determinada, pero también se negaron.Continuaron las llamadas, fueron unas ocho veces más, insistiendo que querían el carro con el dinero donde lo habían pedido.
Todas las veces mi papá les dijo: “Aquí está el carro y el dinero listo, sólo quiero saber que mi hijo está vivo, y mi ahijado llegará a donde usted quiere en un minuto”.Pero todas las veces se negaron y luego comenzaron las amenazas: “Abraza a tu hija, porque es la última vez que la ves”, “si no me pones el dinero donde te dije, voy a ir a matar a toda tu familia, y te voy a dejar vivo para que sufras”.Desde que vimos que no nos querían dar la prueba de vida, supimos lo que había pasado. Ya nos lo habían explicado diferentes personas enteradas en estos temas varias veces: Si no te dan prueba de vida, quiere decir que ya mataron a la víctima, no hay razón para que ellos no den la prueba de vida si ya tienen todo listo para cobrar.Sabíamos que no podíamos poner en peligro al ahijado de mis papás y que no íbamos a recompensar a estas personas después de lo que habían hecho.
Además, ese mismo día nos dimos cuenta de que afuera de la casa rondaban dos autos grandes (después supimos que eran tres). Así que, después de la última llamada de esa noche, apagamos las luces y nos dispusimos a esperar.Veíamos afuera las luces de los dos autos que se movían hacia enfrente, hacia atrás, y nosotros nos mantuvimos vigilando.Al poco tiempo de haber apagado las luces escuchamos que alguien intentaba meterse a la casa. Pero no pudieron, y empezó la balacera. Nunca en mi vida pensé estar en esa situación, nunca.Mi papá nos defendió y nos salvó la vida, al igual que su ahijado. Entre los dos lograron repelerlos. A él, le estaremos por siempre agradecidos. Estas personas venían dispuestas a matarnos a todos; ni siquiera se habían tomado la molestia de taparse la cara. Después se fueron.Cuando la amenaza era inminente yo llamé a los militares, me hicieron un sinnúmero de preguntas y hasta escucharon los balazos. A la persona que respondió la llamada le hice asegurarme que mandarían a alguien inmediatamente, pero nadie llegó. Me comuniqué también a la Policía Municipal, pero sólo hasta que les dije que había un cuerpo afuera de la casa acudieron.A las pocas horas huimos de Tijuana, escoltados por la Policía Ministerial y con una maleta cada quien, dejando la vida, el trabajo, los amigos, nuestras cosas; absolutamente todo lo tuvimos que dejar atrás.Ahora, –lo queda de mi familia– viviremos como refugiados de casa en casa; con miedo a que nos vean o nos encuentren.
Y les pregunto a ustedes, secuestradores: ¡¿Por qué?!Mi familia es gente de trabajo. Todo lo que teníamos lo habíamos obtenido por nuestro trabajo de manera honesta. No hemos heredado, ni robado, ni nos sacamos la lotería. Mi papá llegó a Tijuana sin nada y todo lo hizo a base de esfuerzo y trabajo honesto durante 45 años. Mi mamá, médico general, miembro del Colegio Médico de Tijuana, ejerce desde hace más de 25 años por vocación, porque le gusta lo que hace; incluso, la mitad de las consultas que da ni siquiera las cobra. Entre ellos dos han pagado la escuela o la universidad a más de 20 jóvenes.Son muchos los que han contado con la ayuda económica, moral y de todo tipo que mis papás les han brindado. Nunca negaron la ayuda a nadie. Ellos no fueron de lujos ni de apariencias, siempre trabajaron por lo que tenían, y siempre estuvieron dispuestos a ayudar.Mi hermano tenía su propio negocio y yo me dedicaba a la construcción. Quien nos conoce sabe que somos gente honesta, gente de trabajo y gente buena. No es justo. No es justo.Sé que a mi hermano no me lo van a regresar, y ¡cómo le pones precio a una vida!, al amor de mis padres por su hijo. La maldad de los secuestradores deja a una huérfana de 4 años, que quedará marcada para siempre por sus actos; dejan una comunidad temblando.Somos humanos, sufrimos igual que ustedes, ninguna cantidad de dinero arrancada de esa forma les va a aprovechar, ¿cómo van a cambiar por beneficios para ustedes todo lo que nos hicieron sufrir?Cómo les explico que yo quería tener a mi hermano toda la vida, que recuerdo su sonrisa cuando era niño y tenía unos dientotes, cuando se ponía capa para volar, cuando estaba embobado viendo la tele.Cómo entenderán que siempre voy a extrañar el sonido de su risa y su voz haciendo bromas, y su mirada limpia, y cómo se quejaba igual que mi mamá, y se ponía serio de repente igual que mi papá.Cómo explicarles que yo hubiera hecho cualquier cosa por evitarles este dolor a mis papás, que ustedes no tienen derecho de destrozar nuestras vidas tan cuidadosamente construidas.
Mi hermano, un poco antes de que lo secuestraran, le dijo a mi papá que le proponía dejar el país y se fuera al extranjero, por tanta inseguridad.Después de todo lo sucedido el día de ayer, otra fuerte pérdida llegó, como consecuencia del gran impacto por la situación en la que estuvimos.Este escrito representa el dolor, la angustia, el coraje que sentimos. Es un grito desesperado por una respuesta, una explicación, una esperanza, por exigir nuestras garantías, las cuales nunca tuvimos al vivir este infierno que no le deseamos a nadie, más aún cuando no pudimos acudir a quienes se les paga por proteger y servir, por combatir y cuidar, por velar que la seguridad de la ciudadanía no corra riesgos; pero desgraciadamente son los que protegen y ayudan a los criminales a lograr sus cometidos.¿Hasta cuándo van a actuar? ¿Cuándo van a depurar a las distintas corporaciones municipales, estatales y federales de manera real y contundente?
¿Cuándo habrá verdaderas leyes que castiguen el delito de secuestro y el mal comportamiento de los elementos corruptos, y con penas que sirvan como ejemplo para que esto no se siga dando?¿Qué va a pasar con nuestro país, con su gente buena?, ¿cuándo vamos a dejar de vivir acobardados y empezaremos a luchar por un futuro mejor para los hijos de México?Yo amo a México y a Tijuana, es el lugar donde nací, es mi país, pero ya no se puede vivir aquí.
Adiós Tijuana.
Thursday, January 03, 2008
La ciudad
La ciudad
Constantino Cavafis
Dijiste: “Viajaré a otro lugar por nuevos mares,
una ciudad habrá mejor que ésta.
Está escrito que aquí
han de perderse todos mis esfuerzos
y mi difunto corazón se pudre bajo tierra.
¿Hasta cuándo sufrir este marasmo?
Vuelvo los ojos y en cada sitio encuentro
los trozos inservibles de mi vida,
el tiempo derrochado, el desastre, la pérdida.”
No hallarás nuevos mares, no verás otras tierras.
Esta ciudad ha de seguirte a todas partes. Recorrerás
mil veces cada calle, en los barrios de siempre te harás viejo,
junto a los muros carcomidos se cubrirá de canas tu cabello.
En la misma ciudad morirás cada día. No esperes
otras playas, no hay barco para ti, no hay rutas nuevas.
Si en un rincón del mundo malgastaste tu vida,
la ciudad y su ruina
te alcanzarán dondequiera.
Versión: Eduardo Hurtado
Constantino Cavafis
Dijiste: “Viajaré a otro lugar por nuevos mares,
una ciudad habrá mejor que ésta.
Está escrito que aquí
han de perderse todos mis esfuerzos
y mi difunto corazón se pudre bajo tierra.
¿Hasta cuándo sufrir este marasmo?
Vuelvo los ojos y en cada sitio encuentro
los trozos inservibles de mi vida,
el tiempo derrochado, el desastre, la pérdida.”
No hallarás nuevos mares, no verás otras tierras.
Esta ciudad ha de seguirte a todas partes. Recorrerás
mil veces cada calle, en los barrios de siempre te harás viejo,
junto a los muros carcomidos se cubrirá de canas tu cabello.
En la misma ciudad morirás cada día. No esperes
otras playas, no hay barco para ti, no hay rutas nuevas.
Si en un rincón del mundo malgastaste tu vida,
la ciudad y su ruina
te alcanzarán dondequiera.
Versión: Eduardo Hurtado
Thursday, July 20, 2006
Sunday, April 02, 2006
El caso Colosio
Los reyes no ordenan los
parricidios. Los permiten
tan sólo, de manera que
puedan ignorarlos.
—Jan Kott,
Apuntes sobre Shakespeare
Se va conmemorar otra vez la muerte de Colosio, esta semana, a los doce años, tal vez para reanimar la campaña de “Roberto” o más bien para cubrir el expediente. Porque es una fecha. Y las fechas están marcadas, allí, en el calendario.
Sea como sea o haya sido el asesinato, durante muchos años nada podrá saberse. Ésa es la característica paradigmática del crimen político: que no se sepa nunca quién arregló que se disparara contra Kennedy, quién organizó que se descerrajara un tiro en la espalda de Olof Palme, quién concibió y ordenó que alguien accionara el gatillo contra Luis Donaldo Colosio. Porque la verdad es que no tiene la menor importancia establecer, en última instancia, la identidad de quién fue el que jaló el gatillo.
Hay una racionalidad en el asesinato político: por qué se decide, qué efectos calculados tiene, de qué manera opera como una inversión de capital político que provoca toda una nueva composición de poder.
Todo el mundo sabe que un muerto ya no cuenta. Ya no cuenta y se olvida pronto. También se olvida rápido si alguien se esmera en preservar su memoria, incluso aquí en Magdalena. En el cementerio. En las escuelas. De qué sirve recordarlo, que fue a ésta o aquélla escuela, que fue muy amigo de Luis Enrique Woolfolk y de Santiago Campbell o de… que a Colosio se le salió lo sonorense y eso fue lo que lo perdió.
El asesinato de nuestra época es una bagatela. A nadie le importa: lo único que se tiene es un hombre definitivamente cancelado. Lo que sujetaba se distiende; lo que impedía, ya nada impide. Una admirable economía de medios se pone en funcionamiento, pues todo se realiza en unos cuantos segundos. Se queman etapas. Una suerte de centrifugacidad de la realidad empieza a esparcirse entonces, como en oleadas, a partir del cadáver; un círculo de tensión que a todos nos degrada, ensucia y ofende, más a los espectadores que a los iterpósitos asesinos.
Han pasado los años y todo el mundo se va olvidando del caso, por algo que parece muy propio de la sociedad mexicana: que no integra la experiencia, que no incorpora la memoria a su ser ni a la conciencia (la matanza de Tlatelolco, los Halcones en 1971, la masacre de Acteal). Lo que queda como remanente de la historia —por lo que sea, por una corazonada— es que la investigación no persuadió a nadie. Hay cinco tomos de esa indagación criminológica de la PGR que no pudo haber sido más exhaustiva: no escatima dudas, se pone a averiguar todas las hipótesis, establece muy bien quiénes eran los dos muchachos muertos el día de los hechos en un taller mecánico de los alrededores, se desglosa hasta el último detalle la biografía de uno de los miembros del Estado Mayor presidencial encargado de la escolta, como si la abundancia de datos —la superstición de que Dios está en los detalles, como decía A. Warburg— abonara las posibilidades de verosimilitud, para hacer más creíble el conjunto. Con todo y eso, la sospecha se instauró para siempre. La investigación de la fiscalía especial, a cargo de un licenciado Domínguez o Jiménez, a lo mejor resulta en el futuro, dentro de muchos años, una estupenda, fanstástica y monumental operación intelectual de encubrimiento, sobre todo si se hacen análisis de contenido y de forma (las frases, los énfasis, los subrayados) y se buscan y encuentran las omisiones significativas.
Lo que a Ricardo Gibert más lo dejó perplejo del atentado fue la circunstancia de la protección. Nos vimos poco después de marzo del 94 en un restaurant de San Diego, en el Fish Market de la bahía. Yo hacía mucho tiempo que no veía al Yuca y, como él había trabajado en la PGR y como subcomandante de la policía judicial del Estado en Tijuana años atrás, tenía ganas de preguntarle cómo había estado la cosa.
—Yo siempre me coordiné con los del Estado Mayor Presidencial cuando venía de gira el Presidente. Es algo de rutina que en todas partes hacen las policías del Estado y las municipales; colaboran con los cuerpos de seguridad. Lo hice docenas de veces. Y me di cuenta del rigor, la disciplina, la preparación técnica y militar de lo que es una escolta. Es un grupo entrenado, no te imaginas, como la escolta de la guerrilla colombiana, de Al Fatah o de un gobernnante israelita. Tienen el mismo nivel —me dijo el Yuca, mi amigo de la secundaria en Tijuana— y nadie, óyelo bien, nadie, absolutamente nadie les puede romper el cerco de la escolta. Nadie. Ni una mosca.
Y entonces el elemento ilógico, el factor atípico, fue precisamente ése: que las cinco escoltas en formación “diamante” avanzaron de tal modo que de pronto entró la mano empistolada.
Si las creencias no se discuten es porque tienen que ver más con el corazón que con la razón. Hay cosas que no le constan a nadie pero que se sienten. Y así aquí en Magdalena como en todo el país siempre se ha sabido quién fue el “autor intelectual” o el instigador o el “mandante”, como dicen en Sicilia. Se sabe pero no se puede probar técnicamente. Llama mucho la atención que personas adultas —funcionarios públicos incluidos, del actual y del anterior régimen—, gente que se atiene al sentido común, señores muy respetables y sensatos pero que se expresan con la libertad que sólo da el café o la confidencia en corto, no tengan la menor de duda de quién fue el que dio la orden fatal desde un escritorio. Hay como un consenso.
¿Y qué es eso de que se le salió lo sonorense? Pues eso, la estirpe:
—Si quieren que renuncie métanse en un lío —les dijo—. Mátenme. A mí no me van a dejar ir por el mundo con el san Benito de “ése fue el pendejo al que le dijeron que iba a ser Presidente y luego le dieron una patada en el culo”.
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